Relación de la singular derrota sufrida por el Escuadrón Azul...
RELACIÓN DE LA SINGULAR DERROTA SUFRIDA POR EL ESCUADRÓN AZUL DE LA ARMADA DE SU MAJESTAD BRITÁNICA QUE AL MANDO DEL CONTRALMIRANTE HORACIO NELSON ATACÓ LA PLAZA DE SANTA CRUZ DE TENERIFE EL 25 DE JULIO DE 1797. (A LA LUZ DE FUENTES DOCUMENTALES INGLESAS)
Por José Manuel Padilla Barrera (Publicado los días 28 de abril y 3 de mayo de 2007 en El Día / La Prensa)
Premio General Gutiérrez de Periodismo (2007)
LOS ANTECEDENTES
La batalla que tuvo lugar en el puerto de Santa Cruz de Tenerife en julio de 1797 no fue sino un episodio más de la guerra que libraban España e Inglaterra, y que, curiosamente, quedó para la historia como la única victoria que las armas españolas lograron sobre los británicos en esa contienda, además obtenida poco tiempo después de la gran derrota sufrida en el cabo de San Vicente, y precisamente, sobre el gran protagonista de esa batalla, donde había conseguido su ascenso a contralmirante, el entonces comodoro Horacio Nelson.
Fue en octubre de 1796 cuando España declaró la guerra a Inglaterra; era la consecuencia inevitable del Pacto de San Ildefonso, firmado el mes de agosto anterior, entre Francia y España. Apenas había pasado un año desde que España era enemiga de la Francia revolucionaria. La Paz de Basilea de julio de 1795, dio fin a la guerra del Rosellón, represalia española por la muerte en la guillotina de Luis XVI, en la que España perdía su parte de la isla de Santo Domingo a favor de Francia y el favorito Godoy ganaba el título de Príncipe de la Paz. Muchos canarios participaron en esa guerra, en principio victoriosa y más tarde desastrosa. Se encontraba así Inglaterra, de nuevo, enfrentada a Francia y España unidas; con ambas tenía una vieja cuenta pendiente: la humillante derrota. sufrida a manos francesas, con ayuda española, que le costó la pérdida de las colonias americanas. En la Paz de Versalles de 1783, Gran Bretaña reconoció la independencia de los Estados Unidos; Francia recuperó Tobago, Santa Lucía y el Senegal y España recobró Menorca, Florida, y parte de Honduras, pero no logró la devolución de Gibraltar.
Cuando se declaró la guerra, la flota inglesa del Mediterráneo la mandaba el almirante Jervis, que tenía a sus órdenes al comodoro Nelson, que, para los suyos, ya formaba parte de la leyenda. Capitaneaba el comodoro al Agamennon, un navío de 64 cañones, que había causado estragos entre los franceses, pero era un barco viejo y hubo que retirarlo de servicio por lo que Nelson enarboló su insignia en la fragata La Minerve. A principios de año 1797, ondeando en su único palo la señal de portador de mensaje para entregar al Almirante Jefe, se unió a la flota el cúter Fox; famoso por la premura de sus cruceros y, no menos, por su comandante, el teniente John Gibson, ejemplo de marino inglés que, junto con su barco, será protagonista, triste protagonista, de parte de este relato. Los despachos que portaba tuvieron que ser de mucha importancia, porque inmediatamente Jervis ordenó pairear la flota e izar señal de llamada a capitanes. Por los hechos que se desarrollaron a continuación, que concluyeron con la batalla de San Vicente, se puede deducir que el mensaje era del Almirantazgo, informando a Jervis que una gran flota española se aprestaba a partir de Cartagena en dirección al Atlántico, para en unión de otra francesa, poner rumbo a Brest, y desde allí invadir las Islas Británicas. Esta información que había obtenido el Almirantazgo, seguro que procedía de Lady Hamilton, esposa del embajador inglés en Nápoles e íntima amiga de María Carolina, hermana de la reina francesa guillotinada, María Antonieta. María Carolina leía las cartas que su marido Fernando IV, Rey de Nápoles, recibía de su hermano Carlos IV, Rey de España, y llevada de su odio a la Francia republicana, transmitía todos sus contenidos a su amiga Enma Hamilton. Cumpliendo las órdenes recibidas, el almirante inglés se replegó a Gibraltar. Protegiendo esa evacuación Nelson tuvo duros enfrentamientos con los que no hacía mucho tiempo habían sido sus aliados, los españoles; en una de esas escaramuzas, perseguida La Minerve por dos navíos de línea ,su segundo de a bordo, el teniente Hardy, cayó al mar; Nelson no lo dudó un segundo, puso en facha la fragata y logró rescatarlo; la maniobra desconcertó a sus perseguidores que perdieron su presa. Años más tarde Hardy, que volverá a aparecer en este relato, sería el capitán del buque insignia de Nelson, en la batalla de Trafalgar: el Victory.
No estuvo mucho tiempo Jervis en Gibraltar, porque a principio de febrero se encontraba con su flota a la altura del cabo de San Vicente, por donde sabía que debería pasar la armada española. Nelson se mantuvo en el Mediterráneo con su fragata La Minerve, para conocer el número de barcos de los españoles, que resultaron ser veintisiete navíos de línea al mando del almirante de Córdova. El día 13, un día antes de la gran batalla, Nelson se unió a su flota, y allí pasó a mandar el Captain, un navío de 74 cañones. Con este barco Nelson logró un nuevo éxito en su carrera. Ante la sorpresa de sus propios compañeros, rompió la formación ordenada por el almirante, saliéndose de la misma, para impedir que los españoles pudieran cerrar su línea; esta audaz maniobra le pudo haber costado muy cara de haber fracasado, pero Jervis comprendió pronto su intención y envió barcos en su ayuda, con lo que la armada británica logró una gran victoria sobre la española, con gran tristeza para sus desolados marinos, dotados de buenos barcos, pero con tripulaciones bisoñas y poco instruidas. Esta brillante acción supuso para Jervis el título de conde de St.Vicent, para Nelson el ascenso a contralmirante y para el almirante español, de Córdova, verse apartado del mando y sometido a consejo de guerra.
