Las lágrimas de María Antonieta (Cosas que pasan - 4)

Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en La Opinión el 23 de octubre de 2011)

          La mañana del 26 de mayo de 1797, fondeó en la rada de Santa Cruz de Tenerife la corbeta de la República francesa La Mutine, al mando del capitán de fragata Louis Estanislao Xavier Pomies. El capitán de puerto don Carlos Adán observó que, entre los que habían desembarcado, se encontraba un individuo descarado, de mirada fría y distante, que hablaba con Pomies evidenciando unas maneras y un tono en absoluto adecuados, dado el rango de éste último. Sin embargo, Pomies parecía asumirlo con resignación. Así que, con suma curiosidad, le preguntó al marino francés por la identidad de aquel arrogante personaje. Su respuesta sorprendió sobremanera al bueno de don Carlos Adán. Se trataba, nada menos, que de Jean Baptiste Drouet, el maestro de postas que descubrió y mandó a arrestar a Luis XVI en Varennes, la madrugada del 22 de junio de 1791, apenas llegando a la frontera con Austria, a donde huía con su esposa María Antonieta, su hermana y sus dos hijos. Drouet se había convertido en uno de los personajes más populares de la Francia de la Revolución y la guillotina. Aquel apresamiento le costó, año y medio más tarde, la cabeza al rey francés; y algunos meses después, el 16 de octubre de 1793, perdió la suya la reina María Antonieta, que hasta el último instante, dicen los que la vieron, mantuvo su dignidad.

          “Drouet es un hombre extraño; a veces su mirada parece la de un demente. Y en sueños, habla de la reina María Antonieta y de sus ojos y de no sé que más incongruencias… Más de una noche le he escuchado balbucear, y siempre lo mismo. Ciertamente, me da escalofríos cuando le escucho”, le contó Pomies al capitán de Puerto don Carlos Adán.

(Paris, mañana del 16 de octubre de 1793)

               “Creí que el clamor de la muchedumbre me impresionaría más. Sin embargo no he sentido miedo. Ni cuando me sacaron esta mañana de la celda en la Torre del Temple, sabiendo adónde iba, ni cuando me pasearon por las calles de Paris sobre aquel carro inestable, y la chusma me insultó y escupió. No es más que una turba encolerizada… y apestosa. ¡Mi dignidad, sobre todo mi dignidad! Quiero que se me recuerde entera hasta el último momento. ¡Jajaja, qué estupidez se me acaba de ocurrir! ¡Qué ironía! ¡Ah, mis interpretaciones en Petit Trianon! Nunca actué tan magistralmente como hoy. ¡Qué días tan divertidos, tan espléndidos, con María Teresa, con Yolanda! ¡Oh, el conde Axel Fersen!

               ¡Qué hombre tan extraordinario!… y tan atractivo. ¿Qué habrá sido de él? Es muy listo, se habrá puesto a salvo; seguro.

               Oh, María Teresa, mi fiel amiga! Qué egoísta fui al llamarte cuando ya estabas fuera de Francia, a salvo de la revolución. Sí, fui una egoísta despreciable. No pensé en tu seguridad sino en mí…, en mi soledad, en mi diversión. Y tú, mi fiel, mi adorable amiga, viniste a mí y te costó la vida. Eso nunca me lo perdonaré. Jamás.
¡Qué triste me siento ahora! ¡Dios mío! Pero… no tengo miedo. No temo nada. Sin embargo, qué triste me siento de pronto… ¡Oh, Señor, mis hijos! Sus muertes sí que me destrozaron el corazón…las entrañas… todo mi ser. Eran tan pequeños, tan indefensos.

               Ellos sí eran inocentes. Sofía ni siquiera cumplió su primer añito de vida. ¡Mi pequeña!

               Sí, es verdad que tuve una vida frívola… ¿vacía? Tal vez. ¿Y qué podía hacer en Versalles? Sólo tenía catorce años cuando llegué. ¡Ay, Luis! ¡Qué torpe eras, esposo mío! Y qué aburrido. Yo era una niña; hice lo que pude. Sí, lo que pude. Pero tú, ¡qué torpe!... Y debías haberme hecho caso cuando te lo dije. Debíamos huir después de la toma de la Bastilla. ¿Acaso creías que los cabecillas de aquella chusma encolerizada iban a pararse ahí? Yo sabía que no. Ahora estaríamos en Austria, libres y protegidos por mi familia. ¡Oh, Viena! Tu insensatez idealista mira donde nos ha llevado. ¡Mírame…! Bueno, si pudieras hacerlo. No hacerme caso a tiempo te ha costado la cabeza… y a mí la mía.

