Apuntes históricos del antiguo Hospital de Nuestra Señora de los Desamparados

Pronunciada por Luis Cola Benítez en el Colegio de Médicos de Santa Cruz de Tenerife el 26 de enero de 2002.
 

               Buenas tardes.

          Mi agradecimiento a este Ilustre Colegio y a su digna Junta Directiva por invitarme de nuevo a ocupar esta tribuna, que otros, con más méritos y más conocimientos que transmitir que yo, tanto han prestigiado.

          A la persona que hoy debería de ocupar este lugar, magnífico profesional y mejor amigo, el Dr. José Miguel Juan-Togores, de antemano he de pedirle perdón, pues conozco mis limitaciones y sé que, por mucho que lo intente, seré incapaz de estar a su altura. Cualquiera que haya tenido la oportunidad y la suerte de asistir a una de sus magistrales charlas, estará de acuerdo conmigo en que es una auténtica delicia escucharle. Por este motivo, le pido a él que me disculpe, repito, y a ustedes, por favor, un ápice de indulgencia.

          En cuanto al presentador, el Dr. Frías Tejera, si no fuera por lo que me honra con su amistad, creo que tendría que ser yo el que no le perdone las extrañas cosas que ha dicho de mí. Los que le conocen, saben de su excepcional sentido del humor, y tal vez ello explique mejor algunas de las cosas que ha dicho. De todas formas, gracias don Eladio, por hacer de introductor a este entrometido aficionado.

          Sólo una cosa más. Al haber sido cogido un poco “al lazo” e inesperadamente para este menester, me he visto en la necesidad de hilvanar de alguna forma un cúmulo de fichas y notas de las que se van reuniendo con la intención de tener tiempo un día para hacer, con algo de sosiego, algún trabajo con  ínfulas de cierta seriedad. Por ello, algunas de las cosas que diré se deben a otros, tales como el profesor Alejandro Cioranescu, al doctor Alberto Darias Príncipe, etc., y un poco, sólo un poco, a  mí mismo.

          Aunque sólo disponemos de datos aislados, es seguro que, desde el momento mismo de la llegada de los castellanos a las playas de Añazo en 1494, tuvo que existir algún tipo de instalación, por muy rudimentaria que fuese –cobertizo, choza o cueva-, en la que se pudiera atender de alguna forma a los enfermos o heridos que precisaran asistencia médica. Téngase presente que, sobre cualquier otra consideración, se trataba del desembarco de una expedición militar que venía con ánimo de presentar batalla al pueblo aborigen guanche, por lo que había que contar con que se sufrirían bajas entre la tropa, como efectivamente ocurrió y en forma considerable, sobre todo en lo que los cronistas han llamado el “desbarate” de Acentejo. En este lance bélico que recuerda el topónimo de La Matanza, el propio Adelantado comprobó en su rostro la acertada puntería de los guerreros lanzadores de piedras de las huestes de Benchomo y Tinguaro, perdiendo gran parte de su dentadura.

          Por otra parte, y no era esta segunda posibilidad menos importante, aquellos fueron años de pestes, “modorras” y lepra, que afectaron tanto a los puertos peninsulares como a todas las islas sin distinción. Por lo tanto, aunque estrictamente tendríamos que considerar lo que posiblemente fue una precaria instalación de campaña como el primer antecedente válido de hospital castrense, sin duda lo fue también para la primera población civil de colonizadores y pobladores del lugar de Santa Cruz, más aún cuando los primeros que ocuparon plaza de vecinos fueron gran parte de la misma tropa conquistadora.

          No sabemos dónde estuvo instalado este primer hospital de campaña, aunque podemos suponer que sería cerca del lugar del primer desembarco, pero, sin embargo, sí nos ha llegado noticia de la persona que tuvo a su cargo el cuidado y atención de los internados: una mujer a la que puede considerársele como la primera enfermera de Tenerife. Cuando Alonso Fernández de Lugo arribó a las playas de Añazo y tomó la decisión de internarse en la isla, dejó en el desembarcadero en el que había plantado la Cruz de madera –la playa situada entre el barranco de Santos y el barranquillo del  Aceite, hoy cubierto por la calle de Imeldo Serís- una guarnición, un cuerpo de guardia que le asegurara aquel precario punto de apoyo y un servicio de intendencia o de “bastimentos”, que corría a cargo de su compañero de expedición Francisco Gorbalán. También quedó entonces en el puerto de Santa Cruz, y es curioso constatarlo, un servicio de enfermería a cargo de una de las pocas mujeres partícipes en la aventura, llamada Ana Rodríguez (Nota 1).

          Esta Ana Rodríguez era la mujer de un tal Andrés Díaz, al que se reconoce como conquistador de la isla de Tenerife y, según se desprende de los documentos hasta ahora disponibles, parece que este matrimonio fue el primero en recibir una data en tierras de Santa Cruz, pues el 6 de abril de 1499 el Adelantado daba a Andrés Díaz y a su mujer una tierra para huerta y casa. Dos meses después, en junio, Ana Rodríguez sola recibía tres solares y una tierra para casa, por el buen servicio que a Sus Altezas fecistes en esta dicha conquista; a más de una caballería de tierras en Taoro, en 1501, por vecina y pobladora, y otras tierras en lugar no determinado, en 1503, por lo mucho que servistes al tiempo de la conquista en curar los enfermos y heridos. Esta última indicación explica la curiosa calidad de “conquistadora” de Ana Rodríguez, al haber seguido a las huestes de Lugo ejerciendo como enfermera. En cuanto al marido, parece haber fallecido poco después de recibida su data.

          Pocos años después, en 1504, al irse formando el núcleo más importante de población en Aguere, el recién constituido Cabildo de la isla toma el primer acuerdo relacionado con la sanidad cuando contrata por 55 fanegadas de trigo al año a un tal maestre Francisco, para que sirva en el oficio de cirujano y físico. Que la salud –sobre todo la de ellos- preocupaba a los regidores del Cabildo es indudable, especialmente cuando podía haber peligro de que se introdujeran enfermedades que podían afectarles. Por este motivo, en 1514 fue Tenerife la isla que primero dispuso de un espacio que sirviera de lazareto o “degredo”, en unas cuevas de la desembocadura de un barranco en la costa de Santa Cruz, lugar conocido como Puerto de Caballos. El lugar era completamente inadecuado e insalubre, por lo que los viajeros que llegaban al puerto en épocas de alarmas sanitarias, si eran capaces de sobrevivir a la cuarentena impuesta en aquellas precarias condiciones, era que, indudablemente, disponían de una salud a toda prueba.

          En estos primeros tiempos hay dos datos importantes a destacar. Primero, en 1515, la contratación como médico del bachiller Diego de Funes por 20.000 mrs. al año. En segundo lugar, tres años más tarde, ante el recrudecimiento de casos de lepra, por primera vez se acuerda crear un hospital en Santa Cruz para acoger a estos enfermos, hospital que nunca llegó a realizarse. Ya existía entonces el de San Lázaro en Las Palmas, centro que solía estar siempre ocupado al máximo de su capacidad, hasta el punto de que los enfermos elefancíacos –como entonces se les denominaba- deambulaban por calles y mercados sin que se supiera qué hacer con ellos. También por aquel entonces encontramos la primera cita documentada de viruela en un navío de esclavos negros que acababa de llegar a Santa Cruz.

          Hay constancia de que uno de los primeros pobladores, Juan de Oñate, cuya casa lindaba con la de Bartolomé Hernández Herrero -primer alcalde conocido de la villa de Santa Cruz de Añazo, herrero de profesión, pero que sabemos que se dedicaba principalmente a la cría de cabras-, es citado en 1519 como prioste del hospital de la Misericordia (2). Esto quiere decir que ya entonces existía un hospital para pobres y desamparados, aunque no hay que perder de vista que el concepto que hoy nos sugiere la palabra “hospital” en cuanto a instalación sanitaria, nada tiene que ver con la realidad del siglo XV y XVI. Entonces se llamaba así a alojamientos, generalmente a cargo de comunidades religiosas, de cabida muy limitada, a veces no más de tres o cuatro enfermos. De otra manera no podría explicarse la proliferación de este tipo de asilos u hospicios en algunas ciudades, por ejemplo, en Córdoba, donde a principios del XVII hay contabilizados treinta y un hospitales.

          También parece que, con el paso del tiempo, las autoridades se preocupaban por dotar a la población de medios sanitarios, pero ocurría que casi siempre todo se quedaba en buenas intenciones. Así ocurrió en 1720 cuando el capitán general Juan de Mur creó una Junta de Sanidad, cuya existencia no pasó del papel. Muy conveniente hubiera sido contar con medios o instituciones apropiadas, cuando en 1759 el comerciante inglés George Glas trajo de Berbería una grave epidemia de viruelas. Fue entonces cuando por primera vez se procede en Tenerife a la inoculación, gracias a un médico inglés que se encontraba en un barco de paso.

          Volviendo a la posible ubicación del primer hospital, es lógico pensar que debería de estar situado en zona cercana al lugar del primer desembarco, cerca de la desembocadura del barranco de Santos, bien junto a la ermita de San Telmo o, lo que parece más probable, en alguna pequeña construcción existente en el mismo barrio del Cabo, que tal vez podamos situar gracias a la noticia que nos da el primer historiador de Santa Cruz, José Desiré Dugour, cuando nos dice: Existía ya también un Hospital civil, aunque muy pequeño, donde luego se fundó el Hospicio de San Carlos, trasladándose luego el Hospital civil donde se halla hoy  (3). Es posible que ello explique la situación del citado Hospicio de San Carlos, cuando, en 1785, el marqués de Branciforte decide su creación como casa de asilo y acogida, al haber quedado desocupadas en aquel lugar algún tipo de instalaciones por traslado de los enfermos al nuevo hospital de Nuestra Señora de los Desamparados. El Hospicio fue más tarde cuartel y, actualmente, lo que queda de él, frente a la ciclópea nueva sede de la Presidencia del Gobierno, ha sido durante años un vergonzante testimonio de abandono y dejadez, al que ahora parece se va a poner remedio.

          En cuanto al nuevo hospital, que por más de dos siglos fue el definitivo Hospital Civil de Santa Cruz de Tenerife, fue fundado por los sacerdotes hermanos Logman Van Udeen: Rodrigo, vicario de Santa Cruz, e Ignacio, beneficiado de la iglesia de Nuestra Señora de la Concepción. Lo construyeron, dotaron y sostuvieron a sus expensas mientras vivieron, en un solar cercano a la iglesia de la que ambos eran servidores, al otro lado del barranco de Santos, en su margen derecho. La fundación, en verdad necesaria, fue un gran beneficio para la comunidad, pero no sospecharon los beneméritos sacerdotes el cúmulo de problemas que, como consecuencia, recaería en las administraciones públicas de entonces.

          El solar había pertenecido al marqués de Adeje y conde de La Gomera, y fue cedido a tributo perpetuo a los fundadores, el 30 de abril de 1745, por mediación de Juan Bonhomme, a quien también se le cita como empeñado en una fundación caritativa a favor de los ancianos. El solar tenía como límite superior la ermita de San Sebastián y el camino que entra en el barranco (4), actual calle Aguere. La fábrica se inició rápidamente el mismo año 1745 y se prosiguió de manera irregular, a medida que se podía disponer de fondos, que no era fácil reunir en cantidad suficiente. Desde 1750, el cónsul de Francia Francisco Casalón había dejado por su testamento 10.000 pesos para la fábrica: era una limosna conspicua –dice Cioranescu-, pero que tardó mucho en cobrarse, si es que se cobró alguna vez, porque en 1771 todavía se seguía pleito entre el heredero y el mayordomo del hospital (5).

          En 1753 el coronel Juan Francisco Domingo de Franchi le dio la mitad de la renta de un solar en  lugar cercano, entre el barranquillo del Aceite, el mar y la calle de la Iglesia. El obispo Juan Francisco Guillén prosiguió la fábrica, ayudando con su propio peculio; y los obispos que le siguieron imitaron también su ejemplo. De esta forma, según los fondos de que se dispusiese, las obras continuaron durante varios años gracias a la generosidad de los hermanos Logman, de los obispos y de algunos de los personajes más importantes de entonces, siendo en ocasiones bien peculiar el origen de los donativos. Al menos, así ocurrió cuando María Clementina Macarti, hija de Dionisio Macarti, reclama a Pedro Forstall, por no haberle sostenido la palabra dada de matrimonio, obligándose a pagarle 1.500 ducados, caso de no cumplir. A Forstall se le formó proceso matrimonial y se le dio por cárcel la ciudad, lo que él quebró. Fue condenado a pagar los 1.500 ducados, pero ella renunció a ellos, cediendo mil ducados a la fábrica de la Concepción de La Laguna y 500 al hospital de los Desamparados de Santa Cruz (6).

