Los óleos de Luis Perera y su inconfundible sello campestre

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en El Día el 14 de marzo de 1991)
 
 
          Luis Perera, autodidacta, se queda con las cosas agradables que atesora la vida. Es un pintor bucólico que se recrea con los caminos vecinales, con esas casitas de tejas ocres festoneadas de verodes; con el color malva de nuestros árboles autóctonos; con esas cascadas de bouganvillas y geranios esparcidos por esas trochas que parecen no haber sido holladas por el hombre.
 
          En sus óleos, Luis deja patente su sello campestre, parece huir de las ciudades, del bullicio, de la masificación, del ruido… Se encuentra mucho más a gusto, parece más distendido con nuestros frondosos palmerales costeros, que en sus cuadros parecen vibrar, ofreciéndonos esa brizna de aire que desintoxica el ambiente.
 
          A Luis, polifacético y sonriente, le gusta los tonos claros, parece como jugar con el verde y con el rojo, que vierte en sus valles y sus llanuras, que deja patente en esos campos de pródigas amapola, que parecen rivalizar con las más austeras de Renoir.
 
          Luis Perera, que allá, en la Ciudad Condal, concretamente en la Sala Gaudí, dejó “la reciente impronta de su debut en el color, en la sensibilidad y en la fluidez cromática”, como bien apuntó el presentador de su obra, José Antonio Montesdeoca, ahora aquí, en la lagunera galería de arte Olka. Pseudónimo que oculta a una de nuestras vernáculas voces de oro; aquí, decíamos, este joven artista orotavense nos ha abierto las ventanas de nuestros campos, de nuestros rincones recoletos, de esas parcelas que, ojalá, perduren para goce visual y terapéutica de unos personajes cada vez más estresados por el agobio, la fatiga y el materialismo en pos de una supervivencia. La paleta de Luis Perