Los antiguos habitantes de Santa Cruz y los enterramientos en la Parroquia Matriz

Pronunciada por Luis Cola Benítez en la presentación del libro In Memoriam de don José Miguel Sanz de Magallanes (Salón de Plenos del Cabildo Insular de Tenerife en mayo de 2002).

          ¿Quiénes fueron los más antiguos santacruceros? ¿Cómo vivían y a qué se dedicaban? ¿Cuál era su estructura social? ¿Cómo eran conocidos por sus convecinos?, son demasiadas preguntas para intentar contestarlas en un breve espacio. Habría que disponer de muy diversas fuentes y, lo que es más problemático, que éstas fueran fiables y completas, para poder adentrarnos en aquella sociedad, ya desvanecida, de los que nos precedieron sobre el mismo solar en que hoy vivimos. Sin embargo, el recuerdo y las reliquias de aquellos hombres y mujeres que vivieron, lucharon y murieron en lo que en un principio se llamó lugar y puerto de Santa Cruz de Añazo y más tarde puerto y plaza de Santa Cruz de Tenerife, están, en gran parte, muy cerca de nosotros. Puede decirse que están entre nosotros.

          Para conocer a aquellos habitantes de antaño, cuando no existían registros civiles, ni padrones, ni censos, son varias las fuentes a las que debiera acudirse, aunque en muy pocas de ellas mana el agua cristalina y abundante. Para el inicio de la historia, puede recurrirse a las “datas” del Adelantado; es decir, las concesiones de parcelas o tierras, en ocasiones con sus aguas, que hacía Lugo a sus colaboradores y amigos en pago de la ayuda o servicios recibidos en la conquista de la isla. Aparte del nombre del beneficiario, el resto de los datos que estas inscripciones aportan es frecuentemente confuso o impreciso. También puede recurrirse a las escasas “tazmías”, especie de recuento vecinal que se hacía para el censo de granos o cosechas, en las que solía especificarse el número de miembros que componía cada familia. Los protocolos de las escribanías aportan  otros datos, tanto de las personas como de sus bienes e intereses, pero suelen referirse a aspectos muy concretos de la vida y circunstancias de los comparecientes. Puede acudirse también a las reseñas, acuerdos y actas de entidades diversas, tales como Cabildo, ayuntamientos, cofradías o asociaciones de otra índole, documentos en los que, con frecuencia, se hace preciso bucear en el frío lenguaje oficial utilizado, para acercarnos a las palpitantes circunstancias personales de cada cual y encontrar algo de calor humano. Otra posibilidad la brindan las crónicas, narraciones, memoriales, etc. que nos acercan a puntos de vista siempre subjetivos, y que, quiérase o no, se nos muestran con un inevitable halo literario.

          Por último, y fundamentalmente, están los archivos parroquiales, inapreciable fuente documental que sin duda constituye la piedra basal para la reconstrucción de una sociedad pasada, y pieza clave de un apasionante “puzzle” que nos permite rescatar vivencias, hábitos, costumbres, apelativos y circunstancias personales de los integrantes de una comunidad que nos precedió en el tiempo. En esta clase de documentos, a cuya conservación deberíamos dedicarnos con verdadero celo, se encuentra la mayor parte de nuestra historia, especialmente en sus primeros cuatro siglos de vida, y en ocasiones constituyen el único recurso al que es posible acudir.

          La Iglesia Matriz de Nuestra Señora de la Concepción, que durante su primera etapa  fue conocida con el mismo nombre que el lugar y puerto, como iglesia de la Santa Cruz, ya ha rebasado sus primeros cinco siglos de vida. En su archivo, que como digo es de un inapreciable valor, se conservan documentos de muy diversa índole, pero, sin duda, los libros sacramentales, con los registros de bautismos, matrimonios y defunciones, son las estrellas más brillantes del repertorio, y el insustituible depósito de  los más reveladores datos del entramado social de la comunidad. Especialmente el registro de defunciones y enterramientos, -del que mi buen amigo don José Miguel Sanz de Magallanes ha realizado una exhaustiva y minuciosa recopilación, cuya edición hoy aquí nos congrega-, por sus propias características nos aporta datos de un gran valor humano, que constituyen toda una crónica social de los siglos pasados.

          Alguien me ha contado que el Libro Primero de Defunciones fue cedido en 1929 para la Exposición Ibero-Americana de Sevilla y nunca volvió a Santa Cruz. Pero es posible -y a ello me inclino- que no fuera así y que este primer Libro se perdiera en el incendio que destruyó la iglesia en 1652. Lamentablemente, cubre una etapa inicial, que por este camino no está a nuestro alcance. Por tanto, para este período tendremos que recurrir a nuestro imprescindible Cioranescu, que se basa en las fuentes citadas anteriormente y sólo después podremos acudir al registro parroquial de defunciones.

