La cuna de un Casino

Apuntes del Santa Cruz decimonónico

Por Luis Cola Benítez  (Pronunciada en el Casino de Tenerife, Santa Cruz de Tenerife, el 21 de noviembre de 2000)

 
           Todos hemos nacido en alguna parte, en algún lugar determinado. Pero el lugar de nacimiento pocas veces marca el destino del nuevo ser. Los hay nacidos en fastuosos palacios y que luego llegan a vivir sumergidos en la miseria, y me refiero tanto a la miseria material como a la espiritual. Por el contrario, los hay que nacen en la más humilde cuna y, por los vaivenes del destino o por su propio esfuerzo, alcanzan luego las más altas cotas de prestigio y de reconocimiento social. Si así sucede con el ser humano, lo mismo ocurre con todo aquello que se debe a su acción, por lo que toda creación suya tiene también vida propia desde el momento mismo en que nace. Y este Casino de Tenerife, que cumple la friolera de ciento sesenta años de vida y sigue tan campante, entidad pionera entre las de su clase y que ha llegado por sus propios méritos a ser buque insignia de nuestra vida social, nació en humilde cuna, y ha vivido con intensidad la evolución de nuestra ciudad como parte integrante de la misma. Y en el transcurso del tiempo, muchos de los hombres, muchos de los nombres, que más lustre le han dado y que han nutrido su nómina de socios, han sido, también, grandes patricios de Tenerife que, ocupando puestos de responsabilidad pública, colaboraron en distintas épocas a la formación y engrandecimiento de Santa Cruz de Tenerife.

           Se me ha pedido que hable de esta ciudad, de cómo era hacia el año 1840, fecha de nacimiento de esta sociedad, y de cómo vivían sus habitantes, y para ello será necesario acercarnos a fuentes de información, locales y foráneas, que nos ayuden a bosquejar el ambiente urbano y social de Santa Cruz. Pero, además, creo que puede ayudar a completar el cuadro detenernos en la obra pública realizada por esos hombres a los que me he referido y que fueron aquel año fundadores o primeros socios de lo que en principio se denominó “Gabinete de Lectura y Recreo”. Sea ello mi modesto homenaje a ellos, a la entidad, y a la ciudad de sus amores -y de los nuestros- que les vio nacer como hombres públicos y les acogía.

           Por si fuera poco el reflejo que hasta aquí llegaba de las turbulencias políticas que conmocionaban la Península, Canarias toda vivió la primera mitad del pasado siglo inmersa en una profunda crisis. En lo que respecta a la villa y puerto de Santa Cruz las dificultades se acrecentaban, además, si consideramos el hecho de que, al haberse emancipado en 1803 del Ayuntamiento de La Laguna sin disponer de fondos, tributos, ni bienes propios, en las arcas del bisoño municipio sólo podían contabilizarse las telarañas. Prácticamente todo, desde las escasas iniciativas que se planteaban, hasta gran parte de las necesidades que había que cubrir, si alguna vez lograban realizarse era a costa de colectas públicas o del desprendimiento de muchos de aquellos buenos patriotas que ponían su bolsillo a disposición del bien común. A las sequías y malas cosechas con las que comenzó el siglo hubo que sumar la crisis vinícola, iniciada a partir de 1815, y que ya anunciaba la ruina de la vid. Era  la más importante producción, que sustentaba el más floreciente comercio de exportación, hasta que a mediados de siglo la plaga del “oidium” acabó con los cultivos. La única inyección revitalizadora de la economía, aunque de efecto bastante fugaz, consistió, hacia los años cuarenta y cincuenta, en el auge del cultivo de la cochinilla, que había sido introducida desde Méjico, vía Cádiz, hacia 1820.

           Pocos años antes del nacimiento de este casino, en 1834, –y me permito llamar la atención de ustedes sobre lo certero de sus palabras- decía Francisco Mª. de León:                    

                    "Decaido el precio de los vinos único artículo de exportación; paralizado el comercio de América y dejando de circular por consiguiente el dinero que nos retornaban aquellos países, las islas Canarias han sido víctimas del comercio que haciéndose sólo a cambio de dinero hace inclinar la balanza a favor del extranjero con menoscabo real de la riqueza que sale, y en cuyo cambio entran sólo artículos, bien de puro lujo y de ninguna necesidad, bien que se consumen por el uso y que dejan pronto de existir y de representar un valor."

           Parece muy difícil mejorar  esta  descripción  de  una  sociedad  consumista y dependiente como la nuestra –descripción que en algunos aspectos continúa siendo válida-, a la vez que nos aporta una estampa cabal de su crítica situación económica.

           El Santa Cruz de 1840, con unas 8.000 almas, poco difería de aquel otro que no llegó a pisar Nelson cuarenta y tres años antes. Si nos fijamos en los planos de la población de la época, pocos cambios se pueden apreciar. Casi, casi, puede decirse que la actuación urbana de mayor importancia llevada a cabo había sido, hacia 1813, el traslado de la primera fuente pública que tuvo la población, la famosa Pila que había dado nombre a la plaza de la Candelaria, desde el centro de la misma hasta las inmediaciones del castillo de San Cristóbal. Más tarde, en 1837, y también en relación con el suministro de agua a la población, a iniciativa del general Morales se construyó nueva canalización de las aguas de Monte Aguirre y sus inmediaciones hasta el barrio del Cabo. El año siguiente se inauguró con gran pompa y solemnidad –música, banderas, salvas-, la llamada Fuente de Morales, lo que ocasionó un puntilloso  incidente entre la corporación que había decidido su realización –que ya no estaba en el consistorio- y la que le había sucedido, que pretendía anotarse todo el mérito. Al final, salomónicamente, se encontró la fórmula de consenso haciendo constar la fecha, "Año 1837", y, a continuación, "Dedicada en 1838". Así se contentaba a todos. En el frontis de la fuente, un anónimo vate quiso dejar la huella de su profundo e inspirado numen con una cartela que decía: "Dedica Santa Cruz con celo ardiente / a tu nombre, Morales, esta fuente". Y se quedó tan fresco y desahogado. Por cierto, que se trató de adornar su entorno con la plantación de unos pequeños arbolitos, que duraron exactamente lo que tardaron en escaparse los cerdos que se criaban en la cercana huerta del Hospital civil, que acabaron con los tiernos esquejes.

