Reflexiones en torno a la actuación de un oficial denostado: Don Juan Bautista de Castro-Ayala

Por Daniel García Pulido   (Publicado en El Día / La Prensa el 24 de marzo de 2007).

A don Bernardo de Lorenzo-.Cáceres y Castro-Ayala, espejo de la caballerosidad y elegancia de aquellos días, a modo de desagravio por la distinción malversada.

Introducción

          En la revisión de la historia, por su  implicación tan directa e intrínseca con el mundo de los sentimientos y de las emociones humanas, es evidente que siempre ha habido y habrá injusticias, juicios de valor erróneos o sencillamente desvirtuados, iniquidades que se perpetuarán y se convertirán en realidades con el paso de los años, ajenas y expectantes a una crítica contextual o documental que consiga desvirtuar el mensaje en su esencia. Cuando la investigación de ese pasado se ha centrado o se centra, además, en el estudio de los propios actores y protagonistas de esos anales se agudiza hasta límites insospechados este componente subjetivo, de uso y  prerrogativas tan delicadas, Adentrarse en el mundo de los pensamientos y sensaciones vividos por personas de las que nos separan cientos y cientos de años es una labor a todas luces inviable,  con mayor énfasis si cabe si el asunto espinoso a tratar incumbe al honor, al prestigio o al valor personal de un individuo, no sólo por la ingente cantidad de variantes que se esconden en el ánimo de todo sujeto, sino por las costumbres y usos propios de esas otras épocas. que llegan a nosotros desvirtuadas, fuera de su contexto y de su adecuado margen de entendimiento.

          En las Islas hay notorios ejemplos en este sentido, con personajes cuya biografía ha quedado sesgada por alguna circunstancia, dejando marcado al protagonista para siempre en las páginas de los libros y artículos históricos. La Gesta del 25 de Julio de 1797 es uno de esos episodios donde la falta de una rigurosa crítica de las fuentes documentales relativas a este hito histórico ha motivado la persistencia en el tiempo de algunas falsedades o vacíos que sólo la transparencia y constancia de los investigadores podrá despejar con mucho esfuerzo. Algunos de sus actores han asumido grandes cotas de popularidad y éxito informativo en detrimento de otros que han sido sistemáticamente denostados. Ejemplo notorio de este último caso es la figura que traemos a estas líneas, el teniente coronel Juan Bautista de Castro-Ayala Fernández de Ocampo, a quien la Historia y sus valedores han mantenido en una línea bastante esquiva a mostrar su cara afable, llegando hasta nuestros días un caudal de información que denigra hasta extremos insoslayables sus méritos vitales.

          Castro-Ayala ha sido objeto en los diferentes estudios e investigaciones del pasado siglo de varios incomprensibles vacíos e incluso de ataques directos en base a una pretendida deserción en el momento álgido de la defensa de la plaza de Santa Cruz de Tenerife en la madrugada del 25 de julio. Su mala suerte ha trascendido incluso, hasta hace poco tiempo, al punto de tergiversarse su propia fisonomía, adscribiéndose como imagen suya un retrato del oficial don Gaspar Fernández Uriarte, salido del pincel de José Rodríguez de la Oliva que hoy cuelga en el Museo Municipal de Bellas Artes de la capital santacrucera. No cabe duda que Castro-Ayala ha sido un personaje malhadado, que ha llegado hasta nosotros a retazos, ávido de resarcir su reconocimiento y sembrado de puntos débiles. Estas líneas, nacidas del rigor documental que corre paralelo al aprecio hacia un personaje postergado por las circunstancias, quieren rescatar su figura para que sea juzgada su situación a los ojos de la crítica actual, fuera de sentimentalismos, de arduos enfrentamientos entre las capitales de Santa Cruz y La Laguna, de aquel debate, ya manido y superado, sobre una oficialidad aparejada a rancia nobleza y una milicia compuesta del agreste paisanaje.

Apuntes biográficos.

          Nuestro personaje vio la luz en la ciudad de La Laguna el 2 de julio de 1732, recibiendo las aguas bautismales bajo el nombre de Juan Bautista del Sacramento Francisco de Paula en la iglesia parroquial de Nuestra Señora de los Remedios el 12 de julio siguiente. Sus padres, Francisco Tomás Raimundo de Castro-Ayala Cabrera San Martín y Monsalve, y María de la Candelaria Fernández de Ocampo (Nota 1), formaban parte del estamento nobiliario de Aguere, brindando a su hijo una educación y unas condiciones de formación privilegiadas para la época.

          En su periplo vital podemos diferenciar varias vertientes. La primera, de índole castrense, en la que vemos a nuestro personaje ingresar, en 1746, con apenas 14 años de edad, como alférez en el regimiento de milicias provinciales de La Laguna (Nota 2). Consecutivamente, con el paso de los años, alcanzó los rangos de teniente y capitán de la 1ª compañía de dicho regimiento -este último en 1772 (Nota 3)-, con adscripción a la rama de granaderos por Real Despacho de 29 de octubre de 1780 (Nota 4). Nombramiento importante en su carrera militar fue el de capitán de los Reales Ejércitos, en 29 de septiembre de 1789 (Nota 5), al que vino finalmente el que a la postre sería su mayor graduación, la de teniente coronel de milicias de dicho regimiento, por designación de 21 de agosto de 1795 (Nota 6). En una vertiente vinculada íntimamente a su faceta marcial figuran cargos como el de gobernador interino de las armas de La Laguna (Nota 7) o los honoríficos de alcaide de los castillos de San Juan -en 1754- y de San Cristóbal -en 30 de noviembre de 1760 (Nota 8)-, ambos en el puerto santacrucero.

          Su cargo de regidor perpetuo decano de Tenerife -siendo recibido como tal en sesión del Cabildo de 3 de noviembre de 1753 (Nota 9)- es, sin duda, el eslabón político más digno de referencia en su historial. Dentro de dicha institución capitular ostentó varios puestos, destacando singularmente el de alférez mayor interino de la isla en 27 de febrero de 1789 (Nota 10).

          En la esfera social despuntan en el haber de Castro-Ayala su calidad de patrono del convento agustino de Tacoronte y del convento franciscano de Santa Cruz de Tenerife (Nota 11), su nombramiento como cónsul prior del Real Consulado Marítimo y Terrestre en 22 de diciembre de 1786 –por Real Nombramiento-, y en 24 de diciembre de 1790 –tomando posesión del cargo bajo juramento el 2 de enero de 1791 (Nota 12)-, y su pertenencia a la Real Sociedad Económica de Amigos del País (Nota 13). Merece citarse su papel como hacendado e interesado en el progreso y crecimiento de sus tierras y fincas, tal y como ha quedado atestiguado con la publicación de un importante conjunto de cartas de medianeros dirigidas a su persona (Nota 14). De su carácter apenas quedan bosquejos y si acaso el alcalde Domingo Vicente Marrero nos aporta una nota de extrema ternura al narrarnos, en uno de los sucesos acaecidos en los meses previos al asalto de Nelson a Santa Cruz de Tenerife, como “un chico de 8 a 9 años que desde que llegó lo llevaron a su casa la familia de don Juan de Castro, teniente coronel del regimiento de La Laguna, y lo criaban como cosa propia por lo que sentían infinito que se les fuese y así mandaron a suplicar a fin de que lo dejaran; los ingleses le exploraron la voluntad y él dijo que quería volverse a tierra a casa de su Papá Castro que irse con ellos con lo que fue bastante para que lo devolvieran” (Nota 15).

          Castro-Ayala contrajo nupcias en la iglesia lagunera de Nuestra Señora de la Concepción el 11 de junio de 1763 con doña María Bernarda de Soria Pimentel y Machado (Nota 16), con quien procréo cinco hijos: Tomás, Juan Bautista, Francisco Marcos, María Josefa e Isabel Agustina (Nota 17). En el terreno familiar debe reseñarse igualmente que la vivienda principal se ubicaba en la calle de la Carrera (Nota 18), con un servicio doméstico que el año 1776 estaba compuesto por seis criados: Agustín Álvarez, Juan, Diego Francisco, María del Carmen, Antonia María y Antonia Marrero (Nota 19).

Fallecimiento

          Las circunstancias que definen su muerte constituyen el núcleo y móvil de estas líneas, al haber supuesto la adscripción de Castro-Ayala al bando de de los oficiales desertores sorprendidos en su huída por unas tropas británicas emboscadas en las calles de Santa Cruz. En un primer acercamiento, entre los diferentes aspectos de su óbito por esclarecer nos encontramos con la realidad de unos hechos que han sido sumidos en la oscuridad interesada o inhábil por algunos contemporáneos, pues la sencilla y nítida relación de multitud de testigos directos ratifican un escenario y una sucesión de factores cuya certeza no acertamos a ver peligrar en ningún momento, si bien adelantamos siempre nuestra imposibilidad de corroboración por encima de todo punto (Nota 20).

          Repasando las fuentes documentales es fácilmente observable la existencia de una bipolaridad manifiesta de testimonios: están los que aluden someramente al fallecimiento de nuestro protagonista y, por otro lado, los de los testigos que ensalzan sus virtudes. Únicamente incurre en un supuesto distinto, vituperando sus acciones, una de las relaciones, como analizaremos a posteriori, que viene de la mano del teniente coronel del Batallón de Infantería de Canarias Juan Guinter Ferslerin (1732-1807). Entre quienes citan su muerte sin ningún tipo de apostilla ni comentario debe enumerarse, en primer lugar, al comandante general Antonio Gutiérrez, que no aporta en ningún documento conocido el nombre de nuestro biografiado, apuntando únicamente que dos oficiales (el otro al que se refiere es el subteniente Rafael Fernández Bignoni) fallecieron en la defensa (Nota 21). En esta línea se encuentran, además, el comerciante Juan Aguilar, el piloto Dionisio de las Cagigas, el capitán Francisco José Román, las relaciones anónimas A y D, el mayorista irlandés Pedro Francisco Forstall -quien curiosamente alude a su condición isleña dentro del debate muy activo en aquel entonces entre la oficialidad canaria y la oficialidad peninsular o foránea-, o el teniente Mateo Calzadilla, quien alude a Casto-Ayala sin nombrarlo al citar que “murió el teniente coronel de La Laguna” (Nota 22). Por su parte, el grupo de firmes valedores de la actuación de nuestro personaje está compuesto, como repasaremos más adelante, por el precitado Domingo Vicente Marrero, Cándido Fernández Veraud -a través de la pluma del cronista portuense José Álvarez Rixo-, el comerciante Bernardo Cólogan Fallon, el capitán Francisco de Tolosa Grimaldi, el castellano José de Monteverde Molina y el médico Antonio Miguel de los Santos.

          La narración de los hechos en sí mismos puede colegirse y entreverse con gran exactitud cruzando los testimonios vertidos por los nombrados Fernández Veraud, Marrero, Cólogan y Guinther, y dieron comienzo ya en el atardecer del 23 de julio de 1797, tal y como nos enseña el referido capitán Francisco de Tolosa al citar la irrupción en Santa Cruz  en al tarde dicha jornada de Castro-Ayala, al frente de su regimiento, “estimulado de su honor, amor a la Corona y a la Patria”. Álvarez Rixo, siguiendo al mentado Fernández Veraud, debe ser nuestro siguiente informante, pues nos brinda una visión ecuánime y reposada de los acontecimientos: “y se apostaron al poniente de la Aduana, junto a las milicias laguneras, cuyo coronel era don Juan Bautista de Castro (…) Todo por aquel entorno estaba en silencio, y el coronel Castro les obsequió con algunas copas de licor. Empezóse a sentir alguna inquietud en las calles contiguas, pero nadie decía el origen. Cuando a breve tiempo se vieron ocho a diez lanchas casi atracando a la playa debajo de la muralla, rompieron los milicianos el fuego de fusilería. Más no siendo contestado de los agresores se suspendió; y como ya no se viesen enemigos ninguno, los creyeron ahogados todos o destrozados. En esto llegó aviso, como un jabardo de ingleses que habían podido escapar desembarcando por el barranco de Santos, se hallaba reunido en la plaza parroquial (Nota 23), que viniesen las milicias para hacerles prisioneros. Marchó el coronel Castro al frente de su tropa, y junto a ella el joven Veraud, oyéndose los tambores ingleses tocando su peculiar llamada para que al son pudiesen acercarse sus extraviados. ¡Viva España! Gritaron los nuestros al entrar en la plaza; y como estas propias exclamaciones salían del grupo enemigo, Veraud creyó ser ya gente nuestra incorporada allí y se aproximó a los ingleses, quienes guardaban gran silencio, a excepción de dichas aclamaciones. Entonces hicieron estos una descarga de la cual cayó muerto el buen coronel don Juan Bautista de Castro y dos o tres milicianos más”. A renglón seguido debemos dejar constancia del testimonio del alcalde Marrero, quien al referirse a Castro dice, ya cuando los enemigos estaban cercaos en el convento y tras haber mandado a los primeros dos frailes a intimar a Gutiérrez, que “a este mismo tiempo inadvertidamente pasaba el teniente coronel del regimiento de La Laguna don Juan de Castro por enfrente de los enemigos, los que valiéndose de la ocasión le acertaron a pasarle el corazón con una bala de pistola (Nota 24), quedando muerto en el mismo instante a la vista de su hijo más viejo, don Tomás de Castro, teniente del mismo regimiento” (Nota 25). Cólogan que es uno de los que se detiene en más detalles al referirse a nuestro personaje, a quien llama cariñosamente “don Juan de Castro el viejo” (Nota 26), expone el caso de Castro-Ayala como un ejemplo de despiste: “sería ocioso referir todo lo que pasó en estas guerrillas, basta decir que les hacía doblemente la oscuridad de la noche, tanto que a veces se disparaba sobre amigos, y otras se dejaba de ejecutarlo por no conocerse de parte a parte, como sucedió con  dos de los referidos trozos de milicias que tomando por franceses a los que eran ingleses se les acercaron y fueron hechos prisioneros, y otro por igual equívoco aguantó sin defenderse una descarga de la que perdió la vida el teniente coronel del Regimiento de Milicias de La Laguna, don Juan Bautista de Castro” (Nota 27).