          Como es sabido, hasta que se establecieron los cementerios públicos todos los enterramientos tenían lugar en suelo sagrado, es decir, en iglesias, ermitas y conventos. Desde los tiempos de Carlos III comenzaron a dictarse normas para prohibir esta práctica por insalubre, pero en Santa Cruz nada se hizo por falta de medios, hasta que obligaron las circunstancias con motivo de la epidemia de fiebre amarilla de 1810. En aquella ocasión, cuando ya no había espacio disponible en otras iglesias, se habilitó la ermita de Nuestra Señora de Regla, hasta que, al no caber allí más cadáveres, no quedó otro remedio que utilizar un solar que entonces se encontraba en las afueras de la población, y así nació nuestro primer camposanto de San Rafael y San Roque, que, por cierto, desde hace años se encuentra en una situación lamentable de abandono, paradigma de la desidia municipal. Hasta entonces, con base en los datos documentados, se contabilizan en la parroquia de la Concepción, tomando en cuenta sólo los realizados en el interior de la iglesia –puesto que también se efectuaron a veces fuera de sus muros- un total de 10.232 enterramientos. Es probable, incluyendo también la primera etapa imposible de documentar, que en total se alcancen los 15.000. Por este motivo decía al principio que, no sólo el recuerdo, sino también las reliquias, los restos, de los que nos precedieron se encuentran muy cerca de nosotros, entre nosotros, aunque generalmente lo olvidemos. Cada vez que entremos en nuestras iglesias, recordemos con respeto que bajo nuestros pies descansan miles y miles de los que fueron nuestros convecinos, que forjaron y nos dejaron por herencia la comunidad en la que hoy vivimos.

          Ya se sabe que los primeros colonizadores prefirieron establecerse en Aguere antes que en Añazo. No obstante, hasta 1525 -año de la muerte de Alonso de Lugo- hay constancia de que 90 de ellos disponían de casa en Santa Cruz, lo que no quiere decir  que necesariamente  residieran aquí. Desde 1502 el propio Adelantado disponía de casa de apeo, y en 1508 compró otra casa a Francisco Ximénez, que dedicó a vivienda de una mujer llamada “la Sevillana”, con la que es posible que mantuviera alguna especial relación. Su primera esposa, Beatriz de Bobadilla, había fallecido cuatro años antes, y no volvería a contraer matrimonio hasta seis años más tarde, con Juana de Mesières.

          Compañeros de Lugo fueron: Rodrigo Mexía de Trillo, que tenía casa y tierras cerca de la iglesia, barranco arriba, Sebastián de Ocampo, junto al anterior, y Lope de Salazar que tenía rebaños en Tahodio. También disponían de casa Fernando Trujillo, llamado el “teniente Viejo”, además de Pedro de Vergara, Jerónimo de Valdés, Lope Fernández, el fraile franciscano Juan el Cojo y otros, así como el mareante Diego Santos, amigo del Adelantado, en cuya casa testó Lugo en 1525. A él se debe el nombre del principal barranco que atraviesa la ciudad, pues dicha casa se encontraba en sus inmediaciones y parece que utilizaba la desembocadura como varadero para sus barcos.

          También se citan aborígenes como Catalina la Guancha, con casa propia; la familia Ibaute, establecida en Puerto Caballos; un Fernando Guanarteme, distinto al conocido cabecilla canario que participó en la conquista de Tenerife y del que seguramente era pariente; y un tal el Guanche Cojo, que en 1549 era cofrade del Santísimo Sacramento.

          Existe la opinión generalizada de que, en su origen, Santa Cruz fue un  poblado de pescadores, y nada más lejos de la realidad. Es indudable que, como en todo puerto de mar, había pescadores, pero no demasiado numerosos. La mayor parte eran mareantes, labradores, pastores, jornaleros, artesanos, pequeños comerciantes, algunos oficiales y unos pocos funcionarios. Y era normal y frecuente que en un mismo vecino concurrieran varias ocupaciones. Bartolomé Hernández, que era herrero, fue el primer alcalde del lugar y también se dedicaba a la cría de cabras; Marcos Pérez era labrador y pastor de ovejas; Lope de Fuentes era mesonero; Juan de Ortega, zapatero; Gonzalo Bueno, padre del escribano Juan Bueno, era pescador; Fernando de Fuentes, tabernero y mercader; Pedro Sánchez, alguacil, guarda del puerto y fabricante de carretas; Juan de Benavente, albañil, platero y fabricante y vendedor de pez; Diego Fernández Amarillo era fabricante de tejas y también poseía un horno de cal; Maestre Lope era barbero. Y para no alargarnos más terminaremos con Francisco de Salamanca, que era sastre de profesión y propietario de tierras en lo alto de la población. A él se debe el nombre de nuestro barrio de Salamanca.

