Capitalidad

Pronunciada por Luis Cola Benítez (ante el monumento a José Murphy, en la Plaza de San Francisco de Santa Cruz de Tenerife, el 27 de enero de 2008)

                                           Excmo. Sr. Alcalde de Santa Cruz de Santiago, Excmos. e Iltmos. Señores, señoras y señores, amigos, con los cuales comparto el gratificante y honroso título de ser ciudadano de esta Muy Leal, Noble, Invicta, (Fiel) y Muy Benéfica Ciudad Capital de Canarias.

          El 22 de octubre de 1821 el síndico del Ayuntamiento de Santa Cruz don José Murphy y Meade, comisionado por la corporación para representarla en Madrid, informaba a su ciudad natal del acuerdo que acababa de tomarse en las Cortes, con las siguientes palabras:

                    "Tengo la satisfacción de comunicar a V. S. Iltma. que las Cortes Extraordinarias, en sesión de 19 del corriente, se han servido designar a esa Muy Noble, Leal e Invicta Villa, por Capital de las Islas Canarias".

         Esta noticia, redactada por Murphy de forma tan escueta a pesar de su enorme trascendencia, era el fruto de la ardua labor de un hombre, sin duda el político de más talla de nuestro siglo XIX, que a pesar de no ser diputado en aquellas Cortes supo desenvolverse en un ambiente desconocido, en algunos aspectos hostil, logrando apoyos en un ímprobo trabajo de “diplomacia de pasillos” y gestiones personales, para lo que ya era una realidad incuestionable. Tres meses después, tal día como hoy, el 27 de enero de 1822, se promulgó la ley que, respecto a Canarias, exponía: "Canarias.- Población: 215.108 almas.- Diputados: tres.- Capital: Santa Cruz de Tenerife". Y la promulgación de esta ley, alborozadamente recibida entonces por nuestro pueblo, es lo que hoy aquí nos congrega.

          Pero he hablado antes de una realidad incuestionable y tal vez ello precise de alguna aclaración, porque nunca antes de la Constitución de 1812 existió pueblo alguno que de forma oficial fuese capital de las Islas Canarias. Es cierto que con anterioridad se  había producido un hecho fundamental en la historia de Santa Cruz, sin el cual nada de lo que siguió hubiera sido posible: el privilegio de “villa exenta”, concedido por la Corona en 1803 como consecuencia de la victoria de 1797 sobre las fuerzas británicas invasoras. Al general Gutiérrez, entonces máximo responsable al frente del pueblo de Tenerife, hay que agradecer la iniciativa de esta petición de villazgo, que fue el origen, la primera piedra, de su posterior engrandecimiento.

          Pero, no obstante, cuando se alcanzó tan trascendental logro, Santa Cruz ya se había ido consolidando como cabecera administrativa de todas las islas, sin menoscabo -y esto hay que resaltarlo- para ninguna otra isla o municipio. En cualquier caso, nunca Santa Cruz despojó a otros de parcelas administrativas, cuyos responsables optaron por sí mismos, ante la evidencia de los hechos, la defensa de sus propios intereses y el convencimiento de poder desempeñar mejor su cometido, por establecerse en su suelo.

          Ni siquiera la existencia de la Real Audiencia -creada exclusivamente para atender los asuntos de la Justicia-, implicó nunca la idea de capitalidad que hubiera llevado consigo un centro administrativo superior, como lo confirman las reales cédulas y ordenanzas por las que debía regirse. El único ramo de gobierno y administración pública que desde los primeros tiempos tuvo un centro de dirección fue, como no podía ser menos, el de la Hacienda del Reino, establecido en La Laguna, y que por su propio interés decidió trasladarse a Santa Cruz para estar junto al puerto en el que se generaba la mayor parte de sus arbitrios. Obviamente, en aquellos tiempos de un único ayuntamiento para toda la isla, cambió de barrio sin salir de La Laguna.