          El hospital comenzó a funcionar en 1753 y, durante los primeros años de su existencia, tenía una capacidad de unas treinta camas. Como era usual entonces en esta clase de establecimientos piadosos, no sólo admitía enfermos, sino también ancianos incapacitados para el trabajo. Sus primeras instalaciones eran pobres y rudimentarias: salas para los enfermos, una para hombres y otra para mujeres, enfermería, cocinas, patios comunes y poco más. Los accesos y la fachada principal se situaban hacia el Este, es decir hacia el lado del mar, calle que se llamó del Hospital; el lado Norte, paralelo al cauce del barranco de Santos, lo ocupaba la capilla del propio hospital, también fundada por los hermanos Logman, viniendo a coincidir el muro de cerramiento con el costado de la epístola. Había un cementerio al Oeste, tras el presbiterio de la iglesia, que, aunque se utilizaba –y para el que incluso se hizo un proyecto de cerramiento-, nunca llegó a terminarse del todo. A partir de 1810-1811, con la creación del cementerio de San Rafael y San Roque, se dejó de utilizar el del Hospital.

          Barranco arriba, huertas y corrales para animales, que, como queda dicho, llegaban hasta las inmediaciones de la ermita de San Sebastián, y de cuyos productos se ayudaba el abastecimiento del mismo hospital. No sólo se cultivaban hortalizas y verduras, sino que se criaban especialmente cerdos, hasta el punto de que una de las callejuelas que unían el camino de San Sebastián con el barranco –poco más abajo de lo que hoy es el extremo del puente Serrador frente al mercado- recibía el nombre de calle de los Goros. A los cerdos se les solía dejar libres durante el día en el fondo del barranco para que “se buscaran la vida”, lo que originaba continuas protestas de los vecinos por los malos olores. En una ocasión hasta pusieron en peligro la estabilidad de uno de los muros de contención de las aguas, lo que dio origen a denuncias y más protestas.

          En los primeros años de dificultades y obras ininterrumpidas, el huésped más ilustre de la institución fue el más insigne hijo de La Matanza de Acentejo y uno de los más brillantes militares de su tiempo, el teniente general Antonio Benavides Molina, antiguo gobernador de La Florida, de Vera Cruz y de Yucatán, que había buscado aquí, por humildad cristiana, un refugio para sus últimos días (7): falleció el 9 de enero de 1762, después de dejar cuanto tenía a los necesitados y en la más absoluta pobreza, y fue sepultado en la iglesia de la Concepción. Su sepulcro se encuentra a la entrada por la puerta principal y en su lápida puede leerse: Varón de tanta virtud, cuanta cabe por arte y naturaleza en la condición humana. Al menos hasta 1756, el general Benavides no sólo contribuyó con su no muy  abundante peculio a las obras que se realizaban sino que en gran parte costeó los gastos de los enfermos (8), además de construir a sus expensas algunas habitaciones para su uso en planta alta.

          Además de estas aportaciones, el general Benavides había logrado de Fernando VI la denominada “gracia de toneladas de Indias”, cuyo importe se le enviaba personalmente para su administración mientras vivió. Consiguió una renta más sustanciosa en 1756, cuando se le hizo la merced real de poder embarcar cada año 12 toneladas suplementarias de productos canarios a Indias, sin merma de la permisión acostumbrada: 4 toneladas a Campeche, 4 a La Habana y 4 a Caracas. Luego, al instaurarse la libertad parcial del comercio de Indias en 1772, se perdieron las toneladas de Campeche y La Habana, pero esta pérdida fue compensada por otra real cédula que elevaba a 12 las toneladas permitidas para Caracas; posteriormente se amplió hasta 18 toneladas esta misma merced. En 1798, la gracia de toneladas de Indias todavía representaba para el hospital una renta de 1.280 pesos anualmente.

          Parece ser que el primer boticario del hospital fue Juan Bustamante, del que poco sabemos. Sus hijos permitieron el uso de la botica a su sucesor, Francisco Solano, natural de la villa de Prado, en Toledo, que había presentado título expedido en 1756 por el protomedicato de Madrid, y que llegó a tener botica propia en Las Palmas. Al fallecer en 1771, mandó por su testamento que se le devolviese a los herederos de Bustamante lo que les pertenecía de la botica y lo sobrante, junto con la botica de Las Palmas, lo legó al Hospital de Desamparados (9).

          Al principio se determinó que la administración de fondos del comercio con América corriera a cargo del cura beneficiado de la parroquia y del comandante general, pero debido a las guerras, corsarios y, finalmente, la independencia de Venezuela, se perdió esta aportación, que a finales del XVIII llegó a alcanzar los 20.000 reales. La R. O. de 30 de septiembre de 1819 concedió al hospital 9.000 reales anuales, a lo que había que añadir algunas otras rentas que poseía. No obstante, según las necesidades, tanto el obispo como el comandante general hacían aportaciones (10). Aunque las obras propiamente dichas se habían terminado mucho antes; hasta los últimos años del siglo XVIII se siguió trabajando en mejoras y ensanches sucesivos.

          Por comisión escrita del obispo Valentín Morán, firmada en 19 de febrero de 1761, el Hospital se administraba por el beneficiado de Santa Cruz, que lo era entonces José Gaspar Domínguez. Para asegurar la asistencia espiritual de los enfermos, había un religioso franciscano que vivía en la misma casa del hospital; pero la Real Audiencia determinó el 24 de diciembre de 1767 que los religiosos regulares no debían pernoctar fuera de su instituto, en casa de seglares, y que el fraile debía volver a residir en su convento. Se solicitó entonces la asistencia de un capellán secular; pero éste vivía lejos y no podía acudir con la urgencia que a veces era necesaria, a pesar de lo cual el mayordomo se negaba a habilitarle un cuarto en el hospital. La situación siguió así, desarreglada, hasta 1800, cuando el obispo Verdugo mandó que se diese al capellán el cuarto del piso alto del hospital, que había sido fabricado por el general Benavides.

          Es  por  estos años  cuando  Santa Cruz  comienza a contar con otros establecimientos sanitarios, distintos al Hospital civil. Desde 1771 los militares disponían de un pequeño hospital para la tropa en unas casas alquiladas en la calle de San Francisco, pero es en 1776 cuando el comandante general marqués de Tabalosos comienza las obras de Hospital militar en el solar que hoy ocupa el palacio de Capitanía en la Plaza de Weyler, siendo éste el segundo establecimiento de este tipo de la que aún era villa de Santa Cruz.  Poco después, en 1784, el Cabildo toma en arriendo a unos particulares un edificio al Sur de la población para que sirviera de lazareto. Eran unos salones que había fabricado para salar pescado Bartolomé Méndez Montañés –el mismo que donó a la ciudad el monumento del Triunfo a la Candelaria y la Cruz de mármol que le hacía frente en el extremo opuesto de la plaza, hoy “enjaulada” en la plaza de la Iglesia- edificio que el mismo Cabildo compraría transcurridos más de cincuenta años, y que muy transformado llegaría hasta tiempos recientes, en la zona que hoy ocupa el Parque Marítimo de la ciudad. También, ya en pleno siglo XIX (1844), hay constancia de un “Hospital de la Marina” en la calle de La Rosa, que tuvo una breve vida.

          Durante el último cuarto del siglo XVIII, el hospital civil había decaído, tanto por la falta de asistencia y aplicación de los mayordomos como por rencillas y cuestiones de amor propio o de jurisdicción. Los beneficiados, administradores de derecho de la institución, solían delegar en los capellanes los cuidados de la administración: y como éstos vivían lejos, la administración quedaba desatendida. El presbítero Antonio Rodríguez Padilla fue mayordomo hasta su fallecimiento en 1783. Al morir le sucede Pedro Ortiz, que renuncia, y pasa la administración a un seglar, el militar Francisco de Tolosa. En 1793 el obispo suspende la administración de Tolosa, a pesar de que, como dice, la ha llevado con el celo que es notorio, con la idea de crear una Junta de Caridad que rigiera el centro. Provisionalmente nombra como rector al presbítero Ignacio Llarena, mientras se preparaba la Junta, con el recelo de la Hermandad de Caridad de La Laguna, y se creaban normas para el gobierno del hospital de las que fue autor el vicario Antonio Isidro Toledo. Fallecido en 1795 el presbítero rector provisional Ignacio Llarena, la junta no prosperó y apenas se reunió. Luego, la marcha del obispo Tavira dejó todo en suspenso (11).

           Aquella época fue de total desgobierno: el hospital se quedó durante varios años sin dirección responsable y el desorden parece haber alcanzado niveles lastimosos. A finales del siglo XVIII hay testimonios de que tienen los enfermos muy mala asistencia, lo que no consistía –se decía- en falta de rentas, sino en la administración de ellas, que no era la debida (12).

          Un nuevo administrador, el joven sacerdote Agustín Miranda, se hace cargo del hospital, y la saneada situación que había dejado Ignacio Llarena, quien con gran ahínco se había dedicado a las tareas administrativas, entra en crisis profunda y el hospital se sume en el más completo caos. Los funcionarios, médico, cirujano, boticario, capellán no cobran durante meses. En 1799 se recibían ingresos, pero el desbarajuste económico era total. Suciedad por todas partes, falta de higiene en los enfermos y falta de atención. Intervino entonces el gobernador Perlasca y, a su petición, el obispo Verdugo dictó nuevas normas de gobierno, por su auto del 21 de abril de 1800, y crea un nuevo órgano rector formado por cuatro personas. Perlasca también contribuyó con aportaciones de su peculio para la construcción de nuevas estancias. Entretanto, una R.O. de 1799 crea una Junta de Sanidad con sede en La Laguna, con subalternas en Santa Cruz y otros lugares.

          La nueva organización también fue criticada y no parece haberse aplicado en su totalidad. Era una mejora harto dudosa que introducía cuatro mayordomos en lugar de uno solo: el beneficiado del lugar, el capellán del hospital, un vecino y un eclesiástico integraban la nueva junta de gobierno (13). Los resultados quizá hubieran sido tan nulos como las reformas anteriores, de no haberse nombrado mayordomo a Marcelino Prat, sargento mayor de la plaza, quien instauró un régimen autocrático y militar en lugar del desorden anterior. En 1802, el hospital tenía un capellán, un mayordomo eclesiástico, un médico, un practicante y tres criados. Sus funciones hospitalarias se mantenían dentro de límites muy modestos: las personas atendidas como pensionistas eran 3 hombres, 3 mujeres y 5 expósitos en 1803. Es el año en que pasa por Santa Cruz, con no mucho éxito por la desconfianza que el tratamiento provocaba en la población, la expedición oficial de la vacuna antivariólica, bajo la dirección del médico de Cámara de S.M., Francisco Javier de Balmis.

          La administración militar de Prat había logrado por lo menos recuperar el equilibrio presupuestario, restableció las rentas del hospital, introdujo mejoras en los locales y en el aseo del edificio, y hasta abrió al lado una huerta con calles y glorieta que servía de paseo público (14). Pero pronto comienzan las rencillas entre los miembros de la junta rectora, y la administración vuelve a recordar la de tiempos pasados, con todos sus inconvenientes y secuelas de desatención a los enfermos, agravando la situación las obras que se estaban realizando en el edificio. Las raciones se reducen al máximo y se tiene que vender la plata que el centro poseía.

          A Marcelino Prat no le faltaban méritos como administrador; pero la misión de un hospital no parece ser la de presentar un saldo favorable a fines de año. Su modo de conducir el hospital tampoco escapaba a las críticas. En 1804 dimite el médico titular Joaquín Viejobueno, aunque permaneció en su puesto hasta que se nombrara sustituto.

          En 1805 el síndico personero José Francisco Martinón propuso otro plan de reforma del hospital, que fue aprobado por el ayuntamiento de Santa Cruz, pero rechazado por el obispo, a quien se había pedido la formación de una nueva junta de administración para terminar con las discordias (15). Esta oposición del prelado parece haber convencido también al alcalde Nicolás González Sopranis, quien retiró su apoyo al proyecto de reforma. Hubo después larga lucha entre los partidarios y los adversarios de la reforma, que eran al mismo tiempo adversarios y partidarios de Prat; hubo apercibimiento y multa de 200 ducados al personero, pleito en la Audiencia de Las Palmas y, paralelamente, una irremisible decadencia del hospital (16).

          Mejora la situación y se contrata nuevo personal de servicio. El médico Juan García (17), ya en servicio los años anteriores, cobraría 80 pesos al año; el cirujano Nicolás de Salas, 40 pesos; el sangrador Lorenzo Rodríguez Prieto (llevaba 17 años), 20 reales de plata al mes... por curar vegigatorios, sanguijuelas y ventosas; además, cobraría un real y medio por cada sangría con aventado de venas y un real por la sangría de sólo picado. En cuanto a boticario, el general Perlasca se lleva al hospital militar al que había, Jacinto Montero, ante la inexistencia de este servicio en aquel centro. Más tarde, en 1804, se le volvería a contratar (18).

          En 1807, el alcalde de Santa Cruz, Víctor Tomás Monjuí, pidió a la Orden Tercera Franciscana que se encargara de la asistencia y cuidado de los enfermos. El hospital se esfuerza en cumplir al máximo en ocasión de la epidemia de fiebre amarilla de 1810, pero de su situación y capacidad real da idea el hecho de que el administrador Prat informó al ayuntamiento que ya tenía 54 enfermos y que no cabían más, a pesar de haber habilitado la sala de particulares y la de juntas (19).