          Bajo todos estos preceptos nos hacemos una visión clara y específica de las circunstancias que rodearon la muerte de Castro-Ayala, centrándose únicamente las posible dudas en el hecho de si la aparición de éste en la plazuela de Santo Domingo responde a su afán de escapar o fue fruto de un movimiento puramente táctico en sus labores defensivas. Ya Álvarez Rixo apuntaba, como hemos visto, que “llegó aviso como un jabardo de ingleses se hallaba reunido en la plaza parroquial (sic) que viniesen las milicias para hacerles prisioneros”, explicación que encuentra su perfecto respaldo en Monteverde, nuestro siguiente punto de apoyo en este hito referencial, pues ratifica dicho movimiento aduciendo que “entretanto la Milicias que en dos divisiones de a 120 hombres al mando del teniente coronel don Juan Bautista Castro, habían estado apostadas desde San Telmo hasta el Garitón, recibieron también orden de acudir a la misma plazuela de San Cristóbal formadas en dos mitades: la una debía de marchar al dicho punto en derechura y la otra por la parte superior, a fin de cortar al enemigo la retirada y poder cogerle entre dos fuegos. Mas al tiempo que esta segunda mitad entraba en la plazuela de Santo Domingo, de la cual se habían apoderado los ingleses en mayor número de quinientos, recibió una descarga, quedando muerto el expresado don Juan de Castro y un miliciano, algunos heridos y varios prisioneros. El teniente coronel Castro había tenido por españoles y franceses las tropas que halló apostadas junto a Santo Domingo porque las oyó hablar en ambos idiomas” (Nota 28). Para mayor claridad sobre este particular, el alcalde Marrero, sin advertirlo, nos aporta en su relación de la defensa el germen que dio origen a esta orden del movimiento de tropas cuando hace mención a la valiente salida del oficial Guillermo José de los Reyes para servir de enlace con las milicias.

          Aún a pesar de la claridad de las pruebas y testimonios existentes, que se reafirman y refrendan unos a otros, el extremo controvertido de su historial castrense subyace en la acusación de deserción que pesa sobre su actuación en dicha madrugada del 25 de julio. Es obvio que Castro-Ayala, fuese cual fuese su comportamiento, difícilmente pudo escapar de la mala fama cosechada por el papel jugado por gran parte de su regimiento, circunstancia que obviamente le ha hecho un flaco favor. Con todo, no deja de resultar tremendamente curioso a la par que extraño que un único testimonio, esbozado, como hemos referido, por Juan Guinther, pueda haber trascendido de tal manera, llegando a hacer tanto daño en la credibilidad de un personaje ya que en ninguna otra relación encontramos vestigio alguno de mancha o alusión a nuestro biografiado (Nota 29). El oficial germano acusa insistentemente a las milicias de forma sistemática y es quien acusa dentro de esa línea negativa directamente a Castro de huir (Nota 30), siendo su intención clara a este respecto, ya que no la disimula a la hora de elaborar su relación (“esta retirada no sirvió sino para dar mayor lustre y esplendor al Batallón”) (Nota 31). De manera insistente se cita la escapada de muchos oficiales de milicias en otras relaciones, pero sobre Castro-Ayala, si hubiese tomado parte en la deserción, nos asalta una pregunta vital: ¿cómo pudo haberse escapado del resto de las fuentes?

