Prólogo al libro "D. José Viera y Clavijo..." de Emilio Abad Ripoll

 
Por Daniel García Pulido
 
 
          El siglo XVIII en las Islas, particularmente en Tenerife como sede y núcleo de las principales instituciones defensivas del Archipiélago, es una centuria marcada de manera ineludible por las vinculaciones con el estamento militar. Poblaciones como Santa Cruz, Puerto de la Cruz o Garachico, entre otras, se vieron transformadas por la huella ejercida por el mundo de las armas y no solo en sus condiciones intrínsecas asociadas a su urbanismo o fisonomía arquitectónica. Dichos cambios alcanzaron a la esfera de las costumbres de dichas localidades, a su idiosincrasia, a su sangre, ante la arribada de una clase castrense extensiva, asociada a la casi totalidad de las ramas de la cotidianeidad (política, instituciones políticas, sanidad, beneficencia, ocio...). A esta realidad contemporánea, a este horizonte de las armas en el ámbito usual de la vida insular, no pudo escapar la figura insigne que conforma el eje primario de esta edición, José de Viera y Clavijo.
 
          En la infancia y primera adolescencia, etapas donde se marcan a fuego las pautas psicológicas que quedan vigentes en la madurez de todos y cada uno de los individuos, el Puerto de la Cruz, escenario de la temprana juventud de nuestro biografiado, se configura como un marco privilegiado para comprobar ese intercambio y retroalimentación mimética de los habitantes con su localidad, con toda esa sutil mescolanza y bagaje de matices sociológicos, comerciales y militares que van a dejar impronta, como a la inmensa totalidad de su generación, en el ánimo de Viera. Desde que cumplió apenas dos años de vida, momento en el cual se traslada la familia desde su domicilio natal en El Realejo Alto hasta el Puerto de la Cruz, no es difícil imaginarse a nuestro personaje jugando, por momentos, bien en el patio de su vivienda, al cuidado de su aya o sirviente, acaso en los charcos de esa ribera portuense de Martiánez, o en la propia Plaza homónima, a donde acudiría con los hijos de familias amigas, simulando batallas con toscos soldados de plomo y combates navales donde recipientes huecos hacían las veces de recios navíos de alto porte, todo alimentado de forma enriquecedora y embriagadora por ese caudal de noticias vagas, por su imaginación irredenta, por influjos de lecturas y gacetas traídas desde allende los mares a esa privilegiada puerta de entrada que brindaba la localidad portuense... Es más que posible, obviamente, que la atracción de la vida religiosa cundiera con mayor énfasis en este paréntesis inicial de su existencia, pero incluso en esa tesitura, no es de extrañar esa elección cuando, para un personaje como él, nacido en la burguesía acomodada de aquel entonces, solo existían los horizontes definidos y archiconocidos de la milicia, del funcionariado o de la iglesia para salir adelante a finales del Setecientos en España. El elemento genético parecía predestinarle hacia la órbita eclesiástica, como de hecho le sucedería a su hermano Nicolás, ya que, no en vano, en su horizonte familiar brillaban como referencia parientes excelsos en ese ámbito.
 
          El oficio paterno de escribano público, como fedatario de vida de múltiples y variopintos individuos, hechos y memorias, traería a su despacho, y por ende, a su residencia y a ojos de nuestro influenciable joven Viera y Clavijo, toda suerte de personajes, figurando obviamente entre ellos miembros del estamento militar, con sus vistosos uniformes, sus lustrosos correajes y charreteras, con chalecos abotonados en oro, sus espadines, bastones de mando, sus pelucas, detalles que no dejarían indiferente, y puede que acaso fascinaran sobremanera, a nuestro biografiado. En la novela juvenil de nuestro Viera, titulada Vida del noticioso Jorge Sargo —relato en el que curiosamente algunos historiadores advierten similitudes autobiográficas dignas a tener en cuenta—, si bien llevadas a la esencia de un verdadero lazarillo dieciochesco, encontramos particularidades que solo han podido surgir de un espíritu observador, analítico e inteligente criado bajo unas condiciones peculiares, vinculadas a un mundo de matices, multidisciplinar, heterogéneo. Como hemos hecho referencia, el cargo de notario público de su progenitor, en un enclave como el Puerto de la Cruz, con ese sello inconfundible que sólo puede otorgar el comercio, el roce con culturas y familias extranjeras, ese ligero toque de liberalidad burguesa incipiente, son ingredientes ideales para ejercer como piedra de toque en el ánimo vierense. En la mencionada novela, en concreto en el capítulo IV de su segunda parte, Viera nos introduce en cómo «sienta Jorge plaza de soldado en un [navío] corso», dentro de lo que podríamos ejemplificar como un testimonio de su cercanía juvenil hacia la esfera castrense, a la Marina en esta puntual ocasión, relatando con esmero y con conocimiento de causa las peripecias del enrolamiento como marinero de su personaje, Jorge Sargo, con pinceladas acertadas de su sufrida vida a bordo, e incluso, de sus interminables mareos. 
 