          Muere Marcelino Prat en 1811 y la Real Audiencia, que había privado al obispo de la potestad de nombramiento de mayordomos y administradores, interviene y designa como administrador a José María Monteverde. Las dificultades persisten y vuelven a bajar las rentas del hospital, por lo que el nuevo administrador advierte al médico que no puede admitir más de diez enfermos a la vez. El administrador había anticipado 2.600 pesos de su dinero, al boticario se le debían dos meses de salarios y al médico y al capellán se le debían varios años, desde que no se contaba con el tonelaje de Caracas por causa de la guerra. El Ayuntamiento se preocupa por la marcha del Hospital y comisiona a Vicente Martinón para que vea la manera de socorrerlo, pues poco más podía hacer (20). Por su parte, el obispo, viéndose libre del compromiso, se limitó a comunicar a la Diputación Provincial, en 1814, las instrucciones de la Audiencia, la cual, por su parte, deplorando los inconvenientes que a este piadoso establecimiento podrían resultar de que se halle durante algún tiempo interrumpido el patronato, cuyas funciones bien desempeñadas tanto importan al buen orden y régimen interior y gobierno económico del mismo hospital, acordó que, mientras se llegase a una solución definitiva ejerza las funciones del tal patronato el Ilustre Ayuntamiento de esta villa (21).

          Al Ayuntamiento le hizo muy poca gracia este honor inesperado, porque su propia situación económica era todavía peor que la del hospital. Acababa de rebasarse una gravísima epidemia de fiebre amarilla que había producido, sólo en Santa  Cruz, 1.600 víctimas  mortales. Su bisoña corporación -recuérdese que Santa Cruz se había estrenado como villa exenta unos pocos años antes- no sólo no disponía de recursos propios sino que estaba endeudada con sus mismos vecinos, que habían adelantado cuanto pudieron para la lucha contra la enfermedad, y se encontraba empeñada en la obligada construcción del cementerio de San Rafael y San Roque sin contar con dinero para ello (22). El Jefe político reunió a la Diputación provincial, al Obispado y al Ayuntamiento para tratar sobre el estado del Hospital (23), y el ayuntamiento solicitó de la Diputación que se le exonerase de la obligación impuesta, pero se le denegó la petición (24), porque la Diputación tenía previsto en su plan de contribuciones un amplio y generoso presupuesto para el hospital, hasta un total de 51.200 reales al año y, para remediar las necesidades más inmediatas, mandó librar 22.500 reales de la manda pía de Pedro Arpe (25); por otra parte, el obispo, que tradicionalmente había sido el principal protector del hospital, confirmó que seguiría pagando la tercera parte del presupuesto. Había también un informe del síndico personero Patricio Murphy, optimista en cuanto a los futuros recursos, de modo que el ayuntamiento tuvo que admitir aquella nueva obligación (26).

          Sin embargo, las cosas no salieron como se había planeado. La Diputación Provincial cesó al mismo tiempo que el régimen constitucional, y de los créditos que había previsto para el hospital sólo se pudieron hacer efectivos los 22.500 pesos de la manda de Arpe. José de Monteverde comprendió que ya no le sería posible cobrar lo que había anticipado y, para cortar por lo sano, presentó su dimisión (27). Fue difícil hallar otro administrador, porque las pérdidas de Monteverde no eran ningún estímulo para los candidatos eventuales. Se le propone el puesto a Luis Colina, que no aceptó y, finalmente, Enrique Casalón admitió el encargo (28), para hacer lo que pueda –decía-, con la condición de que se le exoneraría a fines de 1814; pero se dejó enredar y siguió en la administración hasta 1817, cuando cesó haciendo gracia del dinero que se le debía.

          La situación del hospital seguía siendo tan penosa, que en 1816 se pensó trasladar a los enfermos al cuartel de San Miguel, del que poco uso hacían ya los militares y que estaba situado junto a la explanada que entonces se conocía como “campo militar” –actual plaza de Weyler-, muy cerca del antiguo hospital militar. Se pretendía de este modo disponer de locales más amplios en que dar cabida a un proyectado Colegio de Cirujía, que nunca llegó a hacerse (29); y también, sin duda, con la intención de ahorrar gastos, o de sacar una renta al local del barrio del Cabo. La idea iba tan en serio que el ayuntamiento comisionó a uno de sus miembros, Domingo Madan, para que hiciera gestiones cerca de los propietarios de la casa del cuartel, la familia González de Mesa, los cuales prestaron su conformidad para el cambio de uso sin más remuneración que la de atender a la conservación del edificio (30), que se encontraba en condiciones cercanas a la ruina. En 1818, cuando se espera la llegada de un batallón de Infantería de Cataluña, la autoridad militar solicita al ayuntamiento la cesión del cuartel de San Miguel para trasladar a él los destacamentos de Milicias que ocupaban el de San Carlos, y poder realizar en este último obras de acondicionamiento. La corporación municipal accedió a la petición siempre que fuera por tiempo limitado (31), recordando todavía a la autoridad militar que allí se pensaba trasladar el Hospital de Desamparados. También se había pensado, en 1817, trasladar el hospital al hospicio de San Carlos, pero  –como dice Cioranescu- esta alianza del ciego con el paralítico tampoco pudo llevarse a cabo.

          Se formó el mismo año un nuevo plan de administración, por una junta de seis vecinos. Había entonces tres enfermos de limosna y no se podían recibir más; los empleados y la botica llevaban varios meses sin cobrar. El mal profundo del hospital continuaba residiendo, como en el siglo anterior, más que en su pobreza, en la inestabilidad y defectos de su administración. En efecto, la primera junta formada con el nuevo reglamento no necesitó más de tres años para sanear la hacienda, mejorar el edificio, admitir mayor número de pobres, sacar mayores rentas de las fincas y formar un depósito de botica suficiente para varios años. Por real orden de 30 de septiembre de 1819 el gobierno atribuyó al hospital una renta anual de 9.000 reales pagada por Hacienda (32)y, aunque los gastos eran superiores, fue una ayuda para equilibrar el presupuesto. Contaba por entonces el hospital con torno y cuna de expósitos, tres tornos de hilar, dos telares de cintas y uno de lienzo. Pero los comisionados estaban cansados de tanto trabajo y sacrificio y pidieron que se nombrase para 1820 otra junta, que no dio prueba de la misma eficacia. Al cabo de un año sólo quedaban ocho niños de diez a diecisiete años, con dos dormitorios, un comedor y una sala alta para labores (33). En 1822, Ignacio González y Miguel Soto aceptan la comisión del ayuntamiento, o fueron convencidos por el alcalde Juan de Mattos, para intervenir en la administración del hospital de los Desamparados y del hospicio de San Carlos (34).