           ¿Qué más tenía Santa Cruz por aquellos años? O mejor sería preguntar, ¿qué no tenía? El casco urbano apenas rebasaba por el Sur la ermita de San Telmo y, por el Norte, la calle de San Martín; ladera arriba, apenas unas contadas casas desperdigadas por encima  de la calle de San Roque, actual de Suárez Guerra. Más arriba, en las afueras y en medio  de un  descampado junto al polvoriento camino a La Laguna –hoy Rambla de Pulido-, el  Hospital  militar construido  por el marqués de Tabalosos -donde hoy se levanta el edificio de Capitanía-, y el cuartel de San Miguel, en una vieja casona alquilada a los González de Mesa. Ambas construcciones eran las más occidentales de la población. También, hacia el Sur, el cementerio de San Rafael y San Roque, construido hacia 1811, quedaba lejos y apartado de las últimas casas. Además, dentro del perímetro que a groso modo he señalado, todo no estaba edificado, ni mucho menos, puesto que la mayor parte de las casas disponían de huertas y jardines, que en algunos casos eran casi auténticas fincas agrícolas donde hasta se criaban animales de granja. No existía la plaza de Weyler, pues allí solo había eriales, ni el teatro, ni la recova, ni la plaza del Príncipe, casi ni el muelle –que seguía siendo el mismo pequeño espigón de cuando el ataque de Nelson-, ni la carretera a San Andrés –que apenas era una pésima vereda que se cortaba en varios tramos cuando subía la marea-, ni la de La Laguna –que sólo era un pedregoso camino casi intransitable en invierno-, ni la Marquesina, ni la Farola del Mar...... ¿Puede alguien imaginarse un Santa Cruz sin Farola del Mar? Menos mal que teníamos la Alameda del Muelle o de Branciforte y hasta existía ya la llamada plaza del Patriotismo, que tendría mucho de patriota pero muy poco de plaza, pues la atravesaba el barranquillo de los Frailes, que hoy discurre bajo la calle de Ruiz de Padrón. Por esta mal llamada plaza no se podía acceder todavía directamente al barrio del Toscal, puesto que la calle de La Rosa estaba taponada por viejas casuchas.

           En cuanto al alumbrado público, en principio sólo lo había en la Alameda de Branciforte -que era el único paseo arbolado de la población-, y no porque a las buenas gentes de Santa Cruz les agradaran las tinieblas. Desde 1828 se había pensado iluminar también la plaza de la Candelaria, pero cada vez que se presupuestaba el proyecto los ediles quedaban perplejos ante la cuantía del mismo y había que retrasar su ejecución. Por fín, en 1834, se instalaron en la plaza diez farolas que, con un gasto anual de 30 botijas de aceite, debían encenderse las 241 noches sin luna, puesto que todo ahorro era poco. Todo, incluido el salario del farolero, iba a costar cerca de mil reales al año, que se acordó pagar de la renta del agua. Como dice nuestro imprescindible Cioranescu, fue quizá la primera vez que el fuego se mantuvo gracias al agua. Poco después, los vecinos de la plaza de San Francisco quisieron incorporar esta mejora en su barrio y, dada la carencia de fondos municipales, decidieron hacerlo por su cuenta. Comenzaron por pedir al ayuntamiento una aportación de 160 reales, no como ayuntamiento, sino como un vecino más, ya que las salas consistoriales daban a la plaza. Como la corporación no contaba con presupuesto para esto –en realidad para nada-, se acudió a los concejales, y entre los señores presentes se reunió la enunciada cantidad, según reza un acuerdo de 1839. El ayuntamiento, que desde su creación en 1803 carecía de casa propia y se reunía en la del alcalde, en la de algún concejal o en algún local alquilado que pagaban los propios ediles, después de la desamortización ocupaba, desde 1837, las dependencias del antiguo convento de San Francisco.

           Poco a poco vamos bosquejando cómo era el Santa Cruz de entonces, que en esta ocasión podríamos calificar como “el que no llegó a pisar” el gran naturalista Charles Darwin, a quien, pocos años antes, se le había vedado desembarcar del bergantín Beagle por razones de cuarentena, cuando realizaba su famoso viaje de exploración científica. Y, hablando de barcos, los fundadores de este Casino fueron afortunados testigos de un acontecimiento extraordinario en la vida de nuestro puerto, cuando el 7 de enero de 1837 arribó el primer buque de vapor que a sus aguas llegaba, el barco de ruedas Atalanta, de bandera británica, que se dirigía a la India procedente de Falmouth. Tomó 100 toneladas de carbón y el día 12 continuó su ruta, envuelto en el penacho de humo de su chimenea y ayudado por las velas de su aparejo. Las calderas que alimentaban sus dos máquinas de 220 HP consumían 15 toneladas de carbón diarias, y desarrollaban una velocidad de 7 nudos en régimen normal de marcha. Con razón había dicho Alejandro von Humboldt que el puerto de Santa Cruz podía ser considerado como un gran parador, situado en el camino de América y la India. Y así era, en efecto, como lo atestiguan muchos de los viajeros que nos visitaban.

           Uno de ellos, por aquellos años, fue el médico William Wilde, padre del famoso escritor Oscar Wilde, a quien Santa Cruz le parece al llegar una ciudad limpia, cuidadosamente enjalbegada de blanco, aunque su entorno lo ve, en una primera impresión desde el mar, estéril y yermo. Le llama la atención la abundancia de camellos usados como bestias de carga, y la curiosa forma de embarcar los barriles de vino: unos fornidos trabajadores semidesnudos los echaban al mar desde la playa de la Alameda y los llevaban flotando hasta su embarque. Escribe que la gente de Tenerife, especialmente la de Santa Cruz, es bien parecida. Los hombres son de una especie hermosa y robusta. Y, decididamente, las mujeres, "las más guapas que había visto" -dice- "desde que abandoné Inglaterra"... "Las muchachas campesinas..." -añade- "generalmente son altas y maravillosamente formadas, poseyendo toda la elegancia española combinada con la atracción personal inglesa...; los hombres van envueltos en una capa singular, que, ni más ni menos, es una buena manta, con una cinta en lo alto para atársela al cuello... De esta clase fue sin duda el “cothamore” llevado por el antiguo irlandés..." Resulta muy curiosa esta última observación. Si, como es sabido, la auténtica manta tradicional canaria es de lana inglesa, será interesante ahondar en una posible relación de origen entre ésta y la antigua prenda irlandesa a la que se refiere Wilde. No hay que perder de vista la gran afluencia de irlandeses a Canarias durante el siglo XVIII, especialmente en su primera mitad.

