La Semana Santa en Santa Cruz de Tenerife renace a mediados del siglo XVII

 
Por Daniel García Pulido (Publicado en el Programa de la Semana Santa de Santa Cruz de Tenerife 2024).
 
 
          La celebración en comunidad de cualquiera de los episodios incluidos en la conmemoración cristiana ha necesitado siempre y en todo lugar de unas circunstancias especiales para enraizar en el carácter y costumbres de una localidad. Un primer factor, ineludible, era la existencia de un vecindario notable, compuesto por un número crecido de familias y habitantes que ejerciera como receptor de ese mensaje de la Pasión de Cristo. Asimismo, y no menos relevante, es que debía darse un trasfondo de culto importante en el seno de dicha sociedad, de manera particular con un conjunto de edificaciones y comunidades religiosas. Por último, para que eclosionasen ambos factores, era necesario que se cruzaran en dichas coordenadas de tiempo y espacio esa serie de personajes que desempeñaran el rol de auténticos valedores, protagonistas e impulsores de dicha celebración.
 
          El pequeño puerto o surgidero de Santa Cruz, desde su fundación como urbe incipiente a finales del Quinientos, no dejó de ser durante todo el siglo XVI y bien avanzada la centuria siguiente, un pequeño conglomerado anárquico de varias decenas de casas agrupadas en apenas seis o siete manzanas disformes, ubicadas en esencia en torno a la Calle Grande (cuyo recorrido seguía el de las actuales calle de la Caleta, plaza de la Iglesia y calle de las Norias), con una población exigua y en cierta manera intermitente, vinculada a la caprichosa veleidad del mar, la pesca y la marinería en flotas americanas. En 1629 no se contaban más de 200 vecinos, con una población que rondaría el millar de personas contando a ancianos y niños. Ante este panorama era evidente que no se daba la primera de las características que comentamos acerca de la existencia de un nutrido vecindario como receptor y transmisor de las costumbres religiosas vinculadas a la Semana Santa. En aquella primera centuria y media, hasta aproximadamente 1650, las ceremonias debieron quedar circunscritas a las efectuadas en el primitivo templo parroquial, entonces de una única nave, de Nuestra Señora de la Concepción (que en los primeros años del siglo XVI estuvo bajo la advocación de Santa María la Blanca, reflejo claro de la herencia andaluza en el sentir religioso de la comunidad que iba constituyendo la población de Santa Cruz), y en todo caso, las humildes celebraciones de la Pasión pudieron haber tenido eco en el entorno de las antiguas ermitas de San Telmo, San Sebastián o Nuestra Señora de Regla. La certeza acerca de la sencillez y parquedad del antiguo embarcadero y localidad de Santa Cruz en aquellos tiempos aparece atestiguada en la visita pastoral efectuada por el entonces obispo Francisco Martínez de Ceniceros en 15 de julio de 1601.
 
          Tendríamos que esperar a mediados del siglo XVII para que cristalizara no solo ese primer componente, el de un vecindario importante (que llegaría a ascender en varias décadas hasta los 4.000 habitantes), sino, de manera particular, el segundo de los preceptos anunciados, ya que con la eclosión del proceso de Contrarreforma en todos los territorios de la Corona española. Sería entonces cuando podría identificarse en Santa Cruz de Tenerife y en la práctica totalidad de las poblaciones de aquel entonces ese germen de una Semana Santa distintiva, con un reforzamiento notable de la presencia de la religión en la sociedad y en el día a día de los vecinos, llegándose a establecer recorridos procesionales consolidados y a la aparición de diversos pasos e imágenes devocionales que iban a calar en el sentir popular. 
 