          Siguiendo la órbita de la influencia y presencia del estamento de las armas a su alrededor, resalta a todas luces que, entre la inmensa mayoría de sus amistades tinerfeñas —entre quienes se contaban los integrantes de la «primera nobleza isleña»—, varios de ellos ostentaban las coronelías de los regimientos de milicias de la isla, como era el caso de Fernando José de la Guerra y del Hoyo —marqués de San Andrés— o de Tomás Lino de Nava-Grimón y Porlier — marqués de Villanueva del Prado—. No debía resultar extraño, por tanto, que la temática de las armas saliera una y otra vez en sus conversaciones cotidianas, conversaciones que, dotadas de un matiz más erudito y educativo, fueron a su vez germen, en escenarios como la Tertulia de Nava, de la redacción de su principal obra, Noticias de la historia de las Islas Canarias. Curiosamente, ahondando en este particular y tal y como demuestra de forma fehaciente y acertadísima Emilio Abad Ripoll en esta presente edición, dicha obra cumbre de Viera ofrece multitud de ejemplos de la esencia castrense en el espíritu del ilustrado realejero. No debemos obviar, asimismo, que una de sus dos hermanas, Antonia -no confundir con la poetisa Joaquina, casi inseparable de nuestro Viera- se desposaría en 1775 con el capitán don Roberto José de Herrera Bonilla, quien a comienzos del siglo XIX ocuparía la plaza de gobernador de la fortaleza santacrucera de Paso Alto, puesto este dotado de un considerable prestigio dentro del organigrama militar insular. Puede, por tanto, afirmarse que Viera contaba, en su propia familia política, con poderosos elementos del círculo militar del Archipiélago, lo que debía tener reflejo en su personalidad, en sus vivencias y en sus escritos.
 
          A este respecto, a lo largo de su extenso y rico epistolario, asoman resabios castrenses, contados y esporádicos quizá, pero ciertamente ilustrativos de su «no indiferencia» en relación al Ejército. Si por un lado encontramos alusiones directas al campo de la literatura militar, como fue el caso de la misiva escrita al secretario de la Academia de la Historia, Antonio Capmany Montpalau, en febrero de 1778, donde con palpable emoción afirmaba haber «encontrado en una de estas librerías [de París], cierto tratado español, del cual no tenía yo noticia, intitulado De la Filosofía de las Armas y de su destreza, por Jerónimo Carranza»; por otro lado, su exquisito trato y sus reiterados parabienes a todos y cada uno de los oficiales de alto rango, diplomáticos, embajadores con los que el destino le fue cruzando durante toda su vida y sus viajes, solo atestiguan su confianza ciega y su admiración ante la tarea asociada a la esfera de las armas, de la guerra y de la defensa patriótica. Ejemplos visibles y documentados como las cartas remitidas a personajes como el general Antonio Gutiérrez, Vicente Manrique de Zúñiga y Moscoso —conde de Aguilar—, Isidoro Bossarte, o el mismísimo Pedro Rodríguez Campomanes, son prueba irrefutable de que Viera y Clavijo se sentía partícipe de la responsabilidad de aquellos profesionales, de su manera de gestionar los asuntos castrenses, como una pieza cómoda y versátil en ese engranaje de sutilezas, de elegancia y de modales asociados a la «res militaris». 
 
          A modo de contrapunto final a estas sencillas consideraciones en torno al patriotismo en Viera y Clavijo, a su proximidad o lejanía hacia el mundo de las armas y de los enfrentamientos bélicos, no podíamos finalizar sin hacer mención a ese acontecer «violento» que vivía en el seno más íntimo y personal de las ensoñaciones del propio religioso tinerfeño. A través y en el transcurso del conjunto de sus traducciones, de sus poemas de corte mitológico, de su prosa festiva, surgen los escenarios, protagonistas y sucesos que tiñen en sangre multitud de leyendas griegas y romanas, donde un universo de deidades y héroes mitológicos —léase Apolo, Alcides, Dido, Aqueronte o el infame Polifemo, entre infinidad de casos— lucen en sus versos enzarzados en incontables batallas, en mil y una escaramuzas, en insidias personales, donde salen a relucir armas poderosas, ejércitos enteros de fieles soldados, escuadras a merced y al amparo de los elementos... 
 
          Y es que Viera y Clavijo, en la constelación del Archipiélago, no ha dejado de representar desde entonces ese papel de paradigma irrepetible de valores, de ilusiones y de orgullo patrio en una época de transiciones, de revolución, de crisis. Su labor simula a la de esos protagonistas legendarios de sus poemas a quienes solo premia el recuerdo sencillo y sincero de los demás, y desde estas líneas, movidos por esa esencia que nos ha transmitido y transmite aún después de más de doscientos años desde su desaparición, pediría que, remedando un adagio castrense, arrodillemos por segundos el alma porque estamos en presencia de un héroe y de su maravilloso legado. 
 
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