          Guinther explica los hechos de esta manera:

          “Luego que el Batallón estuvo en la plaza delante del Castillo Principal, se formó en orden de batalla, pero en aquel paraje ni en sus inmediaciones se descubría ni una sola persona, a excepción del acreditado don Luis Román con su gente, vociferando que el general había muerto, cuya noticia desgraciada se esparció por ellos mismos, para dar algún color y cubrir su falta, sin contemplar que aunque fuera verdad nunca debe abandonarse la defensa de la patria. Lo mismo ejecutaron los 400 hombres que para ser agregados al Batallón llegaron el día antecedente, pues conforme empezó el fuego en el Barranco Santo huyeron por los Molinos (…) y como el camino es tan áspero, algunos de sus oficiales se retiraron por Santo Domingo con intención de subir por la Calzada de dicho convento e ir a salir a la calle de la Consolación para tomar la Cuesta, pero por su desgracia llegando el teniente coronel del regimiento de La Laguna don Juan de Castro solo, ya estaba la cabeza de los ingleses a la esquina de la casa de Juan José enfrente de dicho convento y a unos ocho pasos por bajo de la Cruz lo mataron después que estaban ya los ingleses formados delante de la plaza del nominado convento” (Nota 32). (…) “llegaron también sucesivamente sin acompañamiento de soldados y el enemigo tomó prisioneros conforme iban subiendo a los capitanes don Andrés de Torres, don Tomás Suárez, don Juan Tabares y el teniente don Agustín Peña; los demás fueron por el camino viejo y un capitán de los cazadores se encontró en la huerta de don José Carta; del mismo cuerpo volvieron dos subalternos de arriba a entregarse al enemigo voluntariamente rindiendo su espada”. (Nota 33).

          Si bien ya hemos advertido que existen mejores puntos de apoyo para sustentar la versión ofrecida por el resto de los testigos actuantes de la Gesta, para desmontar, en parte, desde un punto de vista científico ajeno a toda vinculación interesada, la sucesión de hechos que presenta Guinther, resalta de manera primaria un aspecto o circunstancia de interés: si como refleja el oficial germano, Castro-Ayala llegó a la plazuela de Santo Domingo y ya se encontraban en ella los ingleses de las columnas de desembarco de Samuel Hood y Ralph Wilet Miller, no parece que su supuesta huída o movimiento de ascenso hacia La Laguna fuese producto de los primeros momentos del ataque, porque sabemos bien que las partidas que desembarcaron en el barranco de Santos, playa de las Carnicerías y desembocadura del barranquillo del Aceite vivieron un auténtico calvario entre el enmarañado callejero de San Cruz, estando varios gruesos contingentes de ellas apostados en diversos puntos -plaza de la Iglesia, calle de Cruz Verde, parte superior de la plaza de la Pila-, hasta ir derivando merced al ruido de los tambores, al hostigamiento del Batallón de Infantería de Canarias y su estrategia del uso de los “violentos” y a la utilización de guías locales hacia las calles de la Noria y Santo Domingo para derivar hacia la plaza de Santo Domingo. Este hecho destruye la convicción de esa desbandada inicial que parece adivinarse en algunas relaciones y nos hace pensar en una explicación sesgada de una realidad bien distinta. Ante la escasez de información apta para contrastar lo emitido por Guinter y la certeza de dichos hechos, en ocasiones debemos basarnos no en la afirmación de los mismos, sino en su vacío o en la inexistencia de referencias cruzadas en testimonios cercanos. En este sentido no deja de resultar interesante advertir que el nombre de Castro-Ayala no aparece en las nóminas y listados de heridos y bajas que acudieron al Hospital Militar para sus últimos cuidados, lo que certifica la explicación que brindan las fuentes sobre la muerte inmediata de Castro, lejos de cualquier posible auxilio.

