Relatos de Santa Cruz (XIX). Relato de Olivia Stone

 
Por José Manuel Ledesma Alonso (Publicado en El Día el 10 de marzo de 2024)
 
 
 
RELATOS  DE  SANTA  CRUZ,  SIGLOS  XVIII Y XIX (XIX). 
 
Del libro Tenerife y sus seis satélites de Olivia Stone*
 
 
 
          "Cuando el 5 de septiembre de 1883 el Paraná echó el ancla en el fondeadero de Santa Cruz, los inspectores de sanidad se acercaron al lateral del barco en un elegante bote, con el fin de llevar a cabo los trámites que nos permitirían desembarcar, las torres de las dos iglesias principales destacaban claramente sobre las casas; sin embargo, la belleza del paisaje radicaba en la ancha y extensa curva de la bahía, realzada por la espuma del mar al romper en la playa y las tranquilas aguas del fondeadero, sobre cuya superficie flotan barcos de diversas formas y nacionalidades. Todo conformaba una escena plácida y agradable de una ciudad resplandeciente, con las montañas de Anaga de fondo surgiendo ante el abrupto final de la bahía, dándole una majestuosidad pocas veces igualadas, con sus perfiles desiguales y dentados elevando sus crestas salvajes en un cielo azul de una forma a la vez grandiosa, hermosa y sobrecogedora. Los valles que se ocultan en estos parajes solitarios, regados por el rocío de la montaña y calentados por un sol subtropical, deben ser rincones solitarios para disfrutar y en los que esperamos penetrar.
 
          Como desembarcamos después de haber cenado, al bote que nos llevó hasta el muelle le tuvimos que pagar el doble por el viaje y por el transporte del equipaje. Al saltar al bote tuvimos que poner toda nuestra atención para hacerlo en el momento en que éste estuviese en lo alto de la ola. El hombre que iba al timón era increíblemente atractivo, moreno y apuesto; sin embargo, los cuatro marineros, flacos y enjutos, remaban como si estuvieran dominados por un exceso de energía, de manera que en unos cuantos minutos alcanzamos el muelle.
 
          Sofocados por un calor al que no estábamos acostumbrados, llegamos caminando hasta el Hotel Camacho (Calle San Francisco, 11), donde nos recogimos muy contentos de poder volver a dormir sin sentir que todo se balanceaba. Nuestras camas estaban rodeadas de mosquiteros y sólo nos cubrimos con la sábana, aunque ni siquiera nos hacía falta para abrigarnos. Mientras disfrutábamos de nuestro primer sueño, tanto éste como la tranquilidad fueron interrumpidos por un grito fuerte, y no sin cierta musicalidad, emitido en la calle por el vigilante nocturno: ¡Ha dado la una, y sereno! 
 
          Por la mañana tardamos un tiempo descomunal en vestirnos, debido a los sonidos e imágenes que ocurrían en la calle y que nos obligaban a acercarnos a la ventana, bien para ver a un hombre que conducía una pareja de bueyes con una soga atada a los cuernos para guiarlos, mientras les pinchaba con una vara para hacerles acelerar el paso, a la vez que unas señoras vestidas de negro, con la atractiva mantilla y abanico iban camino a los maitines, el ejercicio diario, y casi único, de las mujeres españolas. El resto de las mujeres llevaban un “sobretodo” atado sobre la cabeza y cayendo por la espalda, protegiendo así la nuca del sol y luciendo sobre la cabeza un pequeño sombrero redondo de paja.
 
          Los hombres suelen llevar pantalones negros y camisa blanca, con un pañuelo o cualquier trapo ciñendo la cintura. Los sombreros son de fieltro, redondos, negros y de ala ancha. Los niños van descalzos y sólo llevan una camisa corta y suelta. 
 
          Después de desayunar paseamos por el muelle que se encuentra justo frente al hotel y que es el principal centro de atracción de Santa Cruz, 
 
          El dique penetra en el mar formando un ángulo recto con la playa, formando una especie de muelle que, aunque no lo pueden utilizar los barcos, es muy práctico para desembarcar en los botes. Al principio existe un pequeño mercado de pescado, con mostradores de mármol y las paredes y suelos embaldosados.
 
          Una locomotora, que transportaba piedras para completar el dique, discurría por el centro de la calle, donde tres camellos permanecían arrodillados a la espera de su pesada carga, cada uno de ellos llevaba unas campanillas colgando de sus cuellos para avisar a los peatones de su presencia, ya que no se oyen los silenciosos pasos de sus acolchadas pezuñas. 
 
          Cuando a las 10:30 llegamos a la plaza de la Constitución el termómetro marcaba 80ºF (26,6ºC). Este espacio abierto, rodeado de casas altas y sobradas, tiene en la parte baja un monumento, erigido por los españoles para conmemorar su victoria sobre los guanches, formado por una columna de mármol de Carrara, coronada por una Virgen y el Niño. En la base aparecen cuatro figuras de tamaño natural de los reyes guanches traidores mirando hacia arriba. Bajo los reyes hay cuatro querubines. 
 
          Continuando nuestro periplo, llegamos a la iglesia de la Concepción, situada cerca del barranco. A esta iglesia acuden más ingleses que a cualquier otra de las Islas Canarias, ya que allí se guardan las banderas recuperadas después del ataque de Nelson. La isla de Tenerife y la ciudad de Santa Cruz se enorgullecen del honor de haberlo derrotado en 1797, causándole la pérdida de un brazo. Las banderas, el punto que más nos duele a nosotros y que les encanta a ellos, no fueron tomadas sino halladas. El mismo Nelson, en una carta dirigida al General Gutierrez, que mandaba las tropas tinerfeñas, reconoce la valentía de los habitantes y la cortesía demostrada posteriormente; por cierto, primera carta firmada con su mano izquierda.
 