               Creí que sentiría terror en el cadalso. Y no he sentido miedo. Creo que la rabia y la indignación me han aturdido tanto como una droga tranquilizante… ¿Cómo han podido acusarme de incesto? Las matronas de Paris saben que no es cierto. Aquellas mujeres me miraron a los ojos y yo les mantuve la mirada fija en los suyos, huidizos por calumniadores.

               Sabían que el fiscal mentía a conciencia. ¡Criminales! Han tenido que humillarme de esa forma para luego condenarme a morir bajo la guillotina.

               Es extraño, pensé que sufriría un terrible dolor cuando la hoja de metal cayera sobre mi cuello. Sin embargo no he sentido nada, siquiera un golpe. Y ese hombre, ¿Drouet?, sí, Drouet se llama, ¡maldito inoportuno!, ¿por qué me mira de esa forma? ¡Dios mío, ahora sí siento miedo! ¿Y por qué ahora, si ya ha pasado todo? ¡Miserables! ¿Cómo habéis podido ser tan canallas y acusarme de incesto, si sabíais que no es cierto…?"

          Jean Baptiste Drouet, que se hallaba en la tribuna reservada a las autoridades, observó la cabeza de María Antonieta. “El corte ha sido limpio”, pensó quién se había convertido en uno de los máximos instigadores de la Convención, empeñado en ver rodar la cabeza de la austriaca.

          "La reina ha demostrado más entereza que muchos hombres -se dijo para sí el verdugo que había perdido la cuenta de los ajusticiados que habían pasado por sus manos-. Algunos se han cagado y meado al colocar el cuello sobre el travesaño. Dentro de lo que cabe, ha tenido suerte la reina, no hace mucho, quizá hubiese tenido que darle dos, tres o cuatro hachazos hasta que la cabeza se desprendiese del cuerpo, y a lo peor hubiese estado viva hasta el último golpe. Buen invento el de la guillotina”.

          Drouet, con el mismo aspecto grosero que cualquier otro de los muchos que gritaron entusiasmados cuando el acero separó de su cuerpo la cabeza de la reina y ahora seguían vociferando enardecidos, no dejaba de mirar la cabeza de la austriaca. Entonces se percató de algo que le heló la sangre. El rostro de María Antonieta parecía estar echado sobre una cómoda superficie, como si descansara. La reina lo estaba mirando, parpadeaba. Aquella mirada viva se clavó intensamente en los ojos, hasta ese instante inexpresivos, del hombre que había apresado a su familia cerca de las puertas de la libertad, durante un segundo casi eterno. Luego los ojos azules de la reina se movieron, parecían observar su entorno; enseguida las pupilas se detuvieron en algún lugar perdido, lejos de allí. La expresión de aquel hermoso rostro, de súbito avejentado, se entristeció; la amargura se reflejó en él. Los ojos de María Antonieta se aguaron y de ellos brotaron lágrimas. ¡La reina estaba llorando!

          Drouet sintió pánico. Miró a su alrededor, pero nadie parecía haberse percatado de aquella extraordinaria circunstancia.

               “¡Miserables! ¿No podíais haber buscado otra excusa para asesinarme? ¡Oh, Luis Carlos, hijo mío! ¿Qué será de ti? ¡Miserables, canallas! ¿Por qué me acusasteis de incesto, si sabíais que no es cierto...?”.

          Drouet volvió a mirar el rostro caído sobre las tablas ensangrentadas del patíbulo. Por fin la reina había cerrado los ojos. Respiró aliviado el antigua maestro de postas. No se lo contaría a nadie. ¿Quién iba a aceptar semejante historia? Nadie creería que después de ser decapitada, la reina había movido los ojos, parpadeó y lloró con amargura. Lo tomarían por loco... o por algo peor. Mejor guardaría silencio… Pero, ¿lograría olvidar algún día aquellas lágrimas?

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