          Podríamos añadir igualmente que Castro-Ayala rompe con algunos tópicos del perfil de desertor de aquella época, si nos basamos en los ejemplos de otros personajes cuya incomparecencia en filas resulta sobradamente sospechosa, y principalmente debemos hacer mención a su mal estado físico, circunstancia que pudo haber servido de excusa para ausentarse de la línea defensiva. En su caso se añade el agravante de la ausencia de su superior, el conde de Sietefuentes, don Fernando Javier del Hoyo Solórzano y Abarca (1747-1812), que vivió ajeno a los hechos e imperturbable a pesar de la situación de alarma vivida en la isla (y con más razón, durante los tres días que duró el asalto británico a Santa Cruz de Tenerife, donde la noticia llegó a todos los rincones de la isla y del Archipiélago), comportamiento que siempre ha quedado ajeno a este episodio cuando, como mínimo, parece responsable subsidiario de la triste desaparición de nuestro biografiado. Muchos oficiales siguieron conservando su vida y escondieron sus deméritos bajo falsos memoriales y pretendidos esfuerzos, y es a la vista de todos ellos cuando uno piensa si deberían centrarse futuras investigaciones en que se desentierren sus mezquindades.

          Retomando el hilo argumental, y a modo de refrendo del caudal de aseveraciones esgrimidas, en el otro lado de la balanza y en un caso curioso por inusual dentro de los anales de la Gesta, aparecen testigos que enfatizan su apoyo y mención sobre Castro-Ayala, particularmente tres: el varias veces enfatizado alcalde Marrero, Bernardo Cólogan y el vate De los Santos.

          a) El primero de ellos apunta:

          “Sólo el amor a su patria y el cumplimiento y celo del Real Servicio eran capaces para haber movido a este sujeto tan digno de elogio a que saliese de su casa porque a más de su crecida edad. Estaba enfermo y las piernas llenas de granos que sólo con el bastón podía andar (Nota 34) pero, ¿qué iba a hacer este fiel militar? ¿había de abandonar su regimiento? ¿había de pasar por el bochorno que se viera entrar en esta plaza aquel regimiento sin coronel ni teniente coronel? No permitió nada de esto su honor; él quiere primero morir que se digan tales cosas de él y ésta es la gloria con que harta razón llora su coronel pues por estarse en sus recreos y cuidado de sus haciendas no tuvo la más ligera parte en nuestra victoria y si sólo fue en parte causa de la muerte de Castro, no son estos los mayores daños que causa la ausencia de los jefes de sus respectivos cuerpos, por sólo unos motivos muy frívolos y de ninguna utilidad a la patria ni al soberano” (Nota 35).

          A todas luces resulta curioso que Marrero, acendrado chicharrero, que en su relación no descansa de martirizar a la vecina ciudad de La Laguna y a los dueños de mayorazgos y rancias noblezas de sangre, y que, por tanto, por dicho motivo tenía hartos motivos para ensañarse con Castro-Ayala, tome el camino contrario y lo defienda. El alcalde hablaba de “los más crueles traidores contra nuestro soberano y nuestra patria mirándolos siempre como el más sucio borrón que ha manchado el lustre de la nobleza isleña” (Nota 36) y especifica en sus escritos que “quiero y quisiera hablar de los muchos señores oficiales que abandonando la patria al furor de sus invasores, permitiendo su ruina a cambio de conservar sus vidas volvieron la espalda a la primera voz de estar el enemigo en tierra llenándose los caminos y aún las salidas más intransitables de nobles cobardes que fugitivos corrían a tomar altura de donde observar sin recibir daño”. (…) “¿vosotros, que con esa nobleza más que encantada queréis ser los dioses de las islas teméis a la miaja de plomo que gira en altos globos?” (Nota 37).

          b) El comerciante Bernardo Cólogan reitera en sus escritos que:

          “El teniente coronel del regimiento de milicias de La Laguna, don Juan de Castro y Ayala, que a pesar de su edad avanzada se hallaba a la cabeza de su tropa”; y cita más adelante, emparejando a nuestro personaje con el también fenecido Fernández Bignoni, arguyendo que “ya que en nuestra justicia pende su recompensa paguemos a las cenizas de ambos el tributo de alabanzas que les debe nuestra gratitud y sirva su memoria de ejemplo puesto que derramaron su sangre en defensa de la patria” (Nota 38).

          c) Otra prueba más la conforman los versos del médico y poeta Antonio Miguel de los Santos, que ya conoce el lector al habernos servido de ellos como preámbulo a estas líneas.