La armada española, destrozada, con cuatro de sus barcos capturados por los ingleses, se refugió en Cádiz, y hasta allí acudió Jervis para establecer el bloqueo del puerto, e impedir que los españoles pudieran reunirse con las unidades que todavía quedaban en el Mediterráneo. La flota de bloqueo estaba formada por veinte barcos entre navíos y fragatas, además de al menos dos cúteres, el Fox y el Rose. La insignia del flamante contralmirante Nelson ondeaba ahora en el Theseus, navío de 74 cañones, cuyo capitán era Ralph Willet Miller. El aburrimiento y el hastío se apoderaban de tripulaciones y mandos que, para su desesperación, desde sus barcos podían contemplar a las bellas y alegres gaditanas paseando por las murallas. La marinería medía el tiempo por las horas de reparto del grog, una pinta de ron de Jamaica rebajado con agua, que se repartía al mediodía cuando el sol estaba en lo alto del trinquete y al comenzar el ocaso, hacia las seis de la tarde. Quizás el más aburrido y hastiado era el propio Nelson, por eso provocaba a los españoles, con la esperanza de hacerles salir del puerto, pero no lo consiguió, solamente pequeñas escaramuzas, alguna de las cuales pudo hasta costarle la vida; pero siempre hubo un subordinado, como tantas veces le ocurrió, que le prestaba una ayuda providencial. En esta situación de obligada inactividad, Nelson, el día 12 de abril, dirigió una carta a su jefe el almirante Jervis; le proponía en ella, ni más ni menos, que invadir Tenerife. La noche anterior había hablado con el capitán Troubridge, que le informó de la presencia allí del Virrey de México y eso despertó en él algo que llevaba pensando hacía tiempo; estaba perfectamente informado de cómo se hacían los amarres de los barcos fondeados en la bahía, también que el agua de consumo era transportada por canales de madera y que un corte en el suministro induciría a una rendición muy rápida; no se quería comparar con Blake, pero sí recordaba ,que éste estaba más en deuda con el viento que venía de tierra adentro, que con su propio esfuerzo; hacía referencia al ataque a Santa Cruz, que había realizado Blake,140 años antes, en el que el viento llevó sus naves al interior de la bahía, sin apenas hacer maniobra. Se ofrecía voluntario para mandar el ataque naval, pero comenta que es precisa la colaboración de fuerzas terrestres, aunque encontraba un tremendo inconveniente, porque según él, los marinos buscaban el beneficio de la nación y arriesgaban cada día su fama para servirla; en cambio, un soldado obedecía sus órdenes y nada más. Las rencillas entre los distintos ejércitos, tierra, mar y ahora aire, de una misma nación, han existido, como se ve, siempre. Nelson estaba tan seguro de sí mismo que aseguraba que su plan no podía fallar y que además inmortalizaría a los conquistadores, arruinaría a España y tenía todas las probabilidades de elevar a Inglaterra al mayor grado de riqueza que nunca había conocido.¿Qué esperaba encontrar Nelson en Tenerife para demostrar tanto entusiasmo?
Pudo ser casual, pero ese mismo día 12, Jervis ordena a Richard Bowen, capitán de la fragata Terpsíchore que se dirija a Tenerife en compañía de la también fragata la Dido. En una carta escrita a bordo de su buque, con fecha 19 del mismo mes, Bowen relata a su superior que durante la travesía se enteró de que dos barcos de la Real Compañía de Filipinas esperaban en Santa Cruz la llegada de algunos navíos de guerra para llevarlos en convoy a Cádiz. Una oportunidad tan favorable para intentar tomarlos no se debía dejar pasar, comenta, y efectivamente en la noche del 17, logró secuestrar a uno de ellas, cargado con café, pimientas, muselinas toscas etc., valorada en cerca de treinta mil libras, aunque pensaba que esto era sólo la décima parte, de lo que transportaba otro que venía de Manila, que era un barco mucho más grande denominado La Princesa.
No fue el último caso de secuestro de barcos, por parte de los ingleses, en la bahía de Santa Cruz. A las dos y media de la madrugada del 29 de mayo todos los botes de las fragatas La Minerve y Lively, con un teniente en cada uno, y al mando todos de nuestro conocido teniente Hardy, atacaron decididamente a la corbeta francesa La Mutine, fondeada en el puerto, y bajo un pobre fuego de fusilería procedente del barco asaltado, lo tomaron casi inmediatamente. Alertada la población se abrió un denso fuego de artillería y fusilería desde todos los sectores de la línea y también de un gran barco anclado en la rada, fuego que continuó sin interrupción durante una hora. En ese tiempo, los ingleses estuvieron muy expuestos mientras trataban de sacar la corbeta del fondeadero y remolcarla hacia fuera. Había muy poco viento, pero después de las cuatro ya estaban lejos del alcance de las baterías. Mandaban las dos fragatas los capitanes George Cockburn, la Minerve, y Benjamin Hallowell, la Lively; ambos dirigieron sendos informes sobre este hecho a su jefe el almirante Jervis; el primero sólo para alabar el comportamiento y heroísmo del teniente Hardy, e intentar promocionarlo; el segundo, Hallowell, hace una relación detallada de lo ocurrido, resumida más arriba. En principio dice no encontrar unos despachos públicos, al parecer importantes, que llevaba consigo un embajador de Holanda, que viajaba con los franceses. En otra carta con la misma fecha informa que, al fin, han sido halladas a bordo de la presa las misivas de Morard de Galles y de Legrand, dirigidas al embajador, y asegura que tenía razón en su apreciación pues los documentos encontrados eran, efectivamente, importantes.
El día 16 de junio, Jervis a bordo del Ville de París, informa a los Lores Comisionados del Almirantazgo que se le acababa de incorporar el teniente Hardy, al mando de una corbeta de la República francesa, que no era otra que La Mutine, y que los despachos encontrados a su bordo le parecen de superior importancia, por lo que los ha enviado a Lisboa, con uno de los barcos más rápidos de los que dispone: el cúter Rose. Estos pequeños buques habían sido creados para la represión del contrabando en las costas inglesas, pero sus cualidades de embarcaciones de buen andar hicieron que pronto pasaran a las flotas de guerra, para misiones como ésta que Jervis encargó al Rose.