          Dentro de este proceso de relanzamiento se pueden distinguir, a su vez, dos momentos clave en el apartado de las edificaciones religiosas: el pavoroso incendio del templo parroquial de Nuestra Señora de la Concepción en la jornada del 2 de julio de 1652; y la fundación tanto del convento dominico de Nuestra Señora de la Consolación -en el altozano entre el barranquillo del Aceite y el barranco de Santos, en una obra continua entre los años 1610 y 1660, como el cenobio franciscano de San Pedro Alcántara, creado entre 1677 y 1680, que ocuparía el solar de la antigua ermita de Nuestra Señora de la Soledad en la vera del antiguo barranquillo de los Frailes. Tanto la propia reconstrucción del templo parroquial, en su papel de núcleo religioso matriz del lugar, como esa triangulación perfecta con sendas comunidades monásticas, otorgó a Santa Cruz de Tenerife esa infraestructura religiosa que era pauta perentoria para que arraigase el culto a la Semana Santa en esta localidad. 
 
          Fue precisamente en este contexto histórico cuando se inició la salida de pasos tan tradicionales en la Pasión santacrucera como los del Cristo Predicador y de la Magdalena, siempre bajo el cuidado de la hermandad de la capilla de Nuestra Señora del Rosario del convento dominico -que obtendría licencia oficial para estas procesiones desde marzo de 1682-. Este famoso Cristo sigue saliendo actualmente en la Semana Santa de Santa Cruz si bien, al haber desaparecido aquel convento de Santo Domingo víctima del proceso desamortizador del siglo XIX, debemos verlo el Domingo de Ramos adscrito a la iglesia de Nuestra Señora de la Concepción. Otras procesiones de culto arraigado fueron las del Miércoles y Jueves Santo, con especial atención al paso de la imagen de María Santísima. Según nos relata el historiador Alejandro Cioranescu, el Viernes Santo «se llevaba comida de limosna a los pobres presos en el castillo y en la cárcel real y después repartía las sobras en la puerta del convento», finalizando la Semana Santa con la quema de Judas en la plaza del Castillo, costumbres todas ellas que se han ido perdiendo en el transcurso del tiempo.
 
          A lo largo del siglo XVII fueron aumentando los medios de financiación del templo (y, por ende, de sus cultos y festividades), particularmente con el recurso del alquiler de casas donadas a la iglesia, como fue el caso de las cedidas por el beneficiado Mateo de Torres o por el capitán Pedro González Tinoco. Esta circunstancia, unida a la conformación de todo un tejido de hermandades y cofradías –caso de la de San Benito en 1638; la del Ecce Homo (actual Señor de la Humildad y Paciencia), bajo la égida del religioso Mateo Fernández Vera, de Taganana; o la de Nuestra Señora del Carmen en 1675-, así como la fundación de capellanías –entre ellas la de Tomás Pereira de Castro a la Virgen de la O en 1645 o la del precitado González Tinoco en 1656-, supusieron un respaldo trascendental en todo el proceso de consolidación del fervor religioso de Santa Cruz de Tenerife. Pruebas complementarias que nos hablan de ese florecimiento podemos encontrarlas en detalles cómo que, en el año 1664, se instalase el primer órgano documentado en la parroquia o que, entre 1640 y 1667, se fabricaran en dicho templo parroquial las ansiadas segunda y tercera naves, siendo particularmente ilustrativa, a la par que una muestra más de ese mencionado resurgimiento, la llegada de varios escultores imagineros a residir en el vecindario del puerto santacrucero. Tal fue el caso, entre otros, del célebre artista güimarero Lázaro González de Ocampo, quien llegaría a ser mayordomo de la cofradía de Nuestra Señora de Regla entre 1709 y 1714, y de cuya gubia saldrían, entre otras, la imagen procesional de María Magdalena, que hoy se custodia en la iglesia de Nuestra Señora de la Concepción.
 
          Tal y como venimos indicando, en todo proceso de conformación tradicional nos faltaba el papel jugado por personalidades relevantes que marcasen la impronta a seguir. En este sentido, la presencia constante del obispo Bartolomé García Jiménez Barradán en Santa Cruz de Tenerife, localidad que fue de su especial predilección y donde fallecería el 14 de mayo de 1690, contribuyó notablemente a reforzar la trascendencia de la Semana Santa del lugar. Se avecindó definitivamente en este puerto tras terminar su visita pastoral de 1678, siendo el principal valedor y colocando la primera piedra del convento de San Francisco el 21 de julio de 1680.
 