Conclusiones

          El cuerpo sin vida de Castro-Ayala fue llevado al día siguientes, 26 de julio de 1797, “con gran pompa y ostentación” según rezan las fuentes de la época, a la iglesia de San Agustín, en La Laguna, donde fue sepultado en la capilla familiar, contando para ello con la asistencia de los cinco beneficiados de la ciudad y un gran número de capellanes. (Nota 39). En la actualidad apenas se rinde homenaje a este oficial, el de mayor graduación que feneció en el combate, y se le escamotea incluso no sólo una calle a su memoria, sino la simple mención de su nombre en el monumento de la gesta del 25 de Julio. Aunque pueda parecer justificación vana, por ingenua o romántica, nos queda el consuelo de saber que la figura, el recuerdo y la memoria de Juan Bautista Castro-Ayala, como la de tantos y tantos otros postergados al olvido o al anonimato, descansan a buen recaudo en el corazón de quienes miran al pasado con un cariz de respeto, de admiración y de gratitud.


NOTAS.

1. RÉGULO PÉREZ, J. (editor) (1952-1967): Nobiliario de Canarias. Tomo II pp. 283-284, y Catálogo del Museo Naval de Madrid. Sign. nº 4.938 E-4143.
2. Nobiliario de Canarias. Tomo II p. 284.
3. HERNÁNDEZ MORÁN, J. (1982). Reales Despachos de oficiales de milicias de Canarias. Edit. Hidalguía; Madrid, p. 117
4. Nobiliario de Canarias. Tomo II, pp. 284-285.
5. Nobiliario de Canarias. Tomo II, pp. 284-285.
6. Nobiliario de Canarias. Tomo II, pp. 284-285.
7. Castro-Ayala ocupó este cargo al menos en los meses de noviembre y diciembre de 1796, en ausencia de su titular el conde de Sietefuentes, según consta en el testamento del juez de Indias don Bartolomé de Casabuena. (Información gentilmente aportada por la historiadora Ana Pérez Álvarez).
8. Nobiliario de Canarias. Tomo II, p. 284.
9. DE LA GUERRA Y PEÑA, Lope Antonio (1959): Memorias. Tenerife en la segunda mitad del siglo XVIII. Cuaderno 4, p. 183; Nobiliario de Canarias, Tomo II, p. 283: Catálogo del Museo Naval de Madrid. Sign. nº 4.938 E-.4143
10. Nobiliario de Canarias. Tomo II, p. 285. Ostentando dicho cargo portó el estandarte real en la proclamación de Carlos IV en Tenerife el 2 de septiembre de 1789 (Nobiliario de Canarias. Tomo I, p. 621 y Tomo II, p. 285) con seis días de festividades y una serie de medallas conmemorativas, todo a su costa, de lo que hizo información ante Santiago Antonio Penedo el 7 de enero de 1790 (Nobiliario de Canarias. Tomo II, p. 285).
11. Nobiliario de Canarias. Tomo II, p. 283.
12. Nobiliario de Canarias. Tomo II, p. 284. DE LA GUERRA Y PEÑA, L. Op. cit. Cuaderno 4, p. 183.
13. Nobiliario de Canarias. Tomo II, pp. 283-286.
14. HERNÁNDEZ HERNÁNDEZ, José Manuel (2003): Cartas de medianeros de Tenerife (1769-1893). Academia Canaria de la Lengua; Islas Canarias.
15. ONTORIA OQUILLLAS, P. / COLA BENÍTEZ, L. / GARCÍA PULIDO, D. (1997): Fuentes documentales del 25 de julio de 1797. Santa Cruz de Tenerife, p. 137. Esta anécdota la refrenda Zárate en su relación (Op. cit., p. 235), sin duda al ostentar Castro-Ayala la condición de “padre de huérfanos” por aquel entonces.
16. Nobiliario de Canarias. Tomo II, p. 286; Padrón de habitantes de La Laguna, año de 1776; Catálogo del Museo Naval de Madrid. Sign. nº 4.938 E-4143. Original en el libro de casamientos IX de la iglesia de los Remedios, folio 124.
17. Padrón de habitantes de La Laguna, año 1776; Nobiliario de Canarias. Tomo II, pp. 286-293.
18. Padrón de habitantes de La Laguna, año 1776; en CIORANESCU, A. (1965): La Laguna: guía histórica y monumental, se indica que dicha vivienda se situaba en el solar del actual Teatro Leal.
19. Padrón de habitantes de La Laguna, año 1776.
20. Deben reseñarse en este punto los artículos “¿Hay más noticias, Juana?” y “Soldaditos de plomo”, de Enrique Roméu Palazuelos, publicados en este mismo rotativo de EL DÍA el 20 y 27 de julio de 1997, donde afirmaba que Castro-Ayala fue “avisado para morir” por las circunstancias de la propia Gesta. Asimismo hemos de hacer referencia al artículo “Olvido imperdonable en un episodio histórico. Don Juan Bautista de Castro-Ayala en la gesta del 25 de Julio”, dado a la luz por Domingo de Laguna en este periódico el 24 de julio de 1978.
21. ONTORIA OQUILLAS, P. / COLA BENÍTEZ, L. / GARCÍA PULIDO, D. (1997: Op. cit., p. 48.
22. ONTORIA OQUILLAS, P. / COLA BENÍTEZ, L. / GARCÍA PULIDO, D. (1997: Op. cit., pp. 62, 71, 77, 202, 230, 256 y 273.
23. Álvarez Rixo confunde la plaza parroquial con la plazuela de Santo Domingo, actual plaza de La Madera, escenario de la muerte de Castro-Ayala, verificado por el alcalde Domingo Vicente Marrero, por Monteverde y por Guinter.