Cumplió el almirante con lo que Cockburn le había rogado y decidió tomar La Mutine para el servicio de Su Majestad Británica y nombrar, para su mando, al teniente Hardy, con la intención de animarle a la continuación de empresas arriesgadas. No defraudó Hardy a su mentor Cockburn; llegó a ser uno de los Lores del Almirantazgo.
LA ORDEN DE PARTIDA
Las noticias sobre la facilidad con la que fueron secuestrados el Príncipe Fernando y La Mutine en Santa Cruz rompieron el tedio de todos los que mantenían el bloqueo de Cádiz, y Jervis, como no podía ser menos, decidió acceder a lo que Nelson le había propuesto, por lo que éste le pide instrucciones el día 13 de julio, aunque a Nelson no le preocupaba la operación militar, porque, como era habitual en él, daba por segura la victoria; lo que quiere saber es cómo ha de actuar cuando presente la intimación a los españoles y, sobre todo, en el caso de una negativa a lo que se podía considerar unos términos razonables:¿cuánto tiempo mantendría la ocupación? A esta pregunta no recibió contestación.
El día 14, por fin, llega la orden; lo cuenta Nelson en su diario de a bordo del Theseus:
“Al mediodía recibí la orden de sir John Jervis, caballero de la Orden del Baño, comandante en jefe, para tomar bajo mi mando los Navíos de su Majestad: Theseus, Culloden, Zealous, Leander, Seahorse, Terpsichore, Emerald, cúter Fox y bombarda.”
Todas estas unidades componían, tal como Nelson lo denomina, el Escuadrón Azul. Los tres primeros eran navíos de 3ª clase, con 74 cañones y 650 hombres de tripulación; el Leander lo era de 4º clase, con 50 cañones y 420 hombres; las fragatas eran de 5º clase con 38, 32 y 36 cañones, respectivamente, y 300 hombres de tripulación cada una de ellas; y por fin el cúter Fox, con 14 cañones y de 15 a 20 hombres de tripulación. Formaban todos una tremenda fuerza de invasión: 379 cañones más la bombarda y un potencial humano de más de 3.000 combatientes entre marinos e infantes de marina.
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LA APROXIMACIÓN
A las 6 de la mañana del día 15, levaron anclas y se hicieron a la vela hacia el oeste los navíos de Su Majestad, Theseus, Culloden, Zealous, Seahorse, Emerald, el cúter Fox y la cañonera a remolque; la Terpsichore y el Leander, deberían unirse en alta mar. A la tarde del día siguiente, se unieron a la expedición la fragatas Terpsichore y La Blanche. Nelson dio la orden a Bowen de ponerse bajo su mando y La Blanche continuó su ruta.
Según el capitán de la Emerald, Thomas Waller, a las diez de la mañana del lunes 17, el Theseus enarboló la señal de llamada a capitanes para consultarles sobre el mejor plan de operaciones y adquirir toda la información posible acerca del pueblo de Santa Cruz. Al amanecer del día 20 ya se divisaba la isla, por lo que navegaban con poco velamen, el tiempo y la distancia les prohibían, hasta la noche, hacer otra cosa; era esencial no ser descubiertos. Más tarde Nelson iza de nuevo la señal general para capitanes, pero todavía no da sus últimas instrucciones para el ataque, pero sí ordena que a la mañana siguiente, a su señal, se trasladen los infantes de marina y marineros armados a bordo de la Seahorse, Terpsichore y Emerald.
El día 21,viernes, a las ocho de la mañana, Nelson hace la señal para que el escuadrón virara hacia el Este, y echara al agua sus botes para hacer el traslado de hombres previsto. A continuación hace una nueva llamada a capitanes, y escribe Nelson en su diario de a bordo:
"Les di órdenes, reglas y regulaciones para su desembarco en Santa Cruz. Envié a los capitanes Troubridge, Hood y Miller, con el resto de infantes de marina y marineros armados a bordo de las fragatas."
En esa reunión Nelson designa al capitán del Culloden, Thomas Troubridge, comandante de las fuerzas de desembarco para tomar Santa Cruz, y le da su orden, escrita el día anterior. En ella coloca bajo su mando 900 infantes de marina y marineros, 200 de cada uno de los navíos y 100 por cada una de las fragatas; todos ellos estarán a las órdenes de los capitanes Hood, Miller, Fremantle y Waller; los infantes de marina bajo el cuidado del capitán Thomas Oldfield, y un destacamento de la artillería real mandada por el teniente Baynes. Como Bowen era el único que conocía el lugar, el capitán Troubridge pasó a la Terpsichore, y esta embarcación lideró al resto; Hood con su gente pasó a la Emerald y el capitán Miller con los suyos a la Seahorse, lo que le produjo una gran alegría, según confiesa en su diario, porque en esta fragata viajaba la amable joven Betsy, esposa de su capitán, Thomas Fremantle. Al mediodía las fragatas se hicieron a la vela, rumbo a la isla y a las seis de la tarde se encontraban a 10 ó 12 leguas al NE. de Tenerife; los navíos de línea les seguían a una distancia de 3 ó 4 leguas.
LA TOMA DE CONTACTO
A las once de la noche, las tres fragatas, con la Terpsichoreen cabeza, doblaban el extremo NE (Anaga) de la isla. Siguiendo las instrucciones de Nelson, las fragatas recogerían todas sus velas para prevenir ser descubiertos y navegarían próximas a la orilla, hasta una distancia de 3 millas de la bahía; cada capitán, cuya colaboración fue voluntaria, tomaría tantos hombres como pudieran caber en sus botes que, remolcados unos a otros y remando en el mayor silencio, deberían pasar una poderosa batería, que se halla en la parte NE de la bahía, a casi una milla y media del muelle (Castillo de Paso Alto), para desembarcar tan cerca del SO de este punto como se pudiese y asaltar la fortaleza por medio de escalas sin abrir fuego; inmediatamente se formaría un puesto en la altura sobre ella, y se dirigirían sus cañones hacia el muelle o cualquiera de las otras baterías. Todo esto debería realizarse antes del amanecer, a cuyo tiempo las fragatas estarían fondeadas muy próximas y los navíos se acercarían en orden de batalla, todo lo cual aparecería conjuntamente a los ojos de los sorprendidos españoles.