          A principios del XIX la cuna de expósitos de La Laguna seguía admitiendo a los niños abandonados de Santa Cruz. En 1827 un vecino, Juan Manuel Suárez, hizo una donación para mantener en la capital una casa con este mismo fin. Se alquiló una casa en la calle de la Caleta, actual del General Gutiérrez, impropia para aquel destino. Allí funcionó intermitentemente, hasta que, probablemente hacia 1852, la cuna de expósitos fue agregada a la maternidad que funcionaba en el hospital. Cuando se promulgó la ley de 29 de diciembre de 1853, por la que se creaba en toda España las Juntas Provinciales de Beneficencia, ambos establecimientos, que en realidad eran uno solo, pasaron a la categoría de provinciales (35). Otro tipo de enfermos que también se acogió en el hospital de Desamparados fue el de los elefancíacos, para los que se habilitó una sala en 1834, aunque no se sabe cuanto duró. En 1890, por orden del gobernador civil, a todos los elefancíacos se les envió al hospital de San Lázaro en Las Palmas (36). En 1839 la mortalidad era cercana al 27 por ciento. En el quinquenio de 1858 a 1863 había bajado al 14,8 por ciento, con un promedio de 622 ingresos anuales (37); es decir que en cinco años habían pasado por el hospital más de 3.000 enfermos. La mortalidad seguía siendo elevada, seguramente debido a una nueva epidemia de fiebre amarilla que se padeció al final del período.

          Son grandes altibajos en su funcionamiento, llegó la ley de 20 de junio de 1849, por la que el Ayuntamiento de Santa Cruz tomó a su cargo el hospital, nombrando una Junta Municipal de Beneficencia, hasta que la R. O. de 20 de diciembre de 1853 declaraba provinciales todos los centros benéficos (38), y el Ayuntamiento se vio libre.

          Desde su fundación en 1745, hasta por lo menos al finalizar la administración de Prat, es decir durante más de cincuenta años, no cesaron las obras en el hospital, con algunas paralizaciones por falta de fondos, que se iban asignando a cuentagotas, según las pocas disponibilidades; en 1824 se libraron por el ayuntamiento 3.000 rs. vn. lo que ya representaba una asignación apreciable (39). Estas asignaciones por importes similares se repetían cada pocos meses, generalmente a cuenta de las escasas rentas municipales, en respuesta a las peticiones de auxilio de los administradores del establecimiento (40). A veces las obras eran forzadas por reparaciones imprescindibles, como cuando el temporal de 1826, que causó daños por valor de 1.500 pesos, o en 1837 cuando el barranco se llevó parte de la huerta (41). El solar del cementerio se ocupó con ampliaciones, y la declaración de provincial en 1853 permitió duplicar la extensión del edificio. De 1862 es el proyecto de Manuel de Oráa, que comenzó por realizar una nueva fachada. Las obras se realizaron en dos tiempos: hasta 1868 por el contratista Juan Larroche, y por Rafael Clavijo a partir de 1875 para la crujía oeste.

          Mal que bien, el Hospital de los Desamparados continuaba su marcha, sin que las dificultades para su organización y mantenimiento llegaran a desaparecer por completo, a pesar de que, a partir de 1853, al pasar el establecimiento a ser de carácter provincial, muchos de sus males endémicos resultaran, al menos, atenuados. En 1881 diez monjas pertenecientes a la orden de las Hermanas de la Caridad se hicieron cargo del cuidado de los enfermos, lo que redundó de forma importante en beneficio de los mismos. Pero no todos los males, como decimos, tuvieron solución satisfactoria; por ejemplo, en 1888, el capellán del hospital presentó su dimisión acosado por el hambre, alegaba, y a algunos empleados se les debía quince meses de sueldo (42).

          También se trataba de introducir nuevos servicios, pero no siempre acompañaba la fortuna a estas buenas intenciones. Así, en 1886, por recomendación del gobernador civil, se habilitaron seis camas permanentes para las prostitutas que más urgentemente reclaman una asistencia facultativa asidua. Se puso un botiquín a su disposición, pero también hubo que poner un vigilante que las controlara, porque parece que la estancia de las enfermas en el hospital se les hacía bastante pesada y salían a dar paseos y, eventualmente, a buscar algún cliente en la calle (43).

          Tampoco fue siempre fácil dotar al centro del cuadro médico apropiado, ni siquiera cubrir la plaza de médico titular. La primera asistencia médica de que se tiene noticia en Santa Cruz, fue la de un denominado cirujano –tal vez un simple barbero- llamado Bernardo Domínguez, que era vecino del lugar en 1646 (44), pero es obvio que entonces no existía el Hospital de los Desamparados. Lo mismo ocurría cuando nos llegan noticias de José Sánchez de Castro, doctor en medicina y vecino de Santa Cruz, pero que murió en Garachico en 1734 (45). El primero que trabajó en el hospital parece haber sido el ya mencionado Juan García, portugués con estudios en Francia, que residía en Santa Cruz, y que prestó servicio desde 1785 a 1813. Presentó la renuncia por motivos de salud de su mujer que le obligaban a trasladar su residencia a La Orotava, por lo que se nombró para sustituirle a Ignacio Vergara. En 1814 se creó un segundo puesto de médico, con 15 pesos de salario al mes, para el doctor Joaquín Viejobueno, cirujano del Batallón de Infantería de Canarias, quien había practicado ya la medicina en Cádiz y en América. A los pocos meses intentó dimitir por considerar el salario insuficiente, pero se le convenció para que continuase hasta que venciera el contrato de Vergara, pasando en 1816 a la titularidad; pero dimitió al año por no habérsele pagado los 600 pesos que se le habían prometido. El año siguiente volvió a contratarse a Ignacio Vergara, quien también lo fue de la constituida Junta local de Sanidad. Como médico titular le siguió José Díaz, fallecido en 1839, al que sustituyó Bernardo Espinosa. En 1846 se volvió a crear el segundo puesto de médico que ocupó Benigno Mandillo y, por fallecimiento de éste el año siguiente, le siguió el marsellés Bartolomé Saurin. En 1855 se cayó en la cuenta de que ambos cobraban doble sueldo como médicos titulares del Ayuntamiento y médicos de la Junta de Beneficencia y, al ser obligados a elegir, sortearon entre ellos, quedando Espinosa como médico municipal y Saurin en Beneficencia (46). Este último volvería a ser más tarde titular del hospital y moriría prestando sus servicios en la epidemia de fiebre amarilla de 1862 (47).