24. La herida de un “tiro en el pecho” figura convenientemente contrastada en la mención de Juan Primo de la Guerra (DE LA GUERRA Y DEL HOYO, Juan Primo (1976): Diario. Tomo II, p. 12).
25. ONTORIA OQUILLAS, P. / COLA BENÍTEZ, L. / GARCÍA PULIDO, D. (1997): Op. cit., p. 160.
26. ONTORIA OQUILLAS, P. / COLA BENÍTEZ, L. / GARCÍA PULIDO, D. (1997): Op. cit., p. 84.
27. ONTORIA OQUILLAS, P. / COLA BENÍTEZ, L. / GARCÍA PULIDO, D. (1997): Op. cit., p. 88.
28. ONTORIA OQUILLAS, P. / COLA BENÍTEZ, L. / GARCÍA PULIDO, D. (1997): Op. cit., pp. 185 y 186.
29. La poesía satírica que escribiera Lorenzo Pastor y Castro incluye a “un Castro delante” haciendo referencia a la huída de Pascual de Castro (1772-1810), el ayudante mayor interino del cuerpo de cazadores establecido en el puerto santacrucero, circunstancia que ha conducido a error a algunos investigadores al pensar que se trataba de Castro-Ayala.
30. Con todo, Guinter apunta que el 22 de julio Gutiérrez envió orden a Castro para que destacase tropa para cortar la posible entrada del inglés por las cumbres de Valleseco, lo que efectuó “inmediatamente” Nicolás García. (ONTORIA OQUILLAS, P. / COLA BENÍTEZ, L. / GARCÍA PULIDO, D. (1997): Op. cit., p. 102).
31. ONTORIA OQUILLAS, P. / COLA BENÍTEZ, L. / GARCÍA PULIDO, D. (1997): Op. cit., p. 110.
32. ONTORIA OQUILLAS, P. / COLA BENÍTEZ, L. / GARCÍA PULIDO, D. (1997): Op. cit., p. 110.
33. ONTORIA OQUILLAS, P. / COLA BENÍTEZ, L. / GARCÍA PULIDO, D. (1997): Op. cit., p. 110.
34. El hecho de su deteriorada condición física lo cita Tortosa refiriéndose a “sus continuos achaques y padeceres, en especial de una pierna”.
35. ONTORIA OQUILLAS, P. / COLA BENÍTEZ, L. / GARCÍA PULIDO, D. (1997): Op. cit., p. 160.
36. ONTORIA OQUILLAS, P. / COLA BENÍTEZ, L. / GARCÍA PULIDO, D. (1997): Op. cit., p. 158.
37. ONTORIA OQUILLAS, P. / COLA BENÍTEZ, L. / GARCÍA PULIDO, D. (1997): Op. cit., p. 155.
38. ONTORIA OQUILLAS, P. / COLA BENÍTEZ, L. / GARCÍA PULIDO, D. (1997): Op. cit., p. 90.
39. Libro IX de enterramientos, folio 9. Iglesia de Nuestra Señora de los Remedios. Según el Nobiliario de Canarias, con el paso de los años sus restos mortales fueron trasladados a la capilla familiar del convento agustino de Tacoronte (Tomo II, pp. 283-286).