Jamás se aburrirá en Londres
Por Antonio Salgado Pérez (Publicado en El Día el 15 de septiembre de 1991)
Andrew Eames ha dicho cosas muy importantes y curiosas de la capital del Reino Unido. Pero nosotros, por encima de todo, nos quedamos con esta simple frase: “Siempre será imposible hartarse de Londres”.
Para conocer bien Londres hay que callejear. Y haber tenido en cuenta aquella máxima que tanto hace reír a mi compañero Manolo Negrín, y que dice: “Poco plato, poca cama y mucha suela de zapato”. ¿Por dónde empezar para ver Londres?
Pues mire, coja usted una silla, por si no encuentra bancos en Oxford Street, y allí, sentadito, provisto de un paraguas, por si las moscas, empiece a contemplar, muy detenidamente, lo que tiene a su alrededor. Oiga, y verá de todo. Y se imaginará el resto: saris y sarongs; mezquitas y mandiras; calipso y palillos chinos, turbantes y tandooris; embozos y solideos… Y entre col y col, verá el modelo de última moda mezclado con un “skin-head”, una de las inevitables tribus urbanas de Londres. Y sus ojos no darán crédito a ese inmenso conglomerado multicultural formado por una variopinta etnia de hindúes, antillanos, paquistaníes, chinos, japoneses, africanos, vietnamitas… En esta atosigante metrópoli, que sigue siendo la ciudad más grande de Europa, se albergan casi siete millones de habitantes. Y, para más inri, recibe a más de veintitrés millones de turistas al año. Un millón de personas utilizan diariamente el transporte público dentro del área del Gran Londres, mientras que unas doscientas cincuenta mil se mueven en vehículo propio. La red de metro, la más antigua del mundo, atiende a setecientos cincuenta millones de pasajeros al año y son tres millones los que utilizan el autobús a diario.
Ante esta increíble “invasión” no es extraño que por Carnaby Street consigamos un cenicero de souvenir con la siguiente y sintomática inscripción en inglés: Mantenga limpia la ciudad: ¡abandónela!
¿Por dónde empezar para ver Londres? Pues coja ahora su sillita plegable y vaya a Leicester Square, ahora acotada por reformas. Allí, entre otras cosas, las palomas, como el Trafalgar Square –te arrojarán desde las alturas, sin piedad, el resultado de la ingestión de los granos y migajas que el turista generosamente les ha proporcionado. Allí está el universal Charlot, con su bastoncillo de bambú e inseparable bombín, inmortalizado en una sencilla escultura donde una inscripción nos recuerda “al genial cómico que dio tanto placer”, que parece mirar con cierta turbación a la sensual Madonna, donde los próximos carteles cinematográficos la muestran invitándonos a su cama. Aquí, en Leicester Square, parece que siempre es fiesta ante tanta aglomeración de público, donde el peatón observa que sobre los bancos y el césped de la citada plaza se congregan la flor y la nata de los borrachitos más acrisolados del Reino, que hacen un conjunto inconfundible entre jubilados de todo, tatuados, hippies y punks.
Henry James dijo que “Londres es una enorme enciclopedia animada por personas en lugar de páginas”. Y estamos de acuerdo en quien añade que son acertadas dichas palabras ya que tan importantes son las gentes y la cultura como las piedras de este babélico Londres desde donde cada cuatro días sale un nuevo libro sobre su embrujo, su masificación y su encanto. De esta ciudad cariñosa y conservadora donde en sus calles se repite el nombre de Winston Churchill por doce veces. Los taxistas saben más de la historia de Inglaterra por los nombres de las calles que por lo que aprendieron en la escuela.
Londres es como un festín que se renueva. Sus encantos de siempre nunca decepcionan. Te pueden crear ciertas y determinadas taquicardias si, por ejemplo, se te ocurre penetrar en la elegante New Bond Street, una vía casi solitaria a pesar de su proximidad con la multitudinaria –siempre lo fue– Oxford Street. New Bond Street “huele bien”, diferente, y es asaetada de Rolls Royce y Porsche; gente maquillada, tan limpia y reluciente como alfileres nuevos. Allí preguntas el precio de aquella tela que te ha embelesado en el escaparate. Y el empleado, con mucho estilo, atildado y con amplia sonrisa, te responde muy respetuosamente que el metro de aquella tela cuesta setenta mil pesetas…
Pues no bajes la guardia, no te decepciones, no pienses, ni en un momento, en aquel “no somos nadie”. Introdúcete ahora en los divertidos y amenos mercadillos londinenses. Se dice que en Petticoat Lane los rateros son tan rápidos que uno puede acabar comprando su propia bufanda antes de llegar al último puesto. Paradójicamente, es ésta una ciudad en la que el repartidor de la leche deja las botellas en las puertas de las casas, sin que nadie se las lleve. Porque, amigos míos, el que se las lleva, y lo pesquen, está “aviado”. Y es que en Inglaterra, el ladrón, aparte de ser una especie de “enemigo público número uno”, paga, sin contemplación alguna, su infracción, su debilidad por lo ajeno. Allí no se andan con pañitos calientes sobre este particular. En las grandes tiendas, en los grandes almacenes, los guardias y los vigilantes van disfrazados desde delicadas amas de casa hasta de harapientos hippies. Y el “listillo” de turno cree que puede andar a sus anchas sin darle importancia ni a los personajes antes señalados –que por supuesto nunca levantan sospechas– ni a los circuitos cerrados de televisión que desde que ven entrar al recinto a un individuo “de mala pinta” pues no le dejan ni a sol ni a sombra. Hasta que el “listillo” comete la torpeza de meterse en el bolsillo lo apetecido y prohibido. Al instante, una mano, por detrás, le indica: ¿me puede acompañar? El destino más próximo es la comisaría.
En este Londres se puede observar tanto el cinismo y la evidente picardía de los vendedores callejeros como esa antítesis protagonizada por el “bobby”, el policía urbano que, como recalca Eames, es casi un monumento en esta ciudad, ya sea hombre o mujer, tan centro de atención y de las cámaras fotográficas como el mismo Big Ben. El bobby inglés goza de una imagen familiar que contrasta extrañamente con la que tiene la policía de todo el mundo. No lleva pistola ni gafas oscuras, tan sólo un porra más o menos escondida, un pequeño silbato y un par de esposas. Esta ausencia de “arsenal personal” refleja lo poco peligrosa que es la ciudad, teniendo en cuenta su tamaño.
Ahí sigue este Londres que, a Dios gracias, milagrosamente ha descontaminado su Támesis. Y combatido la polución con modélica positividad. En Londres nunca hemos olido humos de coches ni de guaguas. Y sigue respetando pulmones ya que al que se le ocurra fumar en los autobuses podría pagar, como máximo, una multa de ochenta mil pesetas, que se atenúa en los trenes, donde la cota es de diez mil pesetas. Ahí queda esa inconfundible Oxford Street, siempre bulliciosa y llena de sorpresas, con el sempiterno y familiar hombre-cartel que ensalza a los vegetarianos y repudia las proteínas de la carne. Ahí quedan esos monjes de cabeza rapada y túnicas rosadas repartiendo folletos de captación y haciendo sonar flautas y tambores. Ahí quedan esas descomunales pamelas rancheras y esos gorros multicolores, como guacamayos, que sólo pueden verse en este Oxford Street, paraíso de las compras e infierno de los bolsillos, donde los poquísimos británicos que vemos siguen chupándose los dedos por degustar un helado porque, “God made fingers before serviette”, es decir, Dios hizo primero los dedos que la servilleta.
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