El último beso (Cosas que pasan - 6)


Por Jesús Villanueva Jiménez (Publicado en La Opinión el 6 de noviembre de 2011)

         

          Hacía ya once años que Ramón, haciendo alarde de valor, había invitado a cenar a Laura. En ese instante, cuando él la tenía frente a sí, más hermosa que nunca, expectante ante lo que él tenía que contarle, según le dijo cuando la citó el día anterior, recordó aquel momento como si se tratase de la secuencia preferida de una película inolvidable:

          -¿A cenar?- dijo Laura sorprendida. Yo no salgo a cenar con desconocidos -afirmó, sonriendo, hermosa como una diosa griega.

          -Haces bien, hay mucho crápula por ahí suelto- respondió Ramón, con ingenio, con oficio en esas lides. Pues te invito a un café y así empezamos a conocernos.

          -Tampoco tomo café con desconocidos- afirmó ella, mordiéndose la lengua de inmediato, para no reírse en su cara, ante la mueca de decepción que había puesto él.

          Ramón conoció a Laura en la cafetería donde trabajaba ella, entonces. Una tarde de frío y húmedo invierno lagunero, se le antojó un barraquito bien caliente. Ella le atendió ese día. En un principio, a él aquella muchachita le pareció mona, bonita, realmente. Eso sí, ¡vaya trasero!, sublime, esculpido en su linda anatomía, hermosamente respingón. Sorbo tras sorbo del cálido y gratificante café con leche natural y condensada, al estilo tinerfeño, fue reconociendo en ella a una mujer preciosa, guapa a la vez que atractiva. Más tarde, ella le confesaría que él también le había parecido un hombre atractivo, a primera vista, incluso interesante. ¡Bien, un empujón a su autoestima!

          Muchos barraquitos tuvo que tomarse Ramón en aquel café hasta que Laura dejó de considerarle “un desconocido”. Al fin, tras una meritoria insistencia, Laura aceptó la invitación de Ramón a tomar una copa. Ambos se contaron la parte esencial de sus vidas. Ambos cicatrizaban heridas de relaciones pasadas; frustrados matrimonios. Él cumplía los treinta y cinco, ella diez años menos.

          Durante dos o tres meses, ella mantuvo una distancia torturadora para Ramón. Pero él -firme, caballeroso, en su sitio-, la tortura del deseo frustrado supo llevarla por dentro, con inigualable dignidad. En alguna ocasión, él intentó robarle un beso en los labios, bandido, ladrón. Ni por esas. ¡Qué cuello más ágil; que boca más esquiva! Ramón intuía que la espera valía mucho la pena. Así que aguardó, paciente, asceta y ansioso.

          Esa tarde, oscura, cegada por los nubarrones, llovía. No era París, era el Camino Largo, en San Cristóbal de La Laguna. Allí, dentro del coche, sobre el que golpeaban las gotas de agua con tal fuerza y abundancia que parecía que el cielo se estaba rompiendo, luego de algunos juegos de Laura, que a Ramón le parecieron inquietantes, llegó el primer beso. Llegó el momento inigualable de cuando dos bocas sedientas la una de la otra se juntan por primera vez.

          Llovía, aún más. Tanto a Laura como a Ramón les gustaba ver llover. Los cristales del coche estaban empañados, las gotas percutían su música inequívoca contra el techo de chapa como contra un tambor. El beso se repitió y ambos disfrutaron de ese placer difícil de describir.

          -¿Qué haces?- preguntó Ramón a Laura, cuando ella pegó su rostro al de él y recorrió su cuello y su cara, rozándole con la punta de su nariz perfecta.

          -Estoy oliéndote- explicó ella, sin dejar de acariciarle la piel con su precioso apéndice nasal. Me gusta como hueles.

          - Es la colonia- murmuró él.

          - No, eres tú. Me gusta tu olor… y tu aliento. Me gusta tu aliento- aclaró ella, susurrando sensualmente.

          A Ramón se le erizaron todos los minúsculos vellos del cuerpo.

          Ambos disfrutaron escuchando la lluvia, que esa tarde no cesaba. Entre los traslúcidos cristales empañados del viejo Lancia se volvieron a besar. No era París, pero dio igual.

          Durante los próximos meses Laura y Ramón compartieron muchos ratos de intensa intimidad. Ella se sinceró con él.