          En 1881, por primera vez, se separan los enfermos psiquiátricos del resto de los acogidos, estableciendo un manicomio en la inmediata calle de San Telmo, pero en condiciones bastante deficientes, hasta que en 1917 se inaugura el nuevo sanatorio psiquiátrico, impulsado por el benemérito Dr. Juan Febles Campos, que había sido alcalde de la ciudad en 1899. Curiosamente, el traslado de estos enfermos al nuevo manicomio se realizó en tranvía.
En 1884 comenzó a derribarse la antigua e histórica capilla, para dar  paso al nuevo frontis del edificio (48), paralelo al cauce del barranco.  Era una capilla muy bien dotada desde los tiempos de los hermanos Logman y en ella llegó a custodiarse la Cruz Fundacional de Santa Cruz al ser retirada del exterior de la ermita de San Telmo -donde se había colocado al derruirse la capilla que la guardaba en la placeta de su nombre-, además de la imagen del Señor de las Tribulaciones, que hoy se venera en la iglesia de San Francisco. Cuando parecía que las obras y mejoras adquirían un ritmo más continuado, ocurrió un percance que constituyó un grave inconveniente para la marcha del centro. El 17 de marzo de 1888 se declaró un incendio en sus instalaciones que destruyó casi toda la parte antigua del edificio y que no llegó a afectar a las últimas obras que se habían efectuado gracias a la colaboración de los marineros y las bombas de dos buques de guerra franceses que se encontraban en ese momento en el puerto. Aunque la cifra nos parece exagerada, se dice que al ocurrir el siniestro se encontraban en las instalaciones, entre enfermos, locos, expósitos y personal, más de 400 personas. No se pudo evitar que se produjeran dos víctimas mortales entre las niñas internadas (49).

          Salvada la parte del edificio de fábrica más reciente, las obras de reconstrucción comenzaron inmediatamente, con aportaciones de muy diversa índole. Hacía falta gran cantidad de piedra para el nuevo edificio, por lo que se autorizó a la empresa constructora que sacara piedra de la parte alta de la calle de San Sebastián, en el mismo lugar donde ya se estaba trabajando para igualar la rasante, con la obligación de empedrar la parte de la calle que aún no lo estaba (50).

           En cuanto a las aportaciones en metálico, la compañía aseguradora pagó unas 37.000 pesetas, la Reina Regente contribuyó con un donativo de 3.000, la colonia Canaria de Montevideo envió 10.000, la Asociación Canaria de Beneficencia de La Habana, 3.757, el Ayuntamiento del Puerto de la Cruz contribuyó con 500. Además, el gobernador civil autorizó recurrir a los fondos de la suscripción abierta para paliar los daños del terremoto de 1884. Esta segunda etapa en la construcción del Hospital de los Desamparados fue dirigida por el arquitecto Manuel de Cámara y los trabajos se realizaron con bastante continuidad, teniendo en cuenta la época en que se realizaron. El 3 de noviembre de 1897 se instaló sobre el frontón la imagen de bronce, que representa la Caridad, traída de París y donada por el ya difunto inspector del establecimiento Santiago de la Rosa (51).

          Estamos ya en el siglo XX y, en su primer año, se inaugura el Hospital de Niños por iniciativa del Dr. Diego Guigou. Dos años más tarde el Dr. Eugenio Domínguez Alfonso introduce en el hospital la apendicectomía.

          En 1914 todos los centros de beneficencia pasaron a depender del Cabildo Insular, y Patricio Estévanez fue nombrado consejero inspector de los establecimientos. El primer reglamente de régimen interior fue aprobado el 3 de febrero de 1916. La nueva administración observó que el hospital era insuficiente para la demanda existente, por lo que encargó un proyecto de ampliación al arquitecto Antonio Pintor Ocete, cuyo proyecto fue aprobado en enero de 1920. En 1924 se adquirieron varias casas colindantes de la calle de San Sebastián que permitieron la creación de nuevas salas y dependencias. Todas estas obras, acabaron con lo poco de la construcción antigua que se había salvado del incendio de 1888. Otro siniestro, aunque de menores proporciones, se produjo por fuego en 1924; dañó especialmente a viejas dependencias lindantes con la calle de San Sebastián, que de todas formas se iba a ver afectadas por las obras de ampliación que estaban en marcha. En el momento de la alarma se trasladaron todos los enfermos a la iglesia de la Concepción, donde provisionalmente quedaron acogidos (52). En 1926 se inició una tercera fase de ampliación.

          Poco a poco se van introduciendo las primeras especialidades, de las que sólo nombraremos unas pocas, al tiempo que van surgiendo nuevas instalaciones o centros sanitarios: En 1926 el Dr. Trujillo Ramírez establece un departamento de Obstetricia y Ginecología; el siguiente año comienza a funcionar en el mismo hospital el Instituto de Higiene, trasladado en la década de los 30 a un nuevo edificio en la Rambla, en el que desarrolló una meritoria labor el prestigioso bacteriólogo Dr. Antonio Martínez; en el 29 el Dr. Vidal Torres se hace cargo de la otorrinolaringología; también por entonces se abre el dispensario antivenéreo, que en 1932, pasó a ocupar edificio propio en la calle de San Sebastián; en 1936 se inaugura el Jardín Infantil de la Sagrada Familia, popularmente conocido como “Casa Cuna”; en 1944 se abre el Sanatorio Antitubercu-loso en Ofra, que sustituye las viejas instalaciones del dispensario ubicado en la calle Canales Bajas, hoy del Dr. Guigou, cerca de los Lavaderos; en el 49 el Dr. Práxedes Bañares introduce la especialidad de Urología; y en este mismo año se crea el Centro regional de Lucha contra el Cáncer, que trajo consigo el establecimiento de un servicio de Oncología; etc., etc.

          En pleno siglo XX el viejo hospital tuvo que irse acomodando a las paulatinas necesidades que una comunidad en plena expansión demográfica le demandaba. Las obras, reformas y acondicionamientos fueron continuos durante otros cincuenta años. Por fin construido el nuevo Hospital General o Universitario –cuya capacidad ya está cuestionada por las ampliaciones a que está sometido-, en 1971 quedó fuera de uso el edificio del barrio del Cabo, trasladándose todos los servicios a las nuevas instalaciones. En 1970, justo antes de su cierre definitivo, el Hospital de los Desamparados contaba con una plantilla de 29 médicos, 7 practicantes y una matrona (53).

          En cuanto al noble edificio, cerrado y olvidado durante bastantes años, parecía que los responsables no tuviesen muy claro el destino que podía dársele a tan vetusta construcción. Alguien llegó a pensar en convertirlo en apetecible solar. Ello hizo decir al Profesor Cioranescu, en la década de los setenta, al comentar que son pocos los edificios públicos de Santa Cruz, no destinados a vivienda, que poseen una mínima monumentalidad, que el más antiguo, el Hospital de los Desamparados, sería también el más airoso, si pudiera salir del estado de abandono en que se halla postrado, en lugar de echarlo abajo, como lo desean muchos (54). Afortunadamente, el Cabildo Insular ha sabido encontrarle un destino digno, cuyos frutos se están comenzando a palpar y que, sobre todo, son una esperanza para un futuro inmediato.