Tal como dice el capitán Miller, esto era lo que pretendían, otra cosa fue lo que ocurrió.
Lo que ocurrió fue, que habían estimado mal la distancia a la isla por lo que se vieron precisados a izar las velas de juanete y llevar una marcha de nueve nudos, lo que hacía que sufrieran mucho los remolques, hasta el punto de hundirse una barcaza que con tres hombres a bordo; navegaba remolcada por la Seahorse, lo que obligó a ponerse a la capa para salvar su dotación. Con todo, a la una de la mañana las fragatas se acercaron a tierra, se embarcaron los hombres en los botes y a la una y media partieron hacia su objetivo. Soplaba un fuerte viento y una poderosa corriente de barlovento dificultaba su navegación; para su mortificación, se encontraron que al amanecer los botes no habían avanzado más de dos millas por la fuerza de la corriente; algunos de los botes de la cabeza se acercaron a la batería, pero tres cañonazos alertaron a la población y pusieron sus tropas en movimiento; el capitán Troubridge ordenó entonces a todos que regresaran a las fragatas. Había fracasado el intento.
A las seis de la mañana los capitanes Troubridge, Bowen y Oldfield, de los infantes de marina, se dirigieron a bordo del Theseus, para informar a su jefe, el contralmirante Nelson, del fracaso de la operación y para consultar qué era lo mejor que se podía hacer. Los capitanes propusieron hacerse dueños de las alturas sobre el fuerte, para desde allí proceder a su asalto, a lo que Nelson dio su asentimiento. Sólo tres horas después, las fragatas anclaron en el lugar que los botes habían alcanzado al amanecer, a unos tres cables (0.3 millas) de la costa, al extremo E. de la población (El Bufadero).
Entre tanto, los tres navíos barloventeaban frente a Santa Cruz intimidando, sin duda, a sus alarmados vecinos. A las diez, Nelson hizo la señal de prepararse para la batalla con la intención de bombardear el fuerte para crear una diversión, pero fue totalmente imposible, porque no se pudieron acercar a menos de tres millas de la costa, debido a la calma y corrientes contrarias. Las corrientes que un día le fueron propicias a su compatriota Blake, esta vez se ponían en su contra. Sobre las diez y media se produjo el desembarco; en ese momento la batería les hostigaba con metralla, pero realmente estaban fuera de su alcance, y así comenzaron una forzada marcha, casi escalada, a una tremenda colina sin ninguna senda y llena de rocas y piedras sueltas (La Mesa del Ramonal o de la Jurada), pero antes de que hubiesen llegado hasta la mitad del camino para alcanzar la primera cresta, vieron con preocupación que los españoles habían ya ocupado la cumbre de la loma más próxima a la población (la montaña de Altura); no obstante siguieron hasta la cima de la loma situada enfrente de sus enemigos. El esfuerzo fue tan grande que el capitán Miller, llegó a temer por la vida de Troubridge, su jefe en aquella operación.
Habían llegado hasta una altura de 1.500 pies y los españoles se encontraban a su misma altura, pero separados por un profundo valle, por lo que de momento desistieron de atacar, hasta tanto no hubiesen recuperado las fuerzas, pero para eso necesitaban provisiones y agua, por lo cual se enviaron, en su busca, a varios oficiales, pero algo debió pasar, porque nada llegó. Especialmente el agua era indispensable; muchos hombres, que habían descubierto en el fondo del valle un pequeño estanque de agua de lluvia, que olía bastante mal, exponiéndose al fuego de fusilería, bajaron hasta allí, y cayeron enfermos al beberla. Miller cuenta que la sed, la fatiga y la enfermedad, los enemigos más poderosos para el hombre más valiente, les hicieron desistir del intento. Bajo estas circunstancias se decidió en consejo de guerra de campaña, abandonar las alturas y regresar a bordo de las fragatas, donde los hombres pudieran ser alimentados y restablecidos para que estuviesen en condiciones para nuevas misiones. La bajada a la playa, si no tan agotadora como la subida, sí que fue más peligrosa por la dificultad del terreno. A las ocho de la tarde, se encontraban todos, a excepción de algunas pocas bajas, a bordo de las fragatas. Betsy Fremantle comenta en su diario:
“El capitán Miller regresó muy cansado e insatisfecho de la expedición, como todos, y el capitán Troubridge que mandaba el grupo, estaba casi muerto de fatiga.”
Es increíble la falta de organización en este abortado intento de invasión. La rapidez de reacción del general Gutiérrez, previendo la posible maniobra, cerrando la vía de penetración que los ingleses podían utilizar, y la aún más inconcebible imprevisión de no disponer, al menos, de aprovisionamiento de agua en un día de un terrible calor, desbarataron los planes de Nelson.
Al día siguiente, domingo 23, al amanecer, el Zealous capturó un gran bote español procedente de Gran Canaria, cargado con ganado. A las siete de la mañana, Troubridge fue a bordo del Theseus, para informar a Nelson de la imposibilidad de tomar posesión de las alturas sobre Paso Alto y que las tropas habían embarcado en las fragatas la noche anterior. Con su habitual frialdad lo refleja en su diario de a bordo, sin que al parecer le afectara mucho, y a las nueve hace la señal para que las fragatas levaran anclas y se le unieran. Al mediodía se emplearon los botes en transportar los hombres desde las fragatas a los navíos de línea a los que pertenecían; más tarde el escuadrón al completo, barloventeaba, de nuevo, frente a Santa Cruz. Tantos fracasos consecutivos debieron minar la voluntad del contralmirante Nelson, acostumbrado como estaba a salir siempre victorioso en todos sus empeños. El capitán Miller relata en su diario la depresión que les causaba el abandono de la empresa, una medida que temían que se iba a tomar; pero unos informes obtenidos de un desertor alemán elevaron sus esperanzas, y Nelson, para su desgracia y la de muchos de sus hombres, decidió atacar con todo, directamente al corazón de la población.