          Con el paso del tiempo aparecen nuevas profesiones. Además de marineros y soldados, hay varios pedreros -recuérdese que la piedra era material de construcción fundamental- y también, a la sombra del comercio vinícola, varios toneleros, especialidad artesanal que debió ser muy importante. Luego aparecen algún pintor, calafates, un cirujano, un boticario y una partera; cabuqueros, camelleros y carreros –y al haber uno al que denominan el Carrero Viejo, hay que pensar que había alguno más joven-. Y una profesión curiosa, que en algunos lugares aún perdura, la de santero o santera, es decir, persona que echa los “santiguados” para el alivio de toda clase de males.

          También vivían en Santa Cruz comerciantes foráneos, como Rafael Fonte, mercader  catalán,  que  en  1518  poseía  almacenes  junto  al  embarcadero  de la Caleta -donde hoy está el edificio de Correos-; Juan Jacome de Carminatis, italiano; o los ingleses William Pratt o James Castlyn, este último fundador de una casa comercial, cuyo factor, en 1557, sería el famoso Thomas Nichols. Otro inglés, Guillermo Park, era sastre de profesión. Por una tazmía de 1552 sabemos que Santa Cruz tenía 95 vecinos, lo que viene a equivaler a unos 446 individuos. Entre ellos sabemos de media docena de extranjeros, 1 religioso, 4 pastores, 6 labradores, 4 mareantes y 2 pescadores.

          A veces, la única posibilidad de identificar a una persona no era por su nombre, frecuentemente desconocido, sino por su profesión o la de sus parientes más allegados. Así, en 1673 se registra el enterramiento de -se dice- la hija del pintor casado con la carnicera; o, más adelante, la mujer del condestable, que era hija del sombrerero. En ambos casos, sin nombres ni más datos.

          Otros habitantes del puerto eran los esclavos, no demasiado numerosos, si bien muchos de ellos estaban de paso como mercancía para su venta en otras tierras. En ocasiones sus nombres eran desconocidos o no constan en los registros, sirviendo de referencia el nombre de sus amos. En un asiento de 1670, se hace constar el entierro de un esclavo del capitán Pasqual de Almeida. O, poco después: un esclavito del alcalde Domingo López de la Cruz. Por cierto que a este personaje, que lo sitúa unos años antes Viera y Clavijo en Lanzarote, no figura en los listados conocidos de los alcaldes de Santa Cruz, por lo que habrá que insertarlo entre 1669 y 1681, llenándose así el vacío que había entre ambas fechas. De la mayor parte de los esclavos registrados no se indica su procedencia; los hay simplemente negros, o bozales, indios, quarterones, pardos, mulatos, morenos. Como puede verse, toda una gama de colores.

          A partir de la tercera década del XVIII se observa una drástica reducción en los enterramientos de esclavos y pronto las personas libres de color superan a las que tienen amo. Así, en 6 años, frente a sólo 18 esclavos registrados, se anotan 34 personas de color, entre negros, pardos y morenos, de los que ya se hace constar su condición de hombres o mujeres libres. Esta proporción continuará aumentando en las décadas siguientes, y muy  pronto se registrarán matrimonios entre parejas de color, que incluso otorgan testamento, lo que ya es señal de un cierto estado social.

          Desde los primeros tiempos se observa la vocación cosmopolita y el talante abierto de Santa Cruz. Aunque no es frecuente que se indique el lugar de nacimiento de los fallecidos, en algún caso se anota que el sujeto era vizcaíno, gomero o castellano, pero también se encuentran, desde el principio, genoveses, holandeses, franceses, portugueses, flamencos, ingleses. Incluso, a mediados de XVIII, aparece una mujer turca. A veces, en el afán de proporcionar datos sobre el fallecido, se encuentran  anotaciones curiosas, como cuando se nos dice: un francés que no se supo quién era ni de dónde, lo que no deja de ser revelador del alto grado de perspicacia del encargado del registro. Además, pocas personas conocen que en nuestra iglesia de la Concepción, aunque sea difícil imaginarlo, también tiene su tumba la realeza; así es: en 1698 recibe sepultura una mujer llamada Ignés, de la que se afirma que era la Reina de los Negros.

          Otro dato significativo es la utilización de apodos o alias, puesto que, muy probablemente, los sujetos eran más conocidos por ellos que por sus propios nombres, muchas veces ignorados. Como es natural siempre hay un Fulanito el Viejo o un Menganito el Mozo, abundando también los alusivos a deficiencias físicas, tales como la Tullidala Siega (sic), la Muda, la Gaga, el Cojo, el Tiñoso o la Corcobada. Pero los hay también con clara intencionalidad satírica, como en el caso de Bernabé Hernández, Rabo Alegre, o alguno tan sugerente como el de la viuda Águeda González, conocida como la Linda.

