De máscaras y disfraces (Retales de la Historia - 11)
Por Luis Cola Benítez (Publicado en La Opinión el 19 de junio de 2011).
Desde siempre ha sido Santa Cruz un pueblo jaranero, en el sentido más limpio de la palabra. Tal vez sea por el azul de su mar, la luz de su cielo, la templanza de su clima, el marco de sus montañas. Tal vez sea por todo eso o por cualquiera otra razón, da lo mismo, que siempre ha sido proclive a la alegría y a la diversión, no exenta de sana picardía. Es sabido que en tiempos pasados las fiestas de disfraces empezaban el día de la Purísima, 8 de diciembre, y ya no paraban hasta la Cuaresma. Esto, en cuanto a las fiestas que podríamos llamar "oficiales", porque el pueblo llano no precisaba de fechas concretas ni de licencias expresas.
Muchas manifestaciones festivas, irrenunciables para el pueblo, precisaban de un cierto control para evitar posibles desgracias. Una de ellas era la celebración de la víspera de San Juan, en un pueblo donde la madera era uno de los principales materiales de construcción. Así, el alcalde José Víctor Domínguez dictó en 1792 un bando prohibiendo hogueras o candelas y tiros dentro del poblado... "en la víspera de la noche de San Juan, bajo pena de 4 ducados de multa y 8 días de cárcel". No se andaban con bromas en las sanciones.
Pero aunque no cabe duda de que entre las fiestas profanas eran las del Carnaval la que se llevaban la palma, los chicharreros no precisaban que llegaran sus fechas para echarse a la calle con máscaras y disfraces. Así lo atestiguan los múltiples bandos y disposiciones de la autoridad, a través de los años, prohibiendo disfrazarse y taparse, especialmente por las noches, no sólo en los Carnavales sino en fiestas como la de Nuestra Señora de Regla, Santo Cristo de Paso Alto o Nuestra Señora del Pilar. Algunas de estas disposiciones, que se prologaron durante el siglo XVIII y gran parte del XIX, eran bien curiosas, como la de 1799 en la que además de prohibir las máscaras se prohibía, también, fiar a los marineros franceses. La proliferación de bandos evidencia que una vez y otra el pueblo se echaba a la calle con disfraces y caretas, siguiendo una tradición que a las autoridades les resultaba imposible evitar, por lo que no les quedaba más remedio que adoptar una actitud tolerante.
Prueba de ello es cuando llegó el nuevo Jefe Superior Político, Ángel José de Soverón, desconocedor de la idiosincrasia local, y dictó un terrorífico bando con serias penas para los infractores. El alcalde, José María de Villa, le hace ver que el uso de las máscaras en esta Villa se acostumbra por la época del Carnaval... “y que nunca ha resultado desorden, ni hay por ahora temor de que se esperimente, al paso que es bien notorio que en este Pueblo se carece de otras diversiones que llamen la atención, y que además es conocida la docilidad y comedimiento de este Vecindario, á quién sin una causa fundada, no parece prudente pribarle de este ensanche á que está acostumbrado”. Terminaba pidiendo que se dispensase a la Villa de este bando, o al menos que se publicase uno de carácter general sin las amenazas de penas.
No cabe duda de que la fiesta en cuestión era una cosa muy seria y de tener en cuenta en todo momento. En 1840, encontrándose el Ayuntamiento en la penuria, sus empleados pidieron que se les pagase el mes que se les adeudaba, por ser su único medio de subsistencia y, además, porque se aproximan los días de Carnaval. A partir de 1851, además de en las sociedades, se celebran bailes de máscaras en el Teatro, y no sólo en Carnavales, sino que también se organizaban con fines benéficos o para dedicar su producto a mejoras ciudadanas. En 1906 se autorizan las serpentinas y confetis, siempre que los paquetes sean de un mismo color para que no se puedan aprovechar de un año para otro lo que va en detrimento de la higiene y salud pública, pero se prohíben los polvos y huevos de talco. Sin embargo, pocos años después se concede la exclusiva de su confección y venta a la Asociación Caritativa de la Infancia, a cuyo cargo estaba el Hospital de Niños.
Poco a poco el Carnaval se va institucionalizando, y en 1932 se acuerda que las fiestas oficiales de la ciudad son el 3 de mayo, el 25 de julio y el martes de Carnaval. Tres años después, por primera vez, se elige una Miss Carnaval, en el Círculo de Amistad XII de Enero, recayendo el título en la señorita Onagra Lorenzo Díaz.
A partir de 1937 llegó la suspensión de la fiestas carnavaleras como consecuencia de la guerra civil, pero como la famosa ave que renació de sus cenizas, la popular fiesta recuperaría después un esplendor creciente, imparable para las autoridades que intentaban prolongar la prohibición en el tiempo, hasta que en 1961 es el propio Carnaval el que se oculta –el disfrazador disfrazado– bajo el rocambolesco y oportuno disfraz de Fiestas de Invierno de Santa Cruz de Tenerife. Veinte años más tarde, ya los Carnavales son tan famosos que son declarados y se reconocen como Fiesta de Interés Turístico Internacional.