EL ATAQUE
Esa misma mañana, el capitán Oldfield llevó a bordo de la Seahorse a un desertor prusiano, que habiéndose quedado aislado en Tenerife, pasó a ser sirviente del cónsul francés. Fue interrogado por el capitán Fremantle y por el capitán Miller, actuando como intérprete, su admirada Betsy Fremantle, ya que, a su parecer, no había en la escuadra nadie que lo hiciese la mitad de bien. En su diario, Betsy cuenta lo que le dijo el alemán; según él,
“... los españoles no tenían ninguna fuerza, estaban todos aterrorizados, llorando y temblando, y nada sería más fácil que tomar el lugar, porque sólo había 300 hombres de tropas regulares, y el resto eran paisanos muertos de miedo.”
Los dos capitanes decidieron que fuera Fremantle quien llevara la información a Nelson, ya que Miller, a pesar de ser el capitán del Theseus consideraba, curiosamente, que nadie tenía menos influencia sobre el contralmirante que su propio capitán. Si a alguien cabe achacar el dudoso mérito de hacer que Nelson levantara su ánimo y abandonara la idea de desistir, tomando la decisión de ordenar el ataque sobre Santa Cruz, ése, sin duda, es el capitán Fremantle, que acudió a bordo del Theseus, tal como habían acordado, para proporcionar a su jefe las informaciones conseguidas del antiguo soldado prusiano. El capitán Waller, de la Emerald, siempre más comedido que su compañero de armas Miller, lo dice en su diario:
“De las informaciones recibidas de un desertor alemán se supuso que aún había esperanzas de tomar la ciudad por asalto.”
Casi al mediodía se hizo una señal para todos los capitanes. En esa reunión Nelson tomó la determinación de ejecutar el ataque al día siguiente. Por eso Betsy Fremantle anotó en su diario ese mismo día 23:
“Fremantle fue a bordo de la nave almirante; mañana por la noche él mismo va a ir y va a desembarcar en la ciudad.”
Esta decisión llenó de alegría al capitán Miller que, indudablemente, tenía una mente calenturienta; esa misma mañana puso a trabajar al carpintero, al fabricante de velas y al tonelero, en un plan que se le había ocurrido, y antes de las diez de la noche tenía fabricado un cañón de a 18 libras ficticio que, según él, a una distancia de tiro de pistola no se distinguía de uno verdadero. Con ese falso cañón pretendía hacer un simulacro de desembarco cerca de Paso Alto a plena luz del día, de forma que se les viera con claridad, y cuando cayera la noche reembarcar, sigilosamente, a todos los hombres para dirigirse al muelle, con una ingeniosa formación que proponía, según la cual los españoles verían a los botes un tercio menores de lo que realmente eran, por lo que pensarían que estaban lejanos y dispararían por encima de ellos, y además la súbita aparición con la apariencia de muchos más botes crearía un pánico y confusión inmediatos a lo que ayudarían los tres gritos de ánimo. Es de suponer que cuando explicara su ocurrencia a Nelson, no fuera precisamente felicitado; desde luego de ese plan no se volvió a hablar.
El día 24, poco después del amanecer, el escuadrón en compañía desplegaba y recogía velas ocasionalmente, barloventeando frente a Santa Cruz, lo que no dejaría de ser un bello espectáculo, si no recordara demasiado a los vuelos circulares de los buitres. Cerca del mediodía se divisó una vela extraña al NE; hecha la señal privada resultó ser el navío de Su Majestad Británica Leander, lo que añadía 40 infantes de marina a sus fuerzas; no tenía su plantilla completa, porque lo normal era que hubiese un infante por pieza, y el Leander era un navío de 50 cañones. Pero para Miller, más valiosos que los hombres eran sus botes, por lo cual se mejoró, dice, la primera impresión de todos sobre el plan de ataque. Presente el capitán Thompson del Leander, los capitanes, al completo, fueron reunidos en el camarote de su jefe el contralmirante Nelson. El alemán, que se había ofrecido como guía, fue interrogado de nuevo ante ellos, y después de su declaración, el contralmirante dispuso, que el plan esbozado el día anterior fuese puesto en ejecución esa misma noche. En este nuevo plan de ataque sorprende que Nelson decidiera ponerse personalmente al frente del mismo, cuando según sus primeras órdenes tenía que ser el capitán Troubridge quien encabezara las fuerzas de desembarco; quizás pensara que de haber estado él en los dos intentos fracasados, las cosas hubiesen sido de otra manera.
A las cinco y media de la tarde, todo el Escuadrón ancló en 42 brazas, según el marinero Oliver Davis, a pocas millas al norte de Santa Cruz; media hora después Nelson hizo la señal para preparar los botes tal como él mismo había ordenado en su plan. A las siete y media la bombarda comenzó a lanzar sus bombas sobre el fuerte de Paso Alto, con gran precisión, cuenta Miller. Todos los hombres que debían participar en el asalto amolaban los alfanjes, afilaban las picas y engrasaban sus fusiles, que era todo lo que podían llevar consigo durante el ataque. A las nueve, en el Theseus, Miller pasó revista a los suyos y comprobó que estaban en completo orden y perfectamente sobrios; después de dirigirles unas palabras de ánimo y advertirles contra el rezagamiento, pillaje o daño a cualquier persona que no estuviese armada, les dio permiso para ir a dormir hasta las diez y media, lo que él mismo hizo acostándose vestido. Mucho antes había visto cómo Nelson, acompañado de su hijastro el teniente Josiah Nesbit, abandonaba el barco para dirigirse a la fragata Seahorse, desde donde iba salir con su barcaza con el capitán Fremantle que actuaría como una especie de ayudante de campo. Es evidente que las relaciones entre el capitán y su jefe no eran demasiado buenas, lo que no sería nada extraño, conociendo el pragmatismo de Nelson y la desbordante y casi infantil mentalidad de Miller; el contralmirante ni siquiera se molestó en despedirse del capitán de su buque insignia; el siguiente comentario que éste hace no tiene desperdicio:
“Recibí esa disposición con enorme satisfacción ya que me dejaba en la independiente y honorable dirección de mis propias acciones.”