          En algún caso la identificación no sólo es imposible sino que resulta rotundamente trágico el intento de realizarla, como cuando se indica escuetamente: el hijo de un pobre. En otros queda constancia de la carencia total de bienes materiales, aunque se indique el nombre: Isabel Acosta... dejó el bien de su alma a su marido. La pobreza en que se desenvolvía aquella sociedad hace que sean raras las ocasiones en que se observa alguna muestra de piadosa prodigalidad, como en el caso de la viuda Isabel Sánchez, que dejó de ofrenda un almud de trigo y tres quartillos de bino (sic).

         También, en nuestro intento de conocer mejor a aquellos vecinos, podemos preguntarnos cuáles eran las principales causas de muerte, lo que no resulta difícil adivinar a la vista de la gran proporción de fallecimientos infantiles. Ante este hecho, y por otros indicios que se deducen de los asientos, sólo cabe una respuesta: el bajísimo nivel de vida. A ello habrá que añadir las epidemias y la deficiente alimentación. Concretamente, el índice de mortandad alcanza uno de sus máximos en torno al año 1680, en el que el hambre causó estragos como consecuencia de la sequía y de una devastadora plaga de langosta africana que destruyó la mayor parte de los recursos disponibles. Diez años después se alcanzó otro máximo, coincidiendo con una nueva hambruna y falta de subsistencias.

          Pero, además de por hambre y por enfermedad, también se podía morir en Santa Cruz con violencia y por accidente. En este último caso no es extraño que en un puerto de mar sean relativamente numerosos los ahogados. En 1679 un francés llamado Juan Patilla se ahogó en un navío que vino de Saint Malo. Posiblemente era el llamado “Nuestra Señora de los Ángeles”, del que al día siguiente se procedió al enterramiento del cirujano de a bordo y de dos marineros, todos ahogados. También Francisco Palenzuela y un esclavo del marqués de Torrehermosa se ahogaron en el hundimiento de una urca. Y no son los únicos.

          Otros, que estaban tal vez de paso, también morían violentamente. Así le ocurrió en 1677 a don Manuel de Rocabán, que mataron en el navío que vino de Indias llamado “La Trinidad” siendo su capitán don Juan de Villalobos. Por cierto que este tal Villalobos fue conocido en Santa Cruz por sus andanzas en el tráfico de esclavos y, posiblemente también, en el de armas. Era amigo y protegido de la máxima autoridad de las Islas, el general Gerónimo de Velasco, de triste recordación por sus arbitrariedades y abusos. En 1679, amparado por su protector, preparaba en Santa Cruz un navío para las Indias con una carga de esclavos negros. Por los mismos años, de paso para La Habana, dejó en el puerto para su venta cuatro cañones ingleses con su correspondiente munición. Los datos que nos aportan estos registros, revelan lo habitual que era entonces el tráfico de esclavos: en 1674 falleció, se dice,  un vizcaíno que vino en el navío de los negros de Juan de la Fuente y que murió en casa de Isabel la Muda, y en 1687, una negra de las que vinieron en la carabela de Juan Díaz Falcón.

          Por estos años encontramos la primera constancia de traslado de restos desde un anterior enterramiento. Fue en 1680, cuando se trasladaron los huesos del capitán Gaspar R. de Riverol del convento de Nuestra Señora de la Consolación a esta Santa Iglesia. Este capitán fue escribano público del lugar y mayordomo de la parroquia durante el tiempo que duraron las obras que se realizaron en aquellos años. Costeó la capilla del Evangelio, dedicada a San Bartolomé -donde fue sepultado-, y en unión de su esposa la dotó con una capellanía perpetua de mil ducados. Compró, por tres vidas, el comisariato del Santo Oficio en Santa Cruz, cargo enormemente apetecido por la influencia e inmunidad que le eran inherentes.

          Son años en los que Santa Cruz aún no ha iniciado el gran aumento poblacional que tuvo lugar a partir de mediados del XVIII, y se mantiene en torno a los 2.000 o 2.200 habitantes. En la primera década, al sufrir la primera invasión de fiebre amarilla de su historia, se registra en los primeros embates un espectacular aumento de la mortandad, especialmente infantil, situación que se prolongó varios años al seguir a esta epidemia otra de tabardillo o tifus exantemático. Además de por enfermedad, siguen anotándose otras muertes trágicas o violentas, como la del portugués Manuel González, marinero del buque “El Bobón”, al que mataron en la lancha de dicho navío, o la del viudo Domingo Jorge, que fue encontrado muerto en Las Cruces de los Llanos, en el camino que va a Candelaria.