          La iglesia contiene otro elemento de interés, una pequeña capilla de madera totalmente tallada que se encuentra entrando por una puerta a la derecha del altar (Capilla de San Matías-Panteón de la familia Carta)
 
          Al salir de la iglesia cruzamos un puente (El Cabo) sostenido por columnas enormes sobre un cauce completamente seco. La última vez que corrió agua por este barranco se llevó el puente.
 
          En la otra orilla del barranco se encuentra el hospital, un edificio de buen tamaño al que le están añadiendo secciones y renovando la parte antigua. Además de ser hospital, el edificio es también orfanato, asilo y manicomio. La Hermanas de la Caridad se ocupan de los enfermos y niños abandonados.
 
          Por la tarde caminamos hasta la zona norte de la ciudad, visitando de camino la iglesia de San Francisco, que está situada sobre una pequeña elevación en el centro de la ciudad. La iglesia se encuentra adosada a un enorme edificio en el que están ubicados el museo y un colegio para niños.
 
          Saliendo de la iglesia, continuamos nuestro paseo por una calle larga y estrecha, paralela al mar (Calle de La Marina), la cual, como las demás calles de la ciudad, está pavimentada con guijarros (callados). Las paredes exteriores de las casas están enjalbegadas y algunas tienen grandes cruces de madera colgadas, hasta con seis pies de alto (2 m). Los techos de las casas son de tejas, aunque algunas tienen azoteas donde han instalado miradores para que los comerciantes puedan divisar la llegada de los barcos y ser los primeros en llegar al muelle para adquirir las mercancías que transportan.
 
          Uno de los elementos más característicos de las casas son los postigos de las ventanas, pues cada una tiene contraventanas exteriores y dos piezas de madera abatibles en la mitad inferior, utilizadas como trampillas con bisagras superiores. Cuando uno transita a lo largo de lo que aparentemente es una calle silenciosa y desierta, estas trampillas o postigos se van abriendo lentamente hacia fuera, una tras otra, asomándose rostros atractivos llenos de curiosidad, con tez y cabellos oscuros. En las casas más pobres, donde las puertas siempre están abiertas, toda la familia se congrega en el quicio para vernos pasar. 
 
          Continuando por esta calle llegamos al fuerte de San Miguel (actual Club Náutico), desde donde se obtiene una buena panorámica de la bahía y de la línea norte de la costa. A nuestros pies había una playa de guijarros volcánicos grises (playa San Antonio) sobre la que se extendían unas largas redes de pesca.
 
La Alameda
 
La Alameda
 
          Aquella noche, la Sociedad Filarmónica de Santa Cruz daba un concierto en la Alameda, cerca del hotel. Los músicos con instrumentos de cuerda, interpretaron extraordinariamente bien algunos valses de Strauss y los Cantos Canarios de Teobaldo Power, un compositor local. Aunque estos jardines son públicos y pertenecen al Ayuntamiento, la entrada cuesta tres peniques, aunque incluye un número para una rifa. En los paseos muy bien iluminados por lámparas de aceite, colgadas a ambos lados, había asientos bajo los árboles. Al final de la avenida principal había un quiosco techado, repleto de objetos etiquetados y numerados, donde entregabas el pequeño trozo de papel enrollado que te habían dado al entrar; el cual, al ponerlo en un plato con agua se desplegaba y aparecía el nombre del premio que te había tocado, consistente en un espejo, un botellín de cerveza, un jarrón, adornos de porcelana, etc. Aunque casi siempre el papel estaba en blanco. 
 
          El ambiente dentro del parque era encantador. Los paseantes eran chicos y chicas, la mayoría de clase media. Llevaban trajes de color blanco, azul o rosa fuerte y lucían vistosos y modernos sombreros, aunque las señoritas que vestían de negro llevaban la elegante mantilla. La noche era cálida y nuestro termómetro marcaba 80º F. (26,6 ºC), como si se hubiera quedado trabado.
 
          Me han dicho que a los conciertos que se dan antes de comenzar la temporada de calor asiste público de mejor clase social, pues los ciudadanos más ricos se han trasladado a sus casas de campo en La Laguna y otros lugares."
 
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Olivia Stone
 
 
(*) Olivia Mary Stone (Irlanda, 1856-1898) arribó al puerto de Santa Cruz de Tenerife, acompañada de su esposo, el fotógrafo londinense John Harris Stone, con quien recorrería durante seis meses el Archipiélago Canario, deteniéndose en cada uno de los pueblos que visitaba para dialogar con la gente y obtener fotografías. 
 
          Su libro: Tenerife y sus seis Satélites, constituye el mejor retrato de la sociedad isleña de finales del XIX, pues describe a la Isla como centro de atracción del Archipiélago, ya que desde el Teide se aprecia el resto de las islas como auténticos satélites girando en torno a él.
 
          Esta obra sería una perfecta guía propagandística para Tenerife, no solo por la narración sino por la gran cantidad de dibujos y fotografías que contiene. 
 
          En el momento de la partida, ante los elogios recibidos por la prensa tinerfeña, contestó: “Siempre les recordaremos como nos parecieron a nosotros, verdaderas Islas Felices, lo más parecido a un Paraíso Terrenal”.
 
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