Nelson realmente se dirigía a la Seahorse porque esa noche cenaba con el matrimonio Fremantle, lo que le traería grandes recuerdos de cuando sirvió como guardiamarina en esa fragata. Seguro que fue una apacible velada, además con agradable presencia femenina. Terminada la cena hacia las diez y media de la noche, el galante caballero inglés que era Nelson, después de asegurarle que su marido no iba a correr peligro, se despidió de su anfitriona, la jovencísima y encantadora Betsy, la esposa de Fremantle, y en unión de éste y de su hijastro descendió por la escala para ocupar los tres sus puestos en el bote que, con marineros e infantes de marina de la fragata, les esperaba abarloado a la misma, para llevarlos al punto de reunión que, siguiendo el plan establecido, era el Zelaous, por ser el barco que más cerca se encontraba de la población. Betsy, convencida por las palabras del contralmirante se fue a la cama tranquila. Los ingleses no tenían la menor duda del éxito del asalto y, además, lo suponían fácil.
A las diez y media, según lo ordenado, de 600 a 700 hombres embarcaron en los botes de que disponía el escuadrón; el resto de ellos, que las lanchas no podían contener, lo hicieron en el cúter Fox, que recibió 180, y 70 u 80 en el gran bote español secuestrado por el Zelaous; de los embarcados en el cúter, al menos 70 eran de la tripulación del Theseus, e iban al mando del teniente Davis. En lugar de santo y seña se ordenó responder mutuamente con los nombres de los barcos a los que pertenecían. A las once de la noche, al sonido de la campana del Theseus, todos acudieron al Zelaous, para desde allí empezar a navegar rumbo al muelle de Santa Cruz, donde como dice, con mucha ironía, el ayudante del cabo de cañones de la Seahorse, William Mcpherson, tuvieron una calurosa recepción. Los botes, por lo general, estaban tolerablemente conectados, todos los remos habían sido cubiertos con trapos para reducir el chapoteo y remaban bastante silenciosos. Nelson y el capitán Bowen, con el desertor como guía, navegaban en cabeza. Durante toda la noche la bombarda se mantuvo lanzando bombas contra la batería de Paso Alto, que eran contestadas por disparos que pasaban por encima de los navíos y barriendo con metralla la playa delante del castillo, en previsión de un nuevo intento de desembarco en aquella zona.
A la una y media, según Nelson, se encontraban a medio tiro de cañón de la cabeza del muelle sin haber sido descubiertos, pero el efecto sorpresa que pretendían, no se produjo, y de pronto, sonaron las campanas de alarma en el pueblo y se vieron en medio de un verdadero infierno: 30 o 40 cañones, con fusilería, de un extremo a otro de la población dispararon sobre ellos. Se dió entonces la orden a los botes de que se separan unos de otros, y tocaran tierra donde fuera más conveniente. La noche era tan oscura que cerca de la orilla había que acercarse para poder distinguir los objetos con alguna precisión. Eso hizo que sólo Nelson, Bowen, Thompson y Fremantle, con cuatro o cinco botes alcanzaran el muelle; los servidores de la batería en barbeta que lo defendía abandonaron su puesto en cuanto los primeros ingleses pusieron pie en tierra, por lo que fue instantáneamente tomado, aunque Nelson asegure que estaba defendido, nada menos, que por 400 o 500 hombres; los 6 cañones de 24 libras de la batería fueron convenientemente clavados. Los botes que una vez liberados no pudieron seguir en la oscuridad a los de cabeza, no encontraron el muelle que era su objetivo, y se desviaron hacia el Sur del mismo; Troubridge y Waller desembarcaron en una muy mala playa cercana al Castillo de San Cristóbal y Hood con Miller lo hicieron aún más al Sur.
La alegría de los ingleses por haber tomado la batería de la cabeza del muelle les duró bien poco, porque fue tal el fuego de fusilería y metralla que se mantenía desde el Castillo de San Cristóbal y de las casas que no pudieron avanzar; el propio Nelson, al saltar del bote, cuando desenvainaba la espada, recibió el impacto de un proyectil que le atravesó el codo derecho; para su fortuna, su hijastro, el teniente Nesbit, al observar la cantidad de sangre que perdía, utilizando su pañuelo de cuello, prenda reglamentaria para los marinos ingleses de esa época, le aplicó un torniquete que impidió que su jefe y padrastro se desangrara; ayudado por uno de los barqueros de la Seahorse, reflotó el bote, que había quedado varado al bajar la marea, y con el propio Nesbit como remero, navegaron con rumbo a los navíos, pegados a la costa, por debajo de las trayectorias de los proyectiles de los cañones, cuyo fuego destructivo era increíblemente terrible; casi todos los asaltantes del muelle, fueron muertos o heridos. Entre los ingleses que conducían a Nelson reinaba una dolorosa inseguridad sobre la suerte de sus compañeros. Por si esto fuera poco, en medio de la ya de por sí espantosa oscuridad, escucharon un espeluznante griterío de hombres que luchaban por no morir ahogados: eran los náufragos del cúter Fox, que acababa de ser hundido.