          La epidemia de viruelas que Santa Cruz sufrió en los años 1719 y siguientes causó verdaderos estragos en la población y, sólo en la parroquia, el 75 por ciento de los enterramientos lo fueron de menores de 10 años. Por entonces se producen otras tragedias. Se contabiliza una muerte violenta por apuñalamiento y nada menos que seis ahogados. También se produjo un luctuoso accidente que costó la vida a cinco miembros de una familia: dos niños y una niña de entre 10 y 12 años de edad y dos adultos. Lo ocurrido se indica en una anotación marginal que dice: Perecieron en la desgracia de la pólvora que se estaba refinando en el Barranquillo, más allá de Nuestra Señora de Regla.

          Por otra parte, se continúa recurriendo a los apodos como complemento de identidad de las personas. Aparecen Juan de Morales, alias Golpazo, Juan García el Murgaña, el griego Juan Manuel el Marmelón, Juan de Sosa el Arrugas o el soldado Benito Ribero el Gofio. Algunos de estos motes, son bien peculiares, y a veces permiten identificar también o a sus parientes. Encontramos a un hijo de Joseph Falcón, casado con una de las Conejas; María Antonia del Rosario, la Paloma; Felipe Hernández, el Canillas; un tal Diego el Pediguelero; Pedro Escotos, alias Parrandana; Matheo de Acosta, Tira la Manga; Xhristobal de Arzola, el Limeta; Juan Martín, el Buey; Juan de los Reyes, más conocido como Zurrón de Amores; María del Carmen, la Tetitas; un hijo de Francisco el Cambullón; Juana la Gata; un hijo de Diego Camejo, alias Maraña; Pedro González, también el Cambullón; María Rodríguez, alias Sol de España; Mathias Gil, el Picado y muchos más. Llama la atención el apodo Cambullón, para muchos procedente del inglés y de más reciente implantación, planteamiento que habrá que revisar pues vemos que figura documentado desde 1716, por lo que es posible que tengan razón los que defienden el origen portugués del término.

          Son pocos los que otorgan testamento, fiel reflejo del bajo nivel social de la comunidad, pero en ocasiones se anotan las pertenencias que dejan los fallecidos. Así, se presenta el caso de Gaspar Funes, en 1715, cuando se dice que servía de “soldada” a Joseph de Flores, en cuyo poder quedaron 20 cabras y ropas pertenecientes al difunto. También puede quedar constancia de efectos dejados en pago del entierro, como en el caso de un hijo de Domingo Rodríguez, el Portugués, en 1724, en el que se hace constar: Está en poder del Sr. D. Rodrigo Logman una cuchara y un tenedor de plata en prenda de los gastos. Rodrigo Logman y su hermano Ignacio, fueron ilustres sacerdotes, con los que Santa Cruz aún está en deuda, en espera de un merecido homenaje, pues fueron auténticos benefactores, no sólo de la parroquia, sino de toda la comunidad. Ambos contribuyeron a varias obras de la iglesia, de las que sólo citaremos la capilla de Nuestra Señora del Carmen, y a ellos se debe la fundación del hospital de Nuestra Señora de los Desamparados y de su capilla, al otro lado del barranco de Santos. Ambos hermanos fallecieron en 1747, con apenas dos meses de diferencia, y fueron sepultados en la mencionada capilla del Carmen.

          El 20 de junio de 1720 se procede a sepultar a D. Juan Antonio Cevallos, Intendente General de estas Islas. No hay mucho que añadir a lo ya sabido sobre este personaje, que tan pocas simpatías despertó que acabó su vida en manos del populacho por causas no del todo aclaradas. La razón de fondo, sin duda, fue la animadversión hacia lo que era el natural cometido de su cargo, en menoscabo de la influencia de ciertos personajes, y la opinión generalizada de que el comercio marítimo se alejaba de la isla por su afán recaudatorio, aunque, seguramente, el intendente se limitaba a cumplir las reales instrucciones. La chispa que promovió el motín de tan trágicas consecuencias, no deja de parecer un tanto insólita, a la par que reveladora del sentir, o de una parcela de la mentalidad, de las clases más populares: la oposición del populacho a que fuera expuesta a la vergüenza pública una llamada -en boca de la esposa del Intendente- mujer ramera, o -según expresaría el Capitán General en su informe a la Corte- mujercilla libre, que había sido sorprendida por Cevallos yaciendo en su casa con uno de sus esclavos. El pueblo asumía que fuera castigado el esclavo, pero no la mujer, que era muy popular en el desembarcadero de la Caleta. El Capitán General sometió a juicio sumarísimo a los responsables de la muerte de Cevallos, y ajustició a doce de ellos, cuyos cadáveres quedaron expuestos en las troneras del castillo de San Cristóbal.

