Las Ramblas de Barcelona, el paseo más bonito del mundo
Por Antonio Salgado Pérez (Publicado en El Día el 29 de marzo de 1992
Una vía que palpita a cualquier hora del día o de la noche
Pocas veces el viajero se ha visto tan reconfortado tras tener la oportunidad de gozar de las Ramblas un domingo, muy tempranito, cuando aún los empleados municipales riegan los jardines y las numerosas palomas esperan que “niños oliendo a colonia de baño” las atiborren a granos. Claro que sigue siendo la arteria más viva de la Ciudad Condal. Es la vía barcelonesa por excelencia, que palpita a cualquier hora del día o de la noche, cambiante constantemente a lo largo de la jornada, donde confraternizan –como en nuestros Carnavales– todas las clases sociales y donde es posible encontrar a los más variopintos personajes convirtiendo el paseo en todo un espectáculo. Se trata, evidentemente, de un paseo único, son sectores y ambientes muy diferenciados, que se definen por nombres propios; por esa razón se habla de las Ramblas, donde es imprescindible deambular por ellas desde la Plaza de Cataluña hasta el mar.
No importa que la Plaza de Cataluña, sin urinarios, esté ahora ciega y sin perspectiva alguna por la instalación, en sus entrañas, de un circo. No importa que para llegar a nuestra familiar referencia del mar tengamos que salvar montones de escombros por las obras con vistas a la Olimpiada. Lo que importa es deambular, caminar sosegadamente, mirar aquí y allá, ver que los plátanos del Líbano están secos y pelados lo que no es obstáculo para que algún pajarillo se detenga en sus desnudas ramas para ofrecernos sus trinos, que deben oír con cierta tristeza sus cercanos compañeros cautivos, en jaulas, al lado de un enjambre de periquitos y loros, que pronto pasarán a manos de los clientes.
Adentrémonos en el Café Zúrich, que nos hizo recordar al de la película “La Colmena”, basada en la novela de Camilo José Cela, con sus antañones veladores, que ¡ay progreso!, ha cambiado su mármol por formica. Y a la entrada, un cartelito: “Los domingos sírvase usted mismo, de once de la mañana a diez de la noche”. Contrasta la tibieza de las sillas que rodean a aquellas mesitas redondas de un sólo pie con la gelidez de las ubicadas en la terraza, donde los clientes se ocultan tras los numerosísimos periódicos que han adquirido en aquellos insólitos y surtidísimos kioscos donde se sacia el más exigente de los lectores.
En los aledaños no nos atosiga el tráfico. Uno puede descargar liquido en los socorridos bares –¿dónde, si no?– mientras se ha percatado de que la vanguardista escultura del político Francesc Macía se asemeja a una escalera puesta al revés. Aún perduran los limpiabotas que, por ejemplo, hace muchos años, se cansaron de abrillantar en los contornos de nuestra Plaza de la Paz. Y, de vez en cuando, con las cámaras colgadas al cuello, mirada muy atenta, bolígrafo y block de notas en ristre, grupos de japoneses que la noche anterior “se han vuelto locos” en los diferentes tablaos. Por cierto, el turismo no es nota predominante en las Ramblas. Lo que al viajero le llama mucho la atención, es que, por ejemplo, un domingo todos los ciudadanos “se tiren a la calle” para pasear, para comunicarse, para dialogar, para verse… Se nos antojó, insistimos, como un Carnaval tinerfeño sin disfraces, máscaras, ni voces adulteradas.
Es encomiable, digna de ejemplo, aquella participación, aquel gentío embutido en prendas de abrigo de diferentes estratos económicos. Pero se justifican aquellas cívicas aglomeraciones por la cantidad de detalles que se les ofrece, por el espectáculo que se les brinda, por aquel estupendo y variopinto goce visual, que usted puede presenciar, muy cómodamente, por treinta pesetas, sentado en una silla, al lado de una jubilada oliendo a naftalina, que viene a recoger los primeros rayos solares.
Las madres pasean a sus hijos; al perrito lo han lavado y cepillado y es rara, muy rara, la persona que no lleve un periódico o bien en la mano o bajo la axila. Un conjunto boliviano-peruano deleita a la concurrencia con sus guitarras, sus flautas y su quejumbrosa quena, mientras una vendedora, de escasísimos recursos, expone sobre una caja de cartón su escuálida mercancía nicotínica; y observa que a su lado, sin ánimo de competencia desleal, otra vendedora abanica a sus posibles clientes con un libro titulado Adore a Dios. A escasos metros y “con más cara que un saco de sellos”, el popular “loco de las Ramblas”, subido a una silla, con estaca y gorra, que recoge en un platillo la generosidad del sonriente paseante. ¡Cómo podían faltar en este calidoscópico desfile la figura de los trileros, con su artista-jefe y sus ganchos, “ganando” a cada instante billetes de cinco mil pesetas, por las evoluciones de una bolita ahora oculta con tapita de zanahoria, que desaparece de la mesita cuando se otea la presencia de un agente del orden público!
Pintores por doquier, floristerías con nenúfares donde toman el sol ranas y sapos. Un bailarín flamenco con empacho de calendario hace vibrar su figura de faquir tocado de sombrero rojo y traje arlequinado. Le mira no sabemos si con resignación o con hastío un poeta “viajero y dichoso de serlo” que expone en pequeñas tablas algunos de sus pensamientos: “Quiero este epitafio en mi tumba: se fue sin pagar”. Y un escritor que en vez de hablar exhibe en rótulos estas sugerencias: “Dedico y firmo libros a quien lo desee. Puede mirarlo sin compromiso”. Y esta obra sentencia: “En los ojos del hambre –no hombre– reconozco la vergüenza de ser civilizado”. Y a un pasito de esta extraña intelectualidad, la “estatua viviente”, algo muy popular, posiblemente lo más fotografiado de las Ramblas. Sobre una peana –una caja vacía de refrescos– una joven, maquillada en blanco y túnica haciéndole juego con el color, adopta posturas estatuarias, sin mover un solo músculo de su cuerpo, por espacio de varios minutos. El “encanto” suele romperse cuando, de vez en cuando, abre sus ojos. El público colabora muy generosamente con aquella idea. Y aplaude. No tanto con aquel espectacular número circense donde predomina el lanzamiento de cuchillos sobre dianas humanas, que luego celebran el acierto posando sus cabezas sobre cristales o engullendo humeantes llamas de distintos sabores…
Antes de llegar al mar –nuestra familiar referencia– nos hemos visto envueltos en los paraísos de los numismáticos, de los filatélicos y el de las fotografías antiguas. Y tras la difícil contemplación del mar hemos vuelto a subir a las Ramblas. Para beber las aguas de la fuente ubicada en la Rambla de las Canaletas, que “asegura el retorno a la ciudad”. Y cuando nos alejábamos de aquellos contornos sentimos la sensación de lo trivial, de lo prosaico. Sentimos que nuestro ánimo, posiblemente, había viajado en el túnel del tiempo de la niñez, donde cualquier motivo solía llamar nuestra atención. Pero nos vimos gozosamente confortados y compensados. No éramos tan niños, no habíamos sido tan parvularios, porque alguien, mucho antes que nosotros y tras caminar por idénticos escenarios, había dejado escrito lo siguiente: “Las Ramblas es el paseo más bonito del mundo”. El escritor se llamaba Ernest Hemingway.
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