          Lo cierto es que, con el paso de los años, se habían ido estableciendo en Santa Cruz todas las administraciones con jurisdicción en el conjunto del Archipiélago, desde el Juzgado de Indias hasta la Junta de Fomento de Canarias. Todos estos hechos, es decir, el establecimiento de estas administraciones con ámbito en todas las Islas, tuvieron lugar de forma natural, sin perjuicio para terceros, puesto que anteriormente no existían. De esta forma, al llegar el primer período constitucional en 1812, la administración del Estado, la económica, la militar y de marina, y en gran parte la civil, se encontraba establecida en Santa Cruz.

          Las Cortes de Cádiz dictaminaron entonces que debían formarse Juntas preparatorias electorales, lo que representaría, por primera vez, la existencia de un órgano superior político-administrativo con jurisdicción en todas las islas. Enzarzados en discusión los diputados canarios sobre si debía instalarse en La Laguna o en Las Palmas, alguien observó que en el artículo 3.º del Decreto se explicitaba que "el Capitán general de la provincia fuera el presidente de la Junta, si se hallaba en el pueblo en que aquella se situase". Y ese alguien fue el propio capitán general, con residencia en Santa Cruz, quien al amparo del Decreto estableció la Junta preparatoria. Lo participó al jefe superior político, que a su vez lo comunicó al Ministro de la Gobernación, quien el 18 de diciembre de 1812 informó a las Cortes del establecimiento de la Junta Electoral en Santa Cruz, por lo que las discusiones y los dictámenes librados hasta el momento quedaron sin efecto. Este fue el primer triunfo de Santa Cruz en pro de sus derechos de capitalidad, derechos que a nadie arrebató.

          Establecida la Junta, y celebradas elecciones de diputados a Cortes y diputados provinciales el 30 de mayo siguiente, el jefe político convocó a estos últimos y se instaló la Diputación Provincial en Santa Cruz de Tenerife como cabecera de todas las islas.

          En los años siguientes la esquizofrenia política se adueñó del país, lo que trajo consigo un continuo cambio en los cometidos de los responsables públicos y acarreó un constante trasiego de personas, destituciones y nuevos nombramientos, al compás de los vaivenes políticos. Pues bien, en ningún caso se rompió la situación anterior y cada vez que se producía un cambio o un relevo, en todos los casos, las nuevas autoridades tomaban posesión de forma natural en Santa Cruz, no en otra población, donde siguieron establecidas como principal centro del Archipiélago.

          La Constitución de 1812 se derogó y volvió a proclamarse más de una vez y de nuevo hubo quien volvió a reactivar la cuestión de la capitalidad, pero sin aportar novedades al debate. De esta forma, cuando llegó la que se consideró entonces definitiva ley de organización territorial de 1833, ya Santa Cruz era capital de Canarias, de hecho y de derecho. De hecho, porque aquí residían los centros administrativos; de derecho, porque ello tenía legítimo origen en disposiciones o implícitas autorizaciones de los sucesivos Gobiernos, fueran del color que fueran.

          Todo lo expuesto configura el importantísimo patrimonio que hizo valer ante los poderes públicos José Murphy, apoyado por otros buenos patricios que entonces se ocupaban de los asuntos comunitarios, y ello constituyó el valioso legado que, a pesar de la época de extrema penuria que les tocó vivir, dejaron para la posteridad. Sería injusto no recordar también a los que colaboraron con él en reunir la documentación en la que pudo basar sus argumentaciones como “embajador” en Madrid de la corporación santacrucera. El poder notarial necesario para desempeñar su misión fue otorgado, entre otros, por el alcalde Matías de Castillo Iriarte y el síndico Valentín Baudet; colaboraron en reunir documentación y en formar el expediente José Sansón y Juan del Castillo Naranjo. Por último, el imprescindible capítulo económico del viaje fue atendido por los beneméritos ciudadanos Miguel Soto y José María de Villa. Todos los citados, exceptuando al propio Murphy, tuvieron el honor de presidir en algún momento el Ayuntamiento de Santa Cruz.