          En mayo de 1730 fue enterrado en el presbiterio del altar mayor el Iltmo. Sr. D. Felis de Barmui Zapata y Mendoza, Dignísimo Obispo de estas Islas, con vestiduras pontificales. Este prelado, siguiendo el ejemplo de sus predecesores, se había establecido en Santa Cruz desde 1726. No era de naturaleza muy saludable y tuvo problemas con el prepotente comandante general marqués de Valhermoso. Dícese que, habiéndole reclamado cierto clérigo que Valhermoso tenía arrestado en un castillo, recibió una contestación tan destemplada del comandante general, que al poco rato, alterado el ánimo mientras desayunaba, quedó muerto repentinamente.

          De estos personajes famosos mucho, o algo,  se sabe y se conoce, pero también hay otros de nuestros convecinos, de los que, en una época en que era mucha la pobreza y mayor la ignorancia, nada se sabe. Algunos, apenas pudieron estar entre nosotros, como lo evidencian las numerosas anotaciones en las que, por ejemplo, se dice: un niño que se halló en la iglesia; o que se halló en la calle. Hasta hay un caso de un recién nacido, en el que candorosamente se anota: Edad, un ratito. Otras veces conmueven las circunstancias de soledad y abandono que se adivinan detrás de un simple asiento, como cuando, al dejar constancia de un sepelio, se escribe: Un pobre, no se supo su nombre... Son muchas las ocasiones en que se señala la situación del finado con el calificativo de pobre, y alguna otra se añade al nombre una frase rotundamente trágica: No testó por no tener... Las dádivas y ofrendas son en verdad escasas, y son raras las muestras de prodigalidad, como en el caso de una moza del servicio de doña Catalina de Campos Cruzbeque, en el que se dice, la cual hizo convite. En alguna ocasión, se sabe el nombre, pero nada más, y el encargado del registro, en su afán de aportar algún dato aclaratorio, nos sume en mayor confusión. Por ejemplo, en 1765, murió casi repentinamente, se dice, María Francisca Encarnación, de 19 años, de quien se anota que –y lo cito literalmente- no se sabe de sus padres ni si los tuvo.

          Ya Santa Cruz ronda los 6.000 habitantes, y los apodos van siendo menos frecuentes, al ir prevaleciendo la identificación por los patronímicos. No obstante, aún se encuentran algunos ejemplos, como es el caso de Bicente (sic) Punto Fixo,  la viuda pobre María Lomitos, Domingo Sanabia, de color pardo y casado, alias Trigo Pelado, de Juan Núñez, el Alfiler, hijo de Silvestre al que llamaban Garapiña, Domingo Pérez Manrique, Come Carne, o Bernardo Cascarilla Pie de Plata, que se encontró muerto en la Caleta. También hay que citar a María Francisca Viera, llamada la Colorada, que, de acuerdo con su apodo, murió, según se anota, del ahogo que padecía.

          En un puerto de mar de accidentada topografía surcada por barrancos y con abundante acantilados, no es extraño que se den, además de ahogados, muertes por desriscamiento. Hay desriscados en San Andrés, Paso Alto, Almeida y Bufadero, y ahogados en todo el litoral, incluso en el Charco de la Casona. En ocasiones son varios en las mismas fechas, como en 1740 cuando  aparece ahogado un hombre que echó el mar más allá de San Telmo, se piensa ser de la escuadra que entró ayer, y otro, D. Salvador Sepúlveda, alférez de la Real Armada, con destino en el navío nombrado “Assia”, capitana de la escuadra del mando de D. Joseph Pissarro. En días sucesivos se enterraron también a otros tres tripulantes de la mencionada escuadra. Don José Pizarro, ilustre marino español, al estallar la guerra con Gran Bretaña se le confió el mando de esta escuadra, que debía ir en seguimiento de otra que los ingleses habían enviado contra las posesiones españolas en el mar del Sur. Ambas armadas fueron presa de los elementos, perdiéndose los navíos españoles en las costas del Brasil, Río de la Plata y Cabo de Hornos. Sólo nuestro conocido “Asia” pudo volver a España a los cinco años de su salida. Pocos días después del paso de esta escuadra falleció D. Francisco José Emparán, Capitan General y Presidente de la Real Audiencia, que fue sepultado en el presbiterio, al lado de la Epístola. Anciano y de poco carácter, de él dice Viera y Clavijo con su crítica pluma, que “mandó cinco años la provincia con una mansedumbre que pudiera pasar por indolencia”.