          Se aventura en solitario por  los alrededores de Santa Cruz y asciende y se adentra por los barrancos cercanos –posiblemente Tahodio-, cuyo grandioso paisaje le impresiona. Lo agreste de las montañas y la paz en soledad que allí se respira, le hacen decir que es el sitio ideal para el que guste de...

                    "Meditar sentado en las rocas, / más arriba del flujo y reflujo del mar. / Buscar lentamente el paisaje umbroso del bosque / donde moran las cosas que escapan al dominio del hombre / y donde el pie humano jamás o casi nunca ha estado. / Ascender la inaccesible montaña virgen / con el rebaño salvaje que no necesita redil, / solo, contemplando espumosas cascadas salvajes. / Esto no es soledad... es conversar / con el encanto de la naturaleza / y contemplar sus tesoros desplegados."

          No cabe duda de que es la romántica expresión de un hombre amante de la naturaleza y especialmente sensible, cualidad que heredó con creces su hijo Oscar.

           Unos años más tarde, otros viajeros nos hablan también de la manta canaria, cuyo uso encuentran insólito en nuestro clima. "A pesar del sol africano que estaba cayendo sobre nosotros" –comenta el Rev. Thomas Debary- "la parte de la comunidad con aspecto más respetable tenía puesta largas capas de paño. Muchos llevaban la manta corriente Witney colgada sobre sus hombros..". Y añade, llegando a una singular conclusión personal, "llevar manta es sólo parte de su orgullo nacional; un español tiene que tener cualquier tipo de capa y los que no se la pueden comprar de paño, tienen sus mantas." 

           El mismo autor habla de Santa Cruz como de la ciudad mejor construida de la provincia, de sus casas blancas y de sus peculiares ventanas de postigo de apertura vertical, lo que le da pie para, como hacen todos en general, referirse a la belleza de las santacruceras. "El misterio que rodea a estos postigos" –dice-, "naturalmente lo proporcionan las señoras de la ciudad, que son extraordinariamente guapas, con un poderoso medio de coqueteo. Al pasar por estas casas un extranjero se siente situado ante una perfecta batería. Un postigo se levanta, una cara lanza una mirada al extraño, y cuando la curiosidad ha sido satisfecha, el postigo se cierra de nuevo y la casa parece tan hermética como un convento... Decididamente las señoras de Santa Cruz son hermosas; el cabello negro como el azabache, la tez aceitunada y los ojos brillantes y expresivos."

           Más tarde, también al viajero belga Leclercq le seducirán las mujeres chicharreras. Elogia los jardines del paseo de la plaza del Príncipe, que ya existía cuando él nos visitó, y añade: "Pero aún más encantador que el paseo son las paseantes que vienen a lucirse aquí cada tarde... ¡Qué prestancia, qué cimbreantes talles, qué espléndidas cabelleras de criollas! Bajo este bendito cielo, se pasean escotadas, con los brazos desnudos como en traje de baile. En su coqueta manera de llevar la mantilla sobre la peineta de carey y, sobre todo, en el complicado arte del manejo del abanico, hay todo un arsenal de seducciones capaces de fundir las nieves del Pico de Tenerife..." Sobrada razón tenían estos viajeros decimonónicos y, sin sentir la necesidad de dejarnos llevar por su inevitable y lógico entusiasmo después de muchos días de tediosa navegación, reconozcamos lo afortunados que somos los hombres que aquí vivimos.

           El elogio a la mujer canaria en general, y tinerfeña en particular, no sólo se encuentra en las opiniones de los caballeros que aquí llegaban. También impresiona su elegancia y su “saber estar” a las viajeras, como es el caso de la pintora británica Marianne North, cuando comenta: "Las señoras coquetean con sus abanicos, mientras van ataviadas con sus mantillas y una flor pende de su cabello. Verdaderamente se comportaban como unas perfectas damas, aunque no poseían otra educación que la que habían recibido en algún convento."

           En 1840, cuando aún no existía la plaza del Príncipe, Santa Cruz contaba desde dos años antes con otro paseo bien peculiar, pero de no muy larga vida: el creado por el marqués de la Concordia. Este comandante general y jefe superior político, había tomado a su cargo la reconstrucción de los muros de contención del barranco de Santos, más arriba de la iglesia de la Concepción, donde  quedó configurada una explanada que quiso acondicionar como paseo público. Según Dugour, primer cronista de la ciudad, medía 145 metros de largo por 20 de ancho y estaba plantado de moreras y acacias, de las que al poco tiempo apenas quedaban vestigios, -sin que en esta ocasión se sepa que intervinieran los cerdos-. La sociedad santacrucera agradeció al general su aportación, pero el lugar, apartado e inhóspito, no gozó del favor de las damas y caballeros, que continuaron prefiriendo la Alameda de Branciforte. Con el paso del tiempo el paseo de la “vera del barranco” terminó por desaparecer y el primer intento serio de embellecimiento del entorno de nuestro principal barranco terminaría, con el transcurso de los años, lamentablemente destinado a depósitos de guano.

          Al marqués de la Concordia le sustituyó, el mismo año en que se creó el Casino, el mariscal de campo Antonio Moreno Zaldariaga. Tomó parte activa en los ecos canarios de los sucesos desencadenados en la Península por el pronunciamiento del duque de la Victoria, encabezó la Junta de gobierno formada en Tenerife en este mismo año 40 y, como solía ocurrir, tuvo que enfrentarse a la también formada en Las Palmas, con el famoso pleito por la capitalidad de por medio. Tampoco en esta ocasión, como ha sido habitual, la sangre llegó al río. Pero ya desde el año anterior, cuando en las elecciones de diputados a Cortes del mes de abril había vencido el partido de Canaria, no pasó nada; pero cuando en las de octubre del mismo año venció el partido de Tenerife, Las Palmas se apresuró a pedir, por primera vez, la división provincial. Y dice el prestigioso historiador Marcos Guimerá Peraza, con su visión de certero analista de nuestro siglo XIX: "La idea divisionista, pues, aparece ya de una manera clara en este año de 1839, como sucesora de la idea de capitalidad". Pero dejemos la política a un lado y sigamos esbozando el Santa Cruz de aquellos años.