En el momento que se produjo la alarma en la línea defensiva y todos las bocas de fuego disponibles disparaban contra los asaltantes, el cúter Fox navegaba, tal como Nelson había dispuesto, detrás y cerca de los botes; éstos, cuando dejaran en tierra a sus ocupantes, tenían la orden de volver a su encuentro para recoger a los hombres que transportaba, pero no hubo ocasión para ello. El Fox, seguramente, llevaba su vela principal aferrada, pero para desplazarse tendría que desplegar al menos uno de sus foques, y una lona blanca, a pesar de la oscuridad reinante, no hay duda que lo haría visible, convirtiéndose así en un blanco fácil; y efectivamente fue alcanzado por uno o varios disparos y se hundió con toda su carga humana; muchos hombres fueron rescatados por los botes que regresaban hacia los barcos, llevando a bordo a heridos y muertos, entre ellos el de Nelson, que colaboró en los salvamentos, a pesar de su estado débil y doloroso. Otros no tuvieron la misma suerte y murieron ahogados, como ocurrió con su comandante, el teniente Gibson que, en la mejor tradición del mar, se fue a las profundidades junto con su barco. Uno de los supervivientes le contó a G.S.Parson, autor del libro Al servicio de Nelson. cómo una terrible andanada de las baterías costeras atravesó el frágil casco de la embarcación y cómo había escapado de puro milagro, librándose de los cuerpos de sus compañeros que hasta en tres ocasiones le habían arrastrado al fondo; a punto de exhalar el último suspiro apareció un bote que lo salvó. Quizás fuera el de Nelson, que ese mismo día con su mano izquierda, escribía en su diario:
“El teniente John Gibson y 97 hombres se ahogaron” …
con la misma frialdad con la que anotaba a continuación:
“A las 7 levamos anclas”
Todos los botes que habían quedado útiles regresaron con su triste carga de ingleses muertos o heridos a sus barcos. Nelson fue transportado hasta el suyo, el Theseus, donde haciendo gala de esa especial fortaleza de ánimo que siempre tuvo, que le hacía ser admirado por todos, subió a bordo por sus propios medios. Conocía perfectamente que iba a perder su brazo, por lo que instó al cirujano que lo amputase cuanto antes. Con un trago de ron y después otro poco de láudano, soportó la operación con gran entereza; sólo le impresionó la frialdad del bisturí, por lo que ordenó que a partir de entonces se calentasen los instrumentos antes de usarlos. Fremantle, dice su mujer Betsy, que tuvo la suerte de ser herido pronto,”porque Dios sabe si lo hubiese vuelto a ver de haber seguido en la costa”; el capitán Thompson también resultó herido, Bowen y su primer teniente murieron, y como ya sabemos, ”el pobre y viejo Gibson”, al decir de Betsy Fremantle, se ahogó.
Mientras este cúmulo de adversidades se abatía sobre los ingleses que pretendieron asaltar Santa Cruz desde la zona Norte del muelle, Troubridge y Waller habían llegado, porque se habían perdido en la oscuridad, a espaldas del Castillo de San Cristóbal. El fuerte oleaje y la playa rocosa, con algunos barcos naufragados en ella, hacían volcar a los botes; en esas circunstancias el desembarco resultó muy difícil, muchos hombres se ahogaron y las municiones se mojaron, estropeándose totalmente. Troubridge y Waller, con el primer grupo que logró desembarcar se dirigieron al punto de reunión que el plan de ataque preveía, que era la plaza (la plaza de La Candelaria), donde esperaban encontrar al contralmirante Nelson y al resto de los capitanes con todos los hombres que pensaban que habrían desembarcado por el muelle, pero, para su sorpresa, allí no había un sólo inglés. Troubridge se encontró así erigido en jefe de las fuerzas de desembarco, tal como en su primer plan de ataque había ordenado Nelson; actuó entonces, según éste le había recomendado: que desde el momento que se encontrara en tierra, tomara al asalto el Castillo de San Cristóbal, y asegurada su posición, hiciera lo mismo con la población y la batería del muelle o, lo dejaba a su elección, enviara una carta de intimidación. El asalto al Castillo quedaba descartado porque perdidas todas las escalas en el desembarco por la resaca, no fue posible recuperarlas, lo que no dejó de ser una suerte para ellos; un ataque con escala al Castillo sin contar con la sorpresa, hubiese sido un suicidio colectivo.
Eliminada la posibilidad del asalto, Troubridge envió a un sargento acompañado de dos vecinos del pueblo con un mensaje de intimidación a la fortaleza. A pesar de que sabía que se encontraba en una situación de inferioridad, el inglés apostaba fuerte; reclamaba, siguiendo las instrucciones que en su día recibió de Nelson la entrega inmediata del navío Principe de Asturias, junto a su entero y completo cargamento y todo aquello que se hubiese desembarcado en la isla, que no fuese para el consumo de sus habitantes; de lo contrario, todos los horrores de la guerra caerían sobre ellos, y deberían ser imputados al Gobernador u Oficial Comandante de Santa Cruz. Pero pasó el tiempo sin que se supiese nada del sargento, por lo que el capitán inglés llegó a sospechar que lo habían matado. Se reunió entonces con los capitanes Hood y Miller y los hombres que habían desembarcado con ellos. Al amanecer formaban en la plaza 80 infantes de marina, 80 marineros armados con picas y 180 marineros. Seguía sin tener noticias ni de Nelson, ni del resto de los oficiales y sus hombres, y comprendió en ese momento que los que había en la plaza eran todos los que quedaban vivos en tierra. Ante esta situación se retiraron hacia un convento (Convento de Santo Domingo, hoy Teatro Guimerá) del que tomaron posesión para refugiarse y hacerse fuertes. En un intento desesperado se atrevieron a salir del convento con unas pocas municiones obtenidas de prisioneros españoles que habían hecho y emprendieron la marcha para ver cómo podían atacar al Castillo, aún sin disponer de las escalas de asalto, pero encontraron todas las calles defendidas por cañones de campaña y, según Troubridge, más de 8.000 españoles y 100 franceses, que se les acercaban por todas las avenidas. Ante este estado de cosas, los capitanes ingleses consideraron que aquella empresa les quedaba lejos de su alcance.
Hasta aquí llegó el fracasado ataque contra Santa Cruz, de Sir Horacio Nelson, Caballero de la muy Honorable Orden del Baño, Contralmirante al mando del Escuadrón Azul de la Armada de Su Majestad Británica. Ahora sólo le restaba encontrar la manera de disfrazar su humillante derrota y retirarse de la isla lo más honrosamente posible.
LA CAPITULACIÓN
Las adversas condiciones en que se encontraban hicieron reflexionar a Troubridge: El número de hombres de que disponía era pequeño, además, en su mayor parte, armados sólo con picas y fusiles con muy poca munición, y descartada la posibilidad de recibir cualquier ayuda de los barcos, no podía esperar tener éxito en ningún intento contra los españoles, cuya fuerza era superior, abrumadoramente superior, según él. No tenía, por tanto, otra alternativa sino rendirse, pero la arrogancia británica es proverbial, por lo que, paradójicamente, el derrotado pretendió imponer las condiciones de la capitulación, amenazando con pegar fuego al pueblo y atacar a los españoles a punta de bayoneta, lo que, evidentemente, no podía hacer dada la inferioridad manifiesta en la que se hallaban los ingleses. En consecuencia, a las siete de la mañana, envió al capitán Hood, esta vez elevó la categoría de la representación, bajo bandera parlamentaria, con un mensaje al Gobernador para que si se le permitía, libremente y sin molestias, embarcar a su gente en la cabeza del muelle, en el Escuadrón, que estaba frente a la población, no la molestaría.