          A su vera sobresalen igualmente todo un elenco de personalidades que tuvieron su papel en el relanzamiento de la celebración de la Pasión en Santa Cruz de Tenerife. Así, nos encontramos la figura del prior dominico Fernando de Garcés, predicador general provincial de dicha orden, vital a la hora de promover la realización de procesiones en Semana Santa que tuviesen como arranque el propio convento de Santo Domingo. Otro personaje importante fue el licenciado Gaspar Álvarez de Castro, vicario de la isla de Tenerife y juez de las Cuatro Causas, quien en su papel de visitador religioso realizó un papel crucial a la hora de renovar y reforzar las funciones eclesiásticas en las diferentes localidades de la isla. Su muerte en La Laguna el 6 de diciembre de 1710 privó a la población de un personaje relevante en este proceso. En este apartado no debemos obviar que, a partir del año 1640, tomó las riendas de la iglesia de Nuestra Señora de la Concepción el párroco Luis González Guirola, promotor de la consabida ampliación de naves respecto a la capilla inicial, y quien relanzó este templo tras el incendio de 1652, desgracia que dejó el templo «en paredes desnudas». A su fallecimiento en mayo de 1679 puede afirmarse que tanto el propio recinto de la iglesia como sus cultos, entre ellos los relativos a la Pasión, habían tenido un notable avance, secundado por el denodado trabajo de sus auxiliares Leonardo Felipe de Ocampo, Francisco González, Antonio Fernández o Diego Salas de la Rosa, quien precisamente continuaría dicha labor parroquial al ser designado siguiente beneficiado del templo.
 
          En el tránsito de los siglos XVII al XVIII fue crucial la huella dejada por los hermanos Ignacio y Rodrigo Logman van Biden, quienes desde el templo parroquial de Nuestra Señora de la Concepción contribuyeron notablemente no solo al enriquecimiento de la tradición religiosa de la localidad sino al bienestar social de la misma. La fundación del Hospital de Nuestra Señora de los Desamparados es una buena prueba de ello. Rodrigo fue designado párroco en junio de 1714, cargo que ocupó hasta su muerte en 1747, y que debido a Real Cedula dictada en 1728, compartiría con su hermano Ignacio al dividirse dicho beneficio eclesiástico en dos mitades.  
 
          En esta bendita conjunción de factores hunde sus raíces el maravilloso legado patrimonial y de fervor que sigue hoy en día latente en Santa Cruz de Tenerife, «culpable» en gran medida de la conformación de las señas de identidad de una sociedad, la santacrucera, que siempre ha sido definida como cosmopolita, abierta y generosa. No en vano afirmaba el estadista Daniel Webster que «todo lo que haga a los hombres buenos cristianos lo hace también buenos ciudadanos».
 
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 Bibliografía
 
■ CALERO RUIZ, Clementina, Escultura barroca en Canarias (1600-1750). Santa Cruz de Tenerife: Cabildo Insular de Tenerife, 1987.
■ CIORANESCU, Alejandro, Historia de Santa Cruz de Tenerife. Santa Cruz de Tenerife: Ayuntamiento, 1977-1979.
■ PERDOMO ALFONSO, Manuel, «Motivos santacruceros de la Semana Santana», en La Tarde. Santa Cruz de Tenerife, 23, 25 y 26 de marzo de 1975.
■ TARQUIS RODRÍGUEZ, Miguel, Semana Santa en Tenerife. Santa Cruz de Tenerife, 1960.
■ TARQUIS RODRÍGUEZ, Pedro, Retazos históricos: Santa Cruz de Tenerife, siglos XV al XIX. Santa Cruz de Tenerife, 1973.
 
 
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