          En 1740 se produce el primer enterramiento en la capilla de la familia Carta, dedicada a San Matías, inmediata a la sacristía, en la que se hace constar que se guarda el Jueves Santo al Señor por si hubiera algún enfermo que sacramentar. Se trataba de Andrés de Carta, clérigo presbítero, y en el registro se aclara que era el sepulcro que tienen sus padres. Tres años después es enterrado en la misma capilla su constructor y patrono, el capitán de Milicias D. Matías Rodríguez Carta. Natural de Santa Cruz de La Palma y dedicado desde muy joven al comercio con América, hizo una cuantiosa fortuna y entre sus donaciones a la iglesia se encuentra su magnífico púlpito. Su hijo, Matías Bernardo Rodríguez Carta y Domínguez, sería el primer alcalde de Santa Cruz elegido por los vecinos. Murió en 1775 y también fue enterrado en la mencionada capilla con los hábitos de San Francisco, Santo Domingo y San Agustín. En la década de los cuarenta había causado gran mortandad una fuerte epidemia de viruelas, cuyos efectos se prolongaron varios años. Fueron muchos los fallecidos, como un niño de 3 años de la familia Carta, cuyo traslado tuvo que realizarse de forma tan insólita en aquellos tiempos, que a dejar constancia de ello se sintió obligado el escribiente, al decir: Lo trajeron hasta la puerta de la iglesia en coche, por lo que llovía. También la viuda del ya citado Matías Rodríguez Carta falleció en esta epidemia en su casa de Valle Guerra, y sus restos fueron trasladados a la parroquia.

          En ocasiones, tal vez, la muerte fuera una liberación, como en el caso de Marcos Xhristóbal Guillén de Castro, de 13 años, de quien se dice que era simple de naturaleza y nunca habló ni anduvo. Otras veces, a las tristes circunstancias del óbito hay que añadir un especial sentimiento de frustración, como ocurrió en 1753 con Matheo Luis Gutiérrez, que liberado después de muchos años cautivo en Argel, llegó de Cádiz y murió a los pocos días. También hay que dejar constancia de la primera víctima de accidente de circulación en Santa Cruz; al menos la primera que se encuentra documentada: en 1752 se da sepultura a la niña Anna Raphaela Betancur Camillón, que murió por ser atropellada por un carro. Las circunstancias del suceso tuvieron tal resonancia que hasta el regidor lagunero José de Ancheta lo recoge en su Diario: por él sabemos que el carro era de Manuel Álvarez y que la niña se le adelantó al hombre que iba con ella y nada pudo hacer por evitar el atropello.

          En 1761 es enterrado Antonio Quijada, de color negro, esclavo que fue -se dice- del Theniente General de Tropas D. Antonio Benavides, quien le había dado la libertad. Pues bien, el año siguiente, el 10 de enero, se entierra a la entrada de la puerta principal a su antiguo amo, de 83 años de edad. Este ilustre militar, hijo de la villa tinerfeña de La Matanza, se distinguió en la Guerra de Sucesión, en la que se dice que salvó la vida del rey Felipe V en la batalla de Villaviciosa, por lo que fue ascendido a coronel. Fue nombrado gobernador y capitán general de San Agustín de Florida, donde alcanzó brillantes éxitos en la pacificación y administración de aquellos territorios, luego gobernador y corregidor de Veracruz, y, más tarde, gobernador y capitán general de Yucatán. De regreso a España rehusó la Capitanía General de Canarias con la que el rey quiso recompensar sus servicios, pidiendo poder retirarse a Tenerife a pasar la última etapa de su vida. Así lo hizo, recluyéndose en el Hospital de los Desamparados, al que favoreció con sus donativos, y donde falleció prácticamente con lo puesto, después de repartir cuanto tenía con los pobres.

          El siguiente mes de febrero falleció el importante personaje D. Roberto de La Hanty, coronel de forasteros, familiar del Santo Oficio, castellano del castillo principal de este Puerto y regidor de esta Isla, que a los 52 años recibió sepultura en la capilla del Carmen, amortajado con uniforme militar, hábito de Santo Domingo y hábito de San Francisco. Se sabe que al morir dejó 18 casas de su propiedad, 12 de ellas en Santa Cruz.

          También se encuentra en la iglesia el sepulcro de D. Alonso Chirino Sandóval y Rojas, V marqués de la Fuente de las Palmas, enterrado el 30 de noviembre de 1795. Había sido el último alcaide del castillo de San Cristóbal nombrado por el Cabildo de Tenerife. Su hijo, Domingo Chirino Soler, VI de su título, se distinguió en la defensa de Tenerife frente a los ingleses, a las órdenes del general Gutiérrez.

          De los 41 asientos registrados en 1797, 21 corresponden a caídos en la defensa de Tenerife frente al intento de invasión de las tropas mandadas por Nelson. Son el subteniente  Rafael Fernández Bignoni, doce soldados o milicianos, seis paisanos y dos franceses tripulantes de “La Mutine” que lucharon junto a los españoles. Dieciocho de ellos fueron enterrados en el mismo día 25 de julio, al finalizar la lucha, uno el día 28, uno de los franceses el 31 y un miliciano el 4 de agosto, por haber fallecido más tarde a consecuencia de las heridas. Los muertos como consecuencia de la batalla fueron 24, por lo que faltan tres que no figuran censados en la parroquia: el teniente coronel D. Juan Bautista de Castro y Ayala, que fue enterrado en La Laguna con toda clase de honores; el artillero Vicente Talavera, que murió en la torre de San Andrés por la explosión de una pieza de artillería y que recibió sepultura en la iglesia de aquel barrio; y el soldado de cazadores del Regimiento de La Orotava Salvador Rodríguez Mallorquín, muerto a los pocos meses a resultas de las heridas sufridas y sepultado en la iglesia de San Juan de aquella villa.