El acta de la capitulación firmada por el propio Hood, con el visto bueno de Troubridge y finalmente por el general español Don Antonio Gutiérrez, añadía, que el Escuadrón inglés, no sólo no molestaría al pueblo de Santa Cruz, sino que tampoco lo haría con ninguna de las Islas Canarias. Además se estipulaba que se devolverían los prisioneros de ambas partes.
Firmada el acta, las tropas inglesas desfilaron a través del pueblo con los colores británicos ondeando delante de ellos. Como el número de botes ingleses en buenas condiciones eran insuficientes, los españoles, haciendo bueno el dicho de “A enemigo que huye puente de plata”, proporcionaron los necesarios para transportarlos hasta sus barcos. Todos los ingleses que escribieron algo sobre estos hechos, desde Nelson hasta Betsy Fremantle, se deshacen en elogios hacia el comportamiento de los españoles y especialmente el de su Comandante General Don Antonio Gutiérrez que, desde el momento en que en que se firmó el acta, ordenó que los heridos ingleses fueran atendidos en los hospitales y que toda su gente fuera servida con las mejores provisiones, y permitió que pudieran comprar en tierra lo que tuvieran necesidad.
Alguna batería de la línea no debió enterarse de que se había firmado la capitulación, porque Betsy Fremantle relata que esa mañana todos los barcos se vieron obligados a levar anclas, para evitar las balas que les disparaban los españoles; una de ellas le pasó por encima a la Seahorse y otra atravesó una de sus velas.
LA RETIRADA
Con ese escueto estilo, sin importarle las redundancias, con el que Nelson escribía su diario de a bordo, el día 28, viernes, anota:
“Viramos el escuadrón barloventeando frente a Santa Cruz. A las ocho partimos con el escuadrón”.
Aquí acababa la malhadada aventura, que constituyó su mayor fracaso, quizás el único, que a punto estuvo de costarle la vida.
Pasadas la angustiosas horas de la madrugada y el amanecer de aquel día, 25 de Julio de 1797, había llegado la hora para los ingleses de rendir honores a sus muertos. El jueves 27, todavía en aguas de Santa Cruz, se envió a las profundidades el cuerpo del capitán Richard Bowen, con los honores de guerra, y Nelson ordenó que los colores del escuadrón ondearan a media asta. El teniente del Theseus, Wetherhead, sobrevivió hasta el sábado, día 29, y su cuerpo fue arrojado al mar al día siguiente; tres descargas de fusilería se dispararon en su honor. Seguramente hubo más ceremonias de esta clase, pero otras no se pudieron celebrar, porque muchos de los muertos ingleses se quedaron para siempre en las profundas aguas del puerto de Santa Cruz.
Tocaba también a Nelson la ingrata obligación de informar a su jefe, el almirante Jervis, no de la derrota, porque esa palabra no entraba en su vocabulario; sólo reconocía, al menos, que estaba en la dolorosa necesidad de informar que no fue posible tener éxito en el asalto. Redactó su informe el viernes 28, tres días después de los hechos; agradece en él la colaboración voluntaria de sus capitanes y considera su deber afirmar que nunca mayor intrepidez se mostró por los capitanes, oficiales y hombres que tuvo bajo su mando; como buen militar que era, asume su responsabilidad cuando asegura que sus órdenes se habían cumplido:
“Las disposiciones que tomé han sido ejercitadas en la ocasión.”
Incluye un parte de bajas realmente estremecedor:145 muertos, de ellos 101 ahogados, y 105 heridos. De entre los primeros destaca con el más profundo dolor al capitán Bowen, al que elogia como el oficial más emprendedor, competente y valiente que haya servido en la marina de su Majestad, y también menciona, pero esta vez sólo con mucha pena, la pérdida del teniente Gibson y de un gran número de valientes oficiales y hombres…
Si como Contralmirante en Jefe, Nelson se negaba a aceptar la derrota, personalmente sí que se reconocía derrotado. El día antes de redactar el informe, escribía una carta personal a Jervis en la que le dice que se ha convertido en un estorbo para sus amigos y un inútil para su nación; le ruega que ayude a su hijastro Josiah Nesbit, que le debe favores, pero que se los ha pagado, como ya sabemos, trayéndole a su barco desde el muelle de Santa Cruz. Finalmente sólo espera que Jervis sea capaz de ordenar que una fragata transporte los restos de su esqueleto a Inglaterra. El arrogante y poderoso Nelson, el héroe de leyenda, el hasta entonces invicto, se sentía humillado por un desconocido general español, al frente de una modesta guarnición.
Como no podía ser menos, Jervis le proporcionó una fragata para que lo trasladara hasta Inglaterra desde Cádiz; la fragata no fue otra que la Seahorse, con sus amigos Thomas y Betsy Fremantle a bordo; durante la travesía hasta Cádiz, Nelson había escrito, con su mano izquierda, una nota para Betsy que decía:
“Dios te bendiga a tí y a Fremantle.”
Desembarcó en su patria en septiembre; los periódicos difundieron la noticia alabando la osadía de Nelson, no igualada por nadie desde Drake. No hubo quien le culpara del desastre que había sido el ataque a Tenerife, ni reclamara su responsabilidad por tantas muertes habidas, incluso fue condecorado por su Rey, que destacó su sacrificio al perder el brazo derecho .El que en la carta antes mencionada decía de sí mismo, que moriría para el mundo, y que nunca más se le volvería a ver, en mayo de 1798 estaba de nuevo a las órdenes del almirante Jervis, en el Mediterráneo, enfrentándose a la marina francesa, a la que derrotó en Abukir, aumentando hasta lo indecible su fama de marino legendario y acabando así con los ambiciosos planes de Napoleón en Egipto.
Pocos años después, en 1805,alcanzó la gran victoria con la que soñaba. Fue en la batalla de Trafalgar, ante una gran flota franco española, pero no pudo disfrutar los honores del triunfo porque, sobre el puente del Victory, acompañado de su fiel Hardy, una bala, al parecer perdida, acabó con su vida.