                   
          Nuestro viejo Hospital de Nuestra Señora de los Desamparados ha sido y, afortunadamente, continua siéndolo una de los pocos edificios emblemáticos que han sobrevivido a la piqueta del tantas veces mal entendido progreso, situado en uno de nuestros barrios más antiguos y entrañables, del que hoy casi sólo queda el recuerdo: el barrio del Cabo. Allí continúan, como testigos mudos de nuestro pasado, la ermita de San Telmo, parte del cuartel –antes hospicio- de San Carlos, restos de la batería de San Francisco, la ermita de Regla, el castillo de San Juan y la Casa de la Pólvora. Lo demás, ya no existe. Respetemos a estos supervivientes, que forman parte muy importante de nuestra historia, y hagamos votos para que también se les encuentre un uso digno. El barrio del Cabo, como el inmediato de Regla, marginado durante siglos, fue un ejemplo de convivencia ciudadana, a pesar de que en él las condiciones de vida no eran todo lo placenteras que eran de desear. Pero sus antiguos moradores aún lo llevan muy dentro de su corazón, como aquellos emigrantes que al salir su barco del puerto hacia tierras americanas y tomar rumbo frente a su costa, cantaban:

                          "Adiós puente y adiós Cabo, // adiós San Telmo glorioso, // adiós Virgen del Buen Viaje // y adiós Hospital famoso."    


NOTAS
1 - A. CIORANESCU: Historia de Santa Cruz de Tenerife, tomo I, pp. 38 y 57. Caja General de Ahorros. Santa Cruz de Tenerife, 1977 (Nota 49, cap.II: Test., I, 36; Serra 849, 865, 253; Viana 246
2 - Ibidem: II, 62.
3 - J. D. DUGOUR:  Apuntes  para  la  Historia  de  Santa  Cruz  de  Tenerife  desde su fundación hasta nuestros tiempos   (Segunda  edición). Imprenta, librería y encuadernación de J. Benítez y Compañía. Santa Cruz de Tenerife, 1875. Pág.93.
4 - A.DARIAS PRÍNCIPE:  “Nueva aportación al  estudio del Hospital de los Desamparados”, en Homenaje  al profesor Dr. Telesfo-  ro Bravo, tomo II. Universidad de La Laguna, 1991. Pág. 179.
5 - A. CIORANESCU: Op. cit.: II, 249.
 6 - Ibidem: II, 520, nota 16.
 7 - Ibidem: II, 249.
 8 - A. DARIAS PRÍNCIPE: Op. cit., 179.
 9 - A. CIORANESCU: Op. cit., II, 248.
 10 - A. DARIAS PRÍNCIPE: Op. cit., 189-90.
 11 - IBIDEM: 180-181.
 12 - L. COLA BENÍTEZ: Santa Cruz, bandera amarilla. Epidemias y calamidades (1494-1910). Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife. Santa Cruz de Tenerife, 1996. Págs. 110-111.
 13 - A. CIORANESCU: Op. cit., II ,250.
 14 - Ibidem: IV, 99.
 15 - AYUNTAMIENTO DE SANTA CRUZ: Acta de 10 de junio de 1806.
 16 - A. CIORANESCU:II ,251.
 17 - AYUNTAMIENTO DE SANTA CRUZ: Siendo alcalde Víctor Tomás Monjuy, en sesión de 4 de septiembre de 1807 se accede a la petición de D. Juan Pedro García, Médico de los Rs. Exércitos y de la Junta de Sanidad, para ocupar el cargo de Médico titular de esta Villa.
 18 - A. DARIAS PRÍNCIPE: Op. cit., 182-186.
 19 - A. CIORANESCU: Op. cit., IV, 87.
 20 - AYUNTAMIENTO DE SANTA CRUZ: Acta de 25 de enero de 1813.
 21 - A. CIORANESCU: IV, 99.
 22 - L. COLA BENÍTEZ: Op. cit., 138-146.
23 -  AYUNTAMIENTO DE SANTA CRUZ: Acta de 15 de febrero de 1814.
24 -  Ibidem: Acta de 18 de marzo de 1814.
 25 - Ibidem: Acta de 6 de mayo de 1814.
 26 - A. CIORANESCU: Op. cit., IV, 87. Cita las actas municipales de 18/3.1814 y 23/4.1814, expediente 47/124 y de la Diputación de 29/4.1814.
 27 -  AYUNTAMIENTO DE SANTA CRUZ: Acta de 22 de junio de 1814.
 28 - Ibidem: Acta de 2 de julio de 1814.
 29 -  AYUNTAMIENTO DE SANTA CRUZ: Acta de  27de noviembre de 1816.
 30 - Ibidem: Acta de  6 de diciembre de 1816.
 31 -  Ibidem: Acta de 2 de marzo de 1818.
 32-  Ibidem: Acta de 2 de marzo de 1818.
 33 - Ibidem: Acta de 20 de noviembre de 1819.
 34 - A. CIORANESCU: Op. cit., IV, 100-101.
 35 - AYUNTAMIENTO DE SANTA CRUZ: Acta de 9 de marzo de 1822.
 36 - A. CIORANESCU:  IV, 79.
 37 - Ibidem:  IV, 98.
 38 - Ibidem:  IV, 101.
 39 - A. DARIAS PRÍNCIPE: Op. cit., 186-188.
 40 - AYUNTAMIENTO DE SANTA CRUZ: Acta de 3 de septiembre de 1824.
 41 - Ibidem: Los libros de actas de estos años contienen abundantes ejemplos.
 42 - A. CIORANESCU: Op. cit., IV, 306-307, n. 1.
 43 - Ibidem: Op. cit., IV, 101.
 44 - Ibidem:  IV, 119.
 45 - Ibidem: II, 246.
 46 - Ibidem: II, 246 y 507 n. 122.
 47 - Ibidem:  IV, 107.
 48 - L. COLA BENÍTEZ: Op.cit., 182.
 49 - A. DARIAS PRÍNCIPE: Op. cit., 191-196; Periódico La Democracia de 25 de febrero de 1884.
 50 - A. CIORANESCU: Op. cit., III, 266
 51- A. DARIAS PRÍNCIPE: “Hospital de los Desamparados”, en BASA, Publicación del Colegio Oficial de Arquitectos de Canarias. Núm. 1. Santa Cruz de Tenerife, Diciembre de 1983.
 52 - Periódicos Gaceta de Tenerife y La Prensa, de 6 de mayo de 1924.
 53 -  Periódico El Día – La Prensa, pág. 2 y 3, de 5 de junio de 1999.
 54 -  A. CIORANESCU: Op. cit., III, 259.