          Si no existían aún sociedades recreativas en Santa Cruz ¿cómo se divertían sus habitantes? Pues, principalmente, aparte de las fiestas oficiales y los carnavales, en las fiestas de los barrios, algunas de gran fama y tronío, en las que se volcaba toda la población. Una de las más antiguas y sonada parece ser la del Pilar, desde que en 1774 se creó la iglesia que vino a cambiar el nombre de aquella calle, antes conocida como calle del Corazón de Jesús. A mediados del siglo XIX esta fiesta estaba en auge. La pequeña plaza se adornaba profusamente con arcos, ramas, banderas, farolillos, ventorrillos, y allí concurría el todo Santa Cruz, desde las más distinguidas señoras y señoritas que cubrían su rostro con la mantilla, las célebres “tapadas”, y que entre sus pliegues dejaban entrever sus lindos ojos, según a quién, hasta las capas más populares de la sociedad, pasando por los apuestos jóvenes embozados, auténticos chulapones, que contribuían al juego del galanteo con su proceder incógnito ante aquellas mismas damas. Eran también muy concurridas y populares las fiestas de San Telmo, la de Regla y la de las Cruces de los Llanos, así como la de la Cruz de San Agustín, en la Marina alta, y la de San Juan, en el muelle, con farolillos, baile y paseo. La del Santo Cristo de Paso Alto, que entonces se celebraba dentro y fuera de la fortaleza, y a la que era habitual concurrir en una auténtica romería, dado lo apartado del lugar. Por último, las fiestas de Santiago y, sobre todo, las de la Cruz de Mayo, en la ermita de San Telmo, de gran esplendor y participación popular.

          Si de fiestas no estábamos del todo mal, no ocurría lo mismo con las manifesta-ciones culturales, ni podía pretenderse otra cosa en una comunidad que, desgracia-damente, alcanzaba el ochenta por ciento de analfabetos. Si exceptuamos las clases dirigentes, la burguesía comercial, los funcionarios y profesionales liberales, la mayor parte de la población no sólo vivía ajena a este tipo de inquietudes, sino que, aunque deseara mejorar su nivel, no contaba con medios para ello. Durante la primera mitad del siglo hubo algunos intentos de establecer escuelas, pero los resultados fueron mínimos y la continuidad prácticamente nula. Si alguna se sostuvo fue por puro milagro, pues ni los maestros cobraban sus haberes, ni había asignaciones para material y alquileres. No obstante, La Laguna lucía su flamante Universidad, que un año antes de la fundación de este Casino contaba con cátedras de humanidades, filosofía, derecho civil y canónico y teología, a cargo de treinta y siete doctores que trataban de inculcar estas materias a ciento dieciséis  alumnos  matriculados.  Si  estos datos de Agustín Millares son exactos –y no hay motivos para dudarlo-, ante la actual masificación de las aulas, sorprende comprobar que tocaban a poco más de tres alumnos y medio por profesor.

          El Ayuntamiento de Santa Cruz, poco podía hacer para atender a la instrucción y mejoras de la población. Desde su nacimiento en 1803, se hacía buenamente lo que se podía, de acuerdo con los mínimos recursos con los que se contaba. En realidad no había presupuesto, siendo el primero que se conoce –más bien una relación de gastos- del año 1820. El primero al que se le puede dar tal nombre es, precisamente, de 1840 y alcanzaba el desmesurado montante de 73.466 reales. La mayor parte, como siempre, se la llevaba el gasto de personal: un secretario, un oficial primero, un escribiente, un portero, un clarinetero, un médico, un cirujano sangrador, un fiel de la carnicería, un almotacén, un recovero, dos celadores de montes y dos fontaneros. El resto se repartía de la siguiente forma: 3.320 reales para cuidado de la Alameda y alumbrado de la plaza; 1.800 para las funciones de la Cruz y de Santiago; 1.271 para manutención de presos pobres y 802 para el alquiler de la cárcel. Y no había más tela que cortar.

          Tenía razón Dugour al afirmar que los primeros responsables de los asuntos públicos de Santa Cruz eran hombres prácticos más bien que políticos. Eran hombres que no atendían a ideologías, aunque cada uno de ellos la tuviera, sino que llegaban a los poco apetecibles cargos dispuestos a trabajar con los casi nulos recursos de que disponían, con la única intención de procurar “hacer cosas” para atender las necesidades de sus conciudadanos. Y la verdad es que eran tantos y tan graves los problemas, que poco tiempo podían dedicar a andarse por las ramas de la política, más aún si pensamos que tenían que atender también a sus negocios o profesiones, por simples razones de supervivencia.

          Una manifestación cultural de gran arraigo en Santa Cruz ha sido siempre el teatro, del que, por cierto, hace tiempo que nos sentimos bastante huérfanos. Desde el siglo XVIII se organizaban representaciones en salones particulares y, ya en el XIX, se llegó a disponer de un pequeño salón en la calle del Tigre, actual de Villalba Hervás, que carecía de las mínimas condiciones. En 1833 se decide la construcción de un teatro de nueva planta, al que aún antes de que existiera se le bautizó con el pomposo nombre de Teatro Isabel II. Dicho teatro, cuyas obras incluso se iniciaron, estaba situado en un solar propiedad del comandante de Marina Joaquín Villalba, que, miren ustedes qué casualidad, estaba emplazado exactamente donde nos encontramos. El proyecto era pura utopía, inalcanzable para aquel Santa Cruz lleno de carencias. Se realizaron aportaciones y colectas, se suscribieron acciones por parte de algunos ilusos y hasta se solicitó ayuda a Madrid, que, naturalmente, obtuvo el silencio por respuesta. Las obras iniciadas se paralizaron, y la viuda de Villalba aprovechó lo poco que se había hecho para la construcción de un edificio, el anterior al actual, donde luego se estableció este Casino. Más tarde, en 1835, se inauguró lo que pomposamente se llamó teatro, en la calle de la Marina, entre San Felipe Neri –hoy Emilio Calzadilla- y el callejón de Boza, no Bouza, como le nombran algunos, pues su nombre se debe a la familia Boza de Lima. El salón del flamante teatro se alumbraba con tres arañas de veintiséis velas cada una, prestadas por el alcalde Bernardo Forstall, precisamente uno de los fundadores de este Casino. La orquesta la dirigía el músico francés Carlos Guigou, primero de su apellido en Tenerife y, en 1840, la compañía que actuaba y que estuvo largo tiempo, era dirigida por el actor Fernando Navarro. Según contaba el escritor Luis Maffiotte, los cómicos del teatro de la Marina degollaban dramas y comedias una vez por semana.