          -Nunca antes había sentido tanto placer. Con mi ex marido, el sexo fue un desastre. Tú has despertado en mí sensaciones y apetencias que desconocía- le dijo más de una vez.

          Él no se lo dijo nunca, pero tampoco había sentido antes una piel como la suya, ni había saboreado la femenina ingenuidad de quien ansía conocer y experimentar esas nuevas sensaciones, e incluso atravesar fronteras desconocidas. Además Laura era bellísima e inmensamente sensual. ¿Por qué no se lo habría dicho entonces? Más tarde, Ramón se lo reprocharía a sí mismo, mil veces.

          Y porque así es la vida, hiriente como la punta de un puñal, un día, Laura anunció a Ramón su marcha lejos. Nada la ataba a Tenerife y en otro país le ofrecían un trabajo y oxígeno a sus ganas de volar, a su deseo de progresar. Y nada la ataba porque él nunca le había confesado que la amaba. Eran amantes, simplemente, y tan sólo eso no era lo que Laura ansiaba en su vida, porque ella hacía mucho tiempo que sí estaba enamorada.

          Ramón y Laura hablaron en la distancia durante meses, hasta que esa maldita distancia pudo con ellos. Pero nunca olvidó Ramón a Laura ni ella lo olvidó a él. Nunca dejaron de recordar tantos momentos de intensa intimidad; aquella confianza extrema que les hizo disfrutar de sus cuerpos como nunca habían experimentado. Aquella enorme confianza.

          Habían pasado tres años y cada uno de ellos había recorrido caminos diversos. Hasta que el destino quiso volver a cruzar sus vidas. Ramón y Laura se cruzaron en la calle, en pleno centro de Santa Cruz. ¡Vaya sorpresa! “Laura… Ramón”. Se abrazaron y hablaron; se contaron muchas cosas. Ramón estaba solo; Laura tenía una hija, una niña preciosa, aún un bebé. Ambos habían tenido frustradas relaciones. Ambos estaban heridos; una vez más.

          Pasaron las semanas y Ramón y Laura compartieron muchas tardes, muchos cafés y algunas cenas. Laura veía a un amigo, a un gran amigo, y nada más quería ver en Ramón y en ningún otro hombre. Pero en Ramón afloraron sentimientos más profundos. Ahora sí se sentía enamorado; ahora no era sólo sexo lo que buscaba en Laura. Ramón la amaba y supo que siempre la había amado.

          Ramón volvió al presente después de aquellos segundos en que los recuerdos le nublaron los sentidos. Los dos antiguos amantes habían quedado en verse como otra tarde más, para tomar un café y contarse cosas. Y Ramón le declaró a Laura su amor.

          -No soy la misma mujer, Ramón, ni quiero ahora un hombre en mi vida- afirmó ella, sin temblarle la voz.

          - Te amo, Laura, como nunca he amado a ninguna otra mujer. No sabes cómo me arrepiento de no habértelo dicho antes de que te fueras- decía él, angustiado ante la mirada impasible de ella.

          Mil razones le dio él para que al menos lo intentaran. Pero Laura no quería intentos de aquellos en aquel momento de su vida. Ramón no estaba dispuesto a rendirse a las primeras de cambio. Valía la pena, valía mucho la pena jugárselo todo en aquella batalla. La voz se le quebró a él en varias ocasiones; ella le escuchaba, sólo le escuchaba en silencio. Ramón recordó a Laura los encuentros apasionados de antes de su marcha, tanteó su memoria tratando de que en ella, al menos, surgiera el deseo de revivirlos. “Ya te he dicho en qué momento me encuentro, Ramón. No insistas”, le dijo ella, y Ramón lo tomó por su última palabra. La tarde fue muy amarga para él, y desconcertante para ella.

          A la puerta de la casa de Laura, Ramón la miraba con los ojos acuosos, con el corazón encogido, con el alma en vilo. Ella le acarició la cara. Él se acercó a darle un casto beso de despedida que ella se dispuso a recibir ofreciéndole la mejilla. Ramón no pudo ni quiso evitarlo y acercó su boca entreabierta a la de la mujer que amaba, y, suspirando, rozó sus labios con la comisura de los de Laura. Fue entonces cuando Laura percibió ese olor, el olor del aliento que tanto le había gustado.