          Dos años después, el 15 de mayo de 1799, se celebra el sepelio del máximo responsable de aquella defensa, el Excmo. Sr. D. Antonio Gutiérrez de Otero y Santayana González, Teniente General de los Reales Ejércitos, Gobernador y Comandante General de estas Islas Canarias, inspector de su tropa reglada y milicias, Presidente de la Reral Audiencia, etc. Sus restos yacen en la capilla de Santiago. Otros dos importantes protagonistas de la Gesta también descansan en la iglesia de la Concepción: en 1801, el capitán de Infantería D. Juan Creagh Gabriut, que había sido secretario ayudante de Inspección, por lo que permaneció junto al general Gutiérrez en los acontecimientos de julio del 97; el otro, en 1807, el teniente coronel y capitán de granaderos D. Juan Guinter Fersterin, cuya heroica actuación en la madrugada del 24 al 25 de julio al mando del Batallón de Infantería de Canarias, fue decisiva en la persecución de las fuerzas inglesas por las calles de Santa Cruz y su posterior rendición.

          En 1810, como dijimos al principio, se da fin a los habituales enterramientos en la iglesia al comenzar a utilizarse el cementerio de San Rafael y San Roque. Uno de los últimos registrados corresponde a la víctima de otro accidente de tráfico: Bárbara de la Cruz, viuda, de 60 años, de la que se anota que murió atropellada por un carro que conducía un cañón, y se añade, repentinamente.

        No obstante, en tiempos mucho más recientes, todavía hay que hacer mención de dos importantes personajes sepultados en la Concepción. En 1923 fueron trasladados desde Madrid los restos mortales del insigne compositor tinerfeño Teobaldo Power, que había fallecido en 1884 a la edad de 36 años, y que el día 25 de mayo recibieron definitiva sepultura en la capilla de Santiago. Por último, más recientemente, el 25 de julio de 1985, se entierra al ilustre y venerado sacerdote Luis María Eguiraun, Medalla de Plata de la Ciudad e Hijo Adoptivo de la misma, después de más de medio siglo de fecunda labor pastoral en Santa Cruz de Tenerife. Sus restos descansan en la capilla del Sagrado Corazón.

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          Ha sido un somero y apresurado repaso en el que hemos visto quiénes fueron algunos de los primeros vecinos de Santa Cruz, a qué se dedicaban, cómo eran conocidos y, en muchos casos, cómo vivieron y cómo murieron. Luego, buceando entre casos curiosos, nos hemos detenido también en algunos de los personajes más conocidos, cuyos restos descansan bajo el pavimento de nuestro más antiguo templo, nuestra iglesia principal. Todo ello lo conocemos gracias a la conservación de un fondo documental, del que puede decirse que hemos tenido la fortuna de que haya llegado hasta nosotros, gracias también al desvelo de unos párrocos responsables. Y lo mismo puede decirse de todas las demás iglesias parroquiales. Es el más importante fondo documental relativo a nuestra historia común.

          ¿Qué podemos hacer con tan inapreciable tesoro? O, más bien, ¿qué se ha hecho hasta ahora? Puedo dar testimonio de que, en muchos casos, en algunas parroquias, este tesoro se encuentra en unas condiciones que no son las adecuadas. Y no son culpables de ello los encargados de su custodia, que, generalmente, demasiado hacen con los escasos recursos de que disponen. Pienso que, al encontrarse en dependencias relacionadas con el culto religioso, en muchos casos la mano divina ha hecho posible su preservación. Pero la responsabilidad de que las condiciones sean idóneas trasciende el ámbito físico en que se encuentran depositados y a sus más directos celadores. La responsabilidad es de todos y, atañe, principalmente, no sólo a la autoridad eclesiástica, sino también a los representantes que hemos elegido para que se ocupen de nuestras cosas. Ellos tienen la palabra y los medios necesarios. Sólo falta la voluntad.

          Entretanto, agradezcamos al Cabildo Insular de Tenerife la edición de esta obra, que ya será  imprescindible fuente para el estudio de nuestra historia, y a su autor don José Miguel Sanz de Magallanes, que cuenta con toda mi admiración por su increíble trabajo, ayuda inapreciable para cuantos sientan curiosidad por nuestro pasado. A ellos, repito, el más sincero agradecimiento y, por supuesto, también a todos ustedes por su paciencia y amable atención.

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