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          ¿Quiénes fueron los cincuenta y dos socios fundadores –que pagando 40 reales de vellón de cuota de entrada y 10 de cuota mensual-, en aquella comunidad en crisis, se les ocurrió la creación de una sociedad recreativa-cultural? Sería una temeridad por mi parte entrar en detalles. Ya disponemos de un  detallado estudio sobre el Casino de Tenerife obra de los ilustres investigadores Alberto Darias Príncipe y Agustín Guimerá Ravina. En él está dicho cuanto puede decirse del Casino y sus circunstancias. Por tanto, como ya anuncié al principio, voy a detenerme sólo en algunos de aquellos hombres, que podríamos llamar “presuntos  implicados”  en  la  fundación  de  aquel  “Gabinete  de  Lectura  y  Recreo” –piedra basal del posterior Casino- y que al mismo tiempo asumieron alguna parte de las responsabilidades públicas de su pueblo. Y comencemos por el más antiguo del que tenemos noticia.

          José Crosa fue alcalde dos veces antes de 1840, siéndolo la primera vez en 1815, y la segunda de 1833 al 34 y, por lo poco que de él sabemos, debió ser un hombre de carácter bien templado. Eran tiempos difíciles, de pobreza y de escasez. Sobre todo para un ayuntamiento que entonces empezaba a caminar solo, sin medios ni recursos para atender tanta necesidad. Además, Santa Cruz tenía que luchar con las reticencias y desconfianzas del ayuntamiento o Cabildo lagunero –que aún no había asumido del todo la emancipación de la villa y puerto- y del comandante general de turno, que estaba acostumbrado a meter baza en todo lo concerniente a la comunidad, incluso en temas que no eran de su incumbencia, sin que nadie se atreviera a toserle.

          Uno de los primeros asuntos de los que se tuvo que ocupar don José,  fue en poner orden en la venta de pescado salado. Hoy no nos parece asunto de demasiada importancia, pero, entonces, los almacenes de salazón –una de las bases de la alimentación del pueblo-, proliferaban por todas partes, con las consiguientes molestias, malos olores y problemas de higiene pública, por lo que el alcalde determinó –así se las gastaban entonces- que la venta de este producto se hiciera sólo en la calle de La Palma. No nos ha llegado la opinión de los vecinos de dicha calle. También puso orden en el gobierno y vigilancia de la pescadería, situada a la entrada del muelle, a pesar de que el comandante general quería intervenir a su modo, lo que dio lugar a un problema de competencias; algo similar a lo que ocurrió cuando, en relación con el gravamen del jabón, tuvo que enfrentarse al Cabildo de La Laguna al pedir al Gobierno la aprobación del reglamento y arbitrios de la recova. Igualmente, mantuvo pleito con el corregidor del Cabildo don Juan Persiva, por haberse presentado en Santa Cruz con vara alta y acompañado por alguacil, como sin duda era costumbre antes de que fuera villa exenta. Crosa le notificó que debía entregar la vara por encontrarse fuera de su jurisdicción, Persiva se negó y el alcalde, celoso de sus atribuciones, le amenazó con arrestarle. Hubo pleito ante la Real Audiencia, que se prolongó bastante tiempo.

          Fue uno de los primeros alcaldes, tal vez el primero, que intentó sostener un médico municipal fijo y un profesor de instrucción primaria, para lo que, ante la inexistencia de fondos en las arcas municipales, estableció un gravamen de cuatro maravedís por cada cuartillo de vino y licores. Estos productos debían ser entonces como hoy la gasolina: aguantaban todo tipo de impuestos y cargas sin que la cuantía de su consumo se viera afectada.

          Una vez relevado de la alcaldía, intervino en 1819 en el traslado del Real Consulado Marítimo desde La Laguna a Santa Cruz, y su posterior retorno a su antigua sede en obediencia a una real orden. El año siguiente, con el régimen constitucional, se crearon las milicias cívicas, organización en la que Crosa desarrolló una destacada labor de organización e, incluso, de financiación, pues es fama que puso mucho de su dinero en el empeño. Fue varias veces diputado provincial y acérrimo defensor de la capitalidad de Santa Cruz frente a las pretensiones de La Laguna y Las Palmas. En 1820 se celebró en Santa Cruz, por todo lo alto, la creación del Obispado de La Laguna. No sabemos lo que aportó el ayuntamiento a estas fiestas, seguramente muy poco, porque lo que sí sabemos es que hasta el vino tuvieron que regalarlo los concejales José María de Villa y Miguel Soto. Esto era bastante frecuente por entonces, y los concejales o el propio alcalde, lo mismo costeaban camas para atender a los enfermos hospitalizados, que corrían con los gastos de las fiestas de la Cruz o atendían el costo de reparaciones o mejoras, para lo que a veces adelantaban un dinero, que a la larga, ante la imposibilidad de resarcirse, acababan regalando al municipio.

          En su segunda etapa como alcalde electo, pudo celebrar con toda la población el R.D. de 30 de noviembre de 1833, por el que se establecía nueva división judicial, siendo cabeza de partido Santa Cruz, y viendo confirmada su capitalidad. Dos meses antes había muerto Fernando VII, y al ser proclamada heredera a la corona su hija Isabel II,  la celebración de tal acontecimiento tuvo lugar en Santa Cruz en enero del siguiente año.

          José Fonspertuis y Carta fue uno de los cinco alcaldes de origen extranjero que tuvo Santa Cruz en la primera mitad del XIX. Lo sería tres veces, pues fue alcalde en 1825 y volvería a ocupar el puesto de 1836 al 37 y en el 39. Fue bajo su primer mandato cuando unos oficiales de una fragata de guerra inglesa rompieron a sablazos el brazo de una de las figurillas de mármol que estaban en las cuatro esquinas del basamento del Triunfo de la Candelaria. En esta ocasión los autores del destrozo fueron identificados y el alcalde les impuso una multa de cincuenta duros.

          Formó parte de las Juntas gubernativas de 1836 y 1843. En su segunda alcaldía, firmó varios manifiestos en defensa de los intereses ciudadanos, encabezó la Exposición al Congreso Nacional sobre la subsistencia del Obispado de Tenerife y, también, para que se fijara definitivamente la capital en Santa Cruz. También tuvo la satisfacción de ver cómo se declaraba Puerto de Depósito al de Santa Cruz.

          La situación de las arcas municipales era la acostumbrada, por lo que había que disponer de unas buenas dosis de valor –y de numerario- para aceptar el cargo de alcalde. Era costumbre entonces que se pidieran presidiarios a la autoridad superior para emplearlos en reparaciones públicas o en labores de limpieza de plazas, barrancos, etc., a cambio de una gratificación que les ayudaba a la subsistencia. En 1839 Fonspertuis declara que desde que es alcalde viene pagando de su bolsillo, no sólo las gratificaciones, sino también las escobas y demás materiales y dice que ya no puede más, y que en adelante busque el ayuntamiento la forma de cubrir estos gastos. Es curioso el tono de su protesta, puesto que era él mismo el obligado a buscar la solución al problema, que no sabemos cómo pudo resolver, si es que lo resolvió.

          Pedro Bernardo Forstall ocupó la alcaldía de Santa Cruz nada menos que en cinco ocasiones: 1835, 38, 43, 51 y, accidentalmente, en 1857. Hijo de uno de los principales comerciantes de Santa Cruz, el irlandés Pedro Francisco Forstall, formó parte de las Junta gubernativa de 1836 y fue diputado provincial en dos ocasiones. En su segundo mandato fue cuando se inauguró la fuente de Morales, acto al que asistió en unión del comandante general marqués de la Concordia. También presidió las fiestas por la mayoría de edad de Isabel II, celebradas en abril de 1844.

           Por entonces, era también director de la “Sociedad de Tenerife para la pesca del salado”, que se había formado con un capital de 10.000 pesos, y de la que era tesorero Bruce and Hamilton y secretario Pedro Mariano Ramírez. En un principio la sociedad tuvo buena aceptación y llegó a contar con 68 socios. Construyeron dos barcos en la playa frente a la Alameda, el Teide y el Tinguaro, para faenar en la costa africana, pero los resultados no debieron ser muy brillantes, pues el negocio desapareció a los cuatro o cinco años. No cabe duda de que era hombre de gran espíritu comercial, hasta el punto de que, en 1847, formó parte del proyecto para la creación de un “Banco de Canarias”, que tampoco prosperó, pues, como dice Cioranescu, el crédito es una función de la abundancia de liquideces, y éstas eran casi nulas en Canarias.

          La última vez que ocupó la alcaldía, en 1857, fue de forma accidental, al ser el segundo alcalde en la corporación presidida por Bernabé Rodríguez Pastrana y tener que sustituirle por enfermedad.

          Valentín Baudet, teniente de alcalde en la corporación presidida por el navarro Francisco Meoqui, ocupó la alcaldía interinamente durante tres meses en 1836. Desde mucho antes ya tomaba parte en los asuntos públicos de la comunidad y, en 1819, como comerciante de Santa Cruz, fue uno de los firmantes de la petición para que se confirmara el traslado del Real Consulado Marítimo y Terrestre a la villa y puerto. En 1821 era concejal del ayuntamiento presidido por Matías de Castillo Iriarte, y fue uno de los firmantes del poder otorgado al gran político tinerfeño José Murphy para sus gestiones en las Cortes a favor de la capitalidad provincial para Santa Cruz, que dieron tan buen resultado. Más tarde, en 1846, era vice-presidente de la Escuela de Náutica de la Junta de Comercio de Canarias.

          José Librero fue otro de los socios fundadores que ocupó también la alcaldía, en segunda elección, en 1839 –año en que comenzaron a funcionar los lavaderos municipales-, y más tarde, en 1848, por nombramiento del gobernador civil. Era teniente de la milicia nacional cuando en 1840 solicitó al ayuntamiento la formación de una Junta de Gobierno, en vista del pronunciamiento habido en España, petición en la que sería secundado por el también teniente Esteban Mandillo, que igualmente  ocuparía la alcaldía en 1850.

          En su segundo mandato el Ayuntamiento vendió al Estado el antiguo hospicio de San Carlos, que ya se venía usando como cuartel. El producto obtenido se dedicó a las obras que entonces comenzaban del nuevo teatro municipal.

          Ocupó el cargo hasta junio del 50, siendo sustituido por el citado Mandillo, con motivo de un suceso que produjo la consternación general en el pueblo. En aquella época se estaba formando en Madrid el Museo Naval y, a petición del comandante de Marina, el ayuntamiento donó una de las banderas tomadas a Nelson en 1797. Hubo un buen revuelo y, al enterarse el gobernador civil Antonio Halleg, suspendió al alcalde Librero e impuso una multa de 10.000 reales a la corporación. En el mismo año hubo una real orden de devolución.

          Bartolomé Cifra y León, titular de una de las más importantes casas de comercio de Santa Cruz, fue alcalde constitucional de marzo de 1844 a enero del siguiente año. Anteriormente, en 1840, el mismo año de la creación del “Gabinete de Lectura y Recreo”, lo había sido por elección, pero fue exonerado a petición propia, siendo sustituido, como alcalde accidental, por Juan del Castillo Naranjo. Con Cifra fueron ediles, además del anterior alcalde José Librero, José Calzadilla y Matías de Castillo, que también ocuparían la alcaldía en distintos períodos.

          Había sido concejal con José Fonspertuis en 1837 y, siendo segundo alcalde, presentó una moción de protesta por la reforma del clero presentada en las Cortes, en la que se preveía la supresión del obispado Nivariense. Al indicarse en la misma que los obispos debían residir en las capitales administrativas de las provincias, propuso que se estableciera en Santa Cruz, publicando una exposición que se imprimió en Madrid a expensas del ayuntamiento, en la que se añadía que, de no aceptarse esta petición, se conservara el obispado en La Laguna.

           En 1838 fue de los primeros compradores de bienes resultantes de la desamortización de Mendizábal, que tan poco interés despertó al principio en Canarias, hasta el punto de que habían transcurrido dos años sin que se rematara operación alguna y de que las primeras ventas se hicieran a los precios de tasación. Adquirió en las islas Orientales bienes por más de 650.000 reales de vellón. Su negocio abarcaba múltiples facetas y, una de las más curiosas, se desprende de un anuncio de este mismo año por el que se avisa que en la tienda de Bartolomé Cifra se vendían libros ingleses recién llegados. Poco después trajo de la Península un modelo de farol reverbero que ofreció al municipio para el alumbrado público, que entonces sólo existía en la plaza de la Candelaria y en la Alameda.

           En 1844 fue elegido alcalde constitucional, cargo que ahora sí aceptó, y fue bajo su mandato cuando hace su aparición en Santa Cruz la primera escuela municipal.

           Entre sus actuaciones cabe destacar que, una vez abandonada la alcaldía, fue diputado provincial y gobernador civil interino, y formó parte de una comisión nombrada por el ayuntamiento para allegar fondos para la construcción del nuevo teatro, que consumía cuanto dinero se le podía dedicar. También, siendo gobernador civil, en 1848, fue el primero en sugerir al ayuntamiento la adquisición de la huerta de los franciscanos –actual plaza del Príncipe-, pero la operación estaba entonces fuera de las posibilidades del municipio. En 1851 formó parte, como comerciante, de una comisión para proponer reformas a la instrucción de aduanas de 1843, para amoldarla a las circunstancias y aranceles especiales de las islas, preliminares de lo que luego sería la ley de Puertos Francos.

           Lorenzo Tolosa y Marín, alcalde accidental al cesar Cifra en 1844 por haber sido elegido diputado provincial, lo fue constitucional el año siguiente, y volvería unos meses entre 1856 y el 57. De lo primero que se ocupó fue de que se le abonara a su antecesor los gastos que había realizado con motivo de una invasión de cigarra berberisca y para sostener la escuela pública, todo lo cual superaba los 1.500 reales. También tuvo que dedicar su atención al lastimoso estado en que se encontraban las salas consistoriales: los bancos estaban destrozados y casi inservibles, las colgaduras desgarradas, la cubierta de la mesa hecha pedazos hasta el punto que –según reza el libro de actas, textualmente- aún en casa del más infeliz haría un triste papel, el clarín que cubría la araña que regaló la señora de Forstall se había perdido y, por si todo esto fuera poco, la única escalera de que se disponía para el servicio de las dependencias la prestó el portero y había desaparecido.

           A tal cúmulo de desgracias había que poner remedio, pero, además, había que empedrar calles, como la calle del Rayo –actual de San Francisco Javier-, reparar daños en la Alameda del Muelle y en el paseo de la Concordia, asegurar la vigilancia del cementerio, cuyo celador no cobraba desde hacía meses y en el que había desaparecido algún cadáver con su caja y todo, terminar la Fuente de Isabel II y muchísimas cosas más. Por si fuera poco, el jefe superior político se empeñó en que el municipio edificara una carnicería y lo lógico era que el gravamen de 4 mrs. sobre la carne se dedicara a ello, pero ya se aplicaba a cubrir los gastos del alumbrado y de los serenos, por lo que se restringió el primero y se suprimieron los segundos, dejando sólo algún farolero.

           Menos mal que había colaboración ciudadana, como en el caso del embaldosado de las aceras de varias calles cuyos gastos afrontaron los vecinos, con la ayuda de ocho presidiarios cedidos por el jefe político. Hasta los concejales contribuían –eso sí que era vocación política- haciendo por turnos rondas nocturnas en sustitución de los serenos, y hasta cediendo el porcentaje que les correspondía del gravamen sobre “paja y utensilios”, para la composición de las calles. Hoy resulta increíble, pero esta última propuesta presentada a sus ediles por el propio alcalde Tolosa, fue aceptada por unanimidad. A pesar de tanta penuria se abovedó el barranquillo de los Frailes desde el final de la calle del Norte hasta Puerto Escondido, y también parte del barranquillo del Aceite junto al Hospital militar, gracias a una propuesta presentada por el vecino Julián Robayna. Además, el secretario del Ayuntamiento, Félix Álvarez de la Fuente, cedió al municipio los terrenos de la antigua huerta del convento de Santo Domingo, que eran de su propiedad después de la desamortización, con lo que pudo nacer la actual plaza.

           Es de admirar como junto a los esfuerzos en la realización de mejoras materiales para la población, aquellos hombres procuraban también preservar y enaltecer nuestras mejores tradiciones, nuestros símbolos y nuestras raíces, por todo lo cual sentían profundo respeto, actitud que no debería perderse, como lamentablemente hoy está ocurriendo. En sesión del 30 de abril de 1845, se acuerda que el pendón de la Villa sólo se saque en dos ocasiones: en la fiesta de la Santa Cruz y, aún preferentemente, en la de Santiago, pues, cito textualmente del libro de actas, se celebra en ella la defensa gloriosa que recuerda los emblemas de su escudo de armas.

           José Luis de Miranda y Sánchez sustituyó a Tolosa en 1846. Volvería a ser alcalde, en dos etapas distintas dentro del año 1854, y aún repetiría en el 59 y 67. Es decir, fue alcalde de la ciudad –así era entonces la cosa pública- en cinco ocasiones diferentes. Basta saber que murió en marzo del 68 en pleno desempeño de su cargo.

           En su primera alcaldía le tocó luchar con la grave epidemia de fiebre amarilla que causó cerca de cien víctimas mortales sólo en Santa Cruz y, según nos cuenta Francisco María de León, no descansó un día ni una noche en atender cuanto se ofrecía. Su ímproba labor fue reconocida por todos y recompensada con la Cruz de primera clase de la Oden Civil de Beneficencia.

           Formó parte de la comisión para el proyecto del teatro municipal y fue nombrado depositario de los fondos que, a costa de ímprobos esfuerzos, se iban reuniendo. Cuando ya se había inaugurado éste, en 1854 tuvo la satisfacción de ver terminada la nueva recova junto al mismo. En este mismo año se inauguró la primera compañía de ómnibus de tracción animal entre Santa Cruz y La Laguna. Recordemos, en estos tiempos de prisas y velocidades, que en el viaje a La Laguna se tardaba 4 horas. A La Orotava, de 8 a 9.

           Su cuarto período como alcalde duró más de cuatro años, desde febrero del 59 hasta abril del 63. En el mismo hubo de todo: dulces alegrías y amargos sinsabores. Para empezar por las buenas noticias, citemos el Real Decreto de 29 de mayo de 1859 por el que se concedía a Santa Cruz el título de Ciudad, cuyo expediente se había iniciado bajo la alcaldía de otro ilustre director de esta entidad, Bernabé Rodríguez Pastrana, en sesión municipal de 16 de enero de 1858. Pero ahí no había empezado el asunto, puesto que fue bajo la alcaldía de Francisco Meoqui, en 1836, cuando el Ayuntamiento acordó solicitar para Santa Cruz el título de Ciudad. Es cierto que las cosas de palacio van despacio, pero parece que es pasarse de la raya la tardanza de veintidós años entre el primer acuerdo y la iniciación del expediente. Aunque no toda la culpa era de nuestros munícipes, esto, sin duda, daba pie para que se hiciera popular por aquellos años, el siguiente dicho: Dos cosas no tienen remedio: medio ayuntamiento es una, y la otra, el otro medio.

           Otro grato acontecimiento fue la inauguración, aunque aún no estaba terminada, de la plaza del Príncipe el 29 de octubre de 1860, coincidiendo con la onomástica del capitán general Narciso Atmeller y Cabrera, por la ayuda recibida para su construcción, dándole su nombre –paseo de Atmeller- al tramo que linda con la calle del Norte. Tal vez era esta parte la única que se habia realizado en la plaza, puesto que fue precisamente este año cuando se habían aprobado los planos de las obras. Un año después, en diciembre del 61, pasó por Santa Cruz el general Prim, que fue entusiásticamente recibido y espléndidamente agasajado en este Casino.

           El año siguiente, y este fue el principal sinsabor, de nuevo vuelve la fiebre amarilla a atacar a Santa Cruz, y por segunda vez le toca al alcalde Miranda luchar contra la enfermedad y dirigir a un pueblo sumido en la desgracia. Vista la falta de recursos ante tanta necesidad como había que atender, para los gastos más urgentes se echó mano de la aportación ciudadana de 11.676 reales, que formaban parte del fondo para las obras de la plaza del Príncipe, con lo que, naturalmente, su realización sufrió un serio parón. Fue este mismo alcalde el que encargó a Cuba los laureles de Indias para la plaza, que trajo el capitán Domingo Serís Granier –hermano del marqués de Villasegura- en su bergantín El Guanche.

           Patricio Madan y Cambreleng sucedió a Miranda en 1863 y volvería a la alcaldía en el 75. Su primer mandato duró tres años y en el primero de ellos, el 31 de diciembre, lanzó por primera vez sus rayos la Farola del Mar. El año siguiente fue aprobado el primer proyecto para el puerto de Santa Cruz, realizado por el ingeniero Francisco Clavijo. También, por aquellos días llegó desterrado a Tenerife el infante Enrique María de Borbón, al que el Ayuntamiento recibió y alojó espléndidamente, y cuya estancia se prologó hasta enero de 1865. Era el primer miembro de la familia real española que pisaba tierra canaria.

           Por entonces se estableció en Santa Cruz la escala del vapor correo entre España y América, y un bando del alcalde establecía las normas para los baños en la playa del muelle: se bañarían las mujeres desde el toque de oración hasta las nueve y después los hombres, siempre por separado. Un viajero comentaba que al pasear por el muelle ensordecían literalmente los gritos de las bañistas en un guirigay de imposible descripción. Otro curioso bando ordenaba a los vecinos el barrido y la limpieza del frente de sus casas los miércoles y sábados. En esta época comenzaron por primera vez las clases en el Centro de 2ª. Enseñanza de Santa Cruz.

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           Hasta aquí los nueve socios fundadores de este Casino que tuvieron el alto honor de ocupar la alcaldía de Santa Cruz. La lista completa de socios-presidentes-alcaldes es larga y brillante y podríamos continuarla hasta nuestros días. Sólo en el siglo XIX dirigieron la sociedad los ya citados fundadores, y otros nombres de tanto prestigio e importancia en nuestra historia local como los de Bernabé Rodríguez Pastrana, Juan Manuel de Foronda, Vicente Clavijo, Eladio Roca, Carlos y Hugo H. Hamilton, Eduardo Domínguez, José y Rafael Calzadilla, Lorenzo García del Castillo, Gabriel Izquierdo Azcárate, José Sansón y tantos y tantos otros, que a la vez que dieron lustre a esta entidad, aportaron su saber y su trabajo al engrandecimiento de nuestro Santa Cruz.

           Una sociedad nacida como Gabinete de Lectura y Recreo, que ha sido y es emblema de la Ciudad y de la Isla y de la que todos podemos sentirnos orgullosos. Desde sus primeros tiempos, sorprendía gratamente a cuantos llegaban a sus salones, por su saber estar y la ilustración de su ambiente cultural y recreativo. Decía Leclercq, y lo señalaba con extrañeza, que en su sala de lectura, junto a los periódicos locales como la “Revista de Canarias” o “El Memorandum”, podían encontrarse “El Fígaro” y las revistas ilustradas de Francia e Inglaterra.

          No cabe duda de que a esta señera sociedad, el Casino de Tenerife, que ha sabido, si se me permite la expresión, “mantener el tipo” durante ciento sesenta años, debe y puede augurársele más, muchísimos más, de fecunda e hidalga vida, colaborando más estrechamente, si ello fuera posible, con un Santa Cruz que espero y deseo grande, lleno de vitalidad y que, de verdad, de verdad, sea para vivir, en paz. Amén.

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