          ¿Hubo algo de común en estos personajes? ¿Qué nexos les unían por encima de sus diferencias ideológicas?  Y, sobre todo, ¿qué representaron para Santa Cruz? Lo primero que tenían en común era un extraordinario sentido del deber que les permitía afrontar con entusiasmo el sacrificado trabajo que entonces representaba el servicio a la comunidad, con merma de sus intereses y, en todos los casos, de su peculio. Pero no era sólo eso. A aquellos hombres les tocó poner en marcha y dotar de lo más imprescindible al nuevo ente municipal con jurisdicción propia, cuyo único activo entonces era el recién estrenado título de Villa, pero que, sin recursos, nada más tenía. Pero hubo otro fruto de su labor tan importante como el de los avances materiales: con su actitud y dedicación contribuyeron a concienciar a sus conciudadanos de que ya podían caminar solos y que era posible marcarse superiores metas. Sin medios de ninguna clase, pero con un entusiasmo encomiable, acometieron la ímproba tarea de crear y trasmitirles un sentimiento hasta entonces inédito: la conciencia de que formaban una comunidad con voz propia, que por los méritos de su historia tenía derecho a defender el puesto que le correspondía en el concierto de las islas. La mayor parte de ellos eran profesionales liberales o simples comerciantes, más o menos acaudalados, pero que tenían en común, además, el haber recibido en herencia la mentalidad ilustrada del siglo XVIII tinerfeño, cualidad ésta que a veces se solapaba o marchaba en paralelo con la actividad profesional o mercantil. Como es sabido, al importar lanas de Irlanda, encajes de Holanda, bronces de Francia o cristal de Italia, también llegaban obras de arte, literatura europea, libros de ficción, de política o de filosofía, que les mantenían al tanto de los movimientos intelectuales.

          Pero, además, esta generación a caballo de dos siglos fue la simiente, el germen y también la fecunda y nutriente tierra isleña en que hundió sus raíces la que le sucedió en el tiempo, la hasta ahora irrepetible generación del siglo XIX santacrucero, que nos dio ejemplo y fue maestra de hidalguía, convivencia cívica y tolerancia, dejándonos un amplio abanico de realizaciones como muestra de su fecundo hacer. Fue la generación que, recogiendo la herencia de aquellos "austeros ciudadanos" -como les llamó el alcalde Martínez Viera-, fueron capaces de dar a la ciudad "la mayor vibración espiritual y dejar la huella más perdurable". La que acunando en sus brazos y arropando en sus afanes un Santa Cruz casi en “mantillas”, le infundieron alma y lo encauzaron hacia las metas de mayores destinos. La que supo fundir sus propias ansias con las ansias de su pueblo. Fue la generación capaz de “inventarse” un singular foro de convivencia política, donde todas las ideas se debatían y tenían asiento, siempre presididas por el respeto mutuo y el afán de progreso. La que en lo material sentó las bases de la ciudad del futuro, que es la ciudad de hoy, al tiempo que forjó lo mejor de nuestra idiosincrasia, que se compendia en algo, no por intangible menos real: el espíritu limpio, el alma abierta de Santa Cruz. Fue, resumiendo, la generación del Gabinete Instructivo.

          Una ciudad no se conoce sólo por su aspecto físico, aunque esta circunstancia sea la que preste la primera y superficial impresión al visitante apresurado de hoy, generalmente sometido al tour organizado. La ciudad, como todo ser vivo que está en constante desarrollo y transformación, es algo más, y poco o nada nos aportará considerarla sólo como conglomerado urbanístico. Los romanos entendían el “status civitatis”, es decir la ciudadanía, como aquella relación que liga al individuo con la ciudad, lo que constituye y justifica su auténtica razón de ser, terminando por transferirle su propia alma. Se convierte, entonces, en un aura colectiva, intangible, pero tan real como su aspecto físico, que trasciende de él y la envuelve dotándola de atmósfera propia, inconfundible, que le da carácter y se constituye en el núcleo espiritual de su identidad. El aura de la ciudad se nutre, se amasa y toma forma con la materia prima de la actitud vital de sus ciudadanos; es la quintaesencia de su ser, destilada y concentrada después de un largo período de elaboración a lo largo de su historia. Y ese espíritu, como ha escrito Pedro Doblado -otro de nuestros alcaldes-, es el resultado de las "acciones humanas que no desaparecen por completo en el pasado y que milagrosamente perduran en el tiempo". Y sus artífices han sido los que nos han precedido sobre este mismo solar.

          Hoy, al evocar la memoria de aquellos hombres y rendirles homenaje, lo hacemos –en representación de todos ellos- en la insigne figura de José Murphy, luchador incansable, auténtico y principal artífice de la capitalidad única, que ha merecido el título de “padre de Santa Cruz”, que con su labor estableció el fundamento  espiritual de una ciudad nueva, y cuya biografía y avatares han sido exhaustivamente estudiados por D. Marcos Guimerá Peraza, que tanto ha hecho por el reconocimiento de su figura, y que hoy nos honra con su presencia. Permítanme erigirme en portavoz de todos los presentes y testimoniar al magistral historiador e Hijo Predilecto de Santa Cruz un afectuoso saludo de agradecimiento, admiración y respeto. La ciudad, su ciudad, ha alzado en honor de José Murphy este merecidísimo monumento, pero aún falta un último gesto: intentar el rescate de sus restos mortales, que yacen olvidados en Méjico, y traerlos para depositarlos en el panteón de Hombres Ilustres de Santa Cruz.

          El Excmo. Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife ha acordado, por unanimidad, conmemorar anualmente esta importante efeméride para que las nuevas generaciones santacruceras sean conscientes de la relevancia de su propia historia. En un pueblo que tan poco ha hecho a través del tiempo por la conservación de su patrimonio, debe ser motivo de satisfacción que se haya tomado esta iniciativa, con la esperanza de que ella marque un punto de inflexión en la consideración que la ciudad se da a sí misma y a su acervo. El mayor pecado histórico de Santa Cruz ha sido, dicho llanamente, no haber sabido -o no haber querido- asumir la importancia que le correspondía. Hasta el título de Villa, que ostentó en los siglos XVI y XVII, terminó perdiéndolo por inoperancia y no lo recuperó hasta 1803. No obstante, con todo respeto para otras ideas, no debe extrañarnos que surja alguien dispuesto a hablar de la inanidad de estos actos y decir que no le interesa reafirmar su identidad con la conmemoración de estos hechos y que, en la disyuntiva, prefiere no tener identidad. Es decir, ser nadie.

          Al inicio de estas palabras he hecho referencia al gratificante sentimiento que embarga a los ciudadanos de Santa Cruz y es cierto que algunos de los presentes no lo son estrictamente, pero recordemos a María Rosa Alonso, tacorontera de nacimiento y lagunera de vocación, cuando dijo que "Tenerife es una suma de pueblos en la que todos nos sentimos chicharreros". Somos depositarios del legado de las generaciones que nos precedieron, de aquellos hombres que, al tiempo de no cejar en el empeño de engrandecer su Ciudad y su Isla, le infundieron su espíritu y dieron carácter a su alma. Agradecidos, tratemos de conservar, y aún aumentar, el valioso tesoro que nos han transmitido. Pero, siempre, sin perder de vista que la decidida defensa de cuanto Santa Cruz y Tenerife han representado y representan no precisa empañarse con acciones oscuras ni con posturas excluyentes ni “divisionistas”, que no se corresponden con su verdadero espíritu.

          Hagamos votos y esforcémonos para que nunca se pierda en nosotros, ciudadanos de hoy, las cualidades que adornan el espíritu, el alma de esta Ciudad Capital de Canarias. Es el honroso legado recibido, y que debemos preservar, de los que supieron -como dijo el poeta- "aquí irradiar la luz / espléndida del talento / y con cívico ardimiento / luchar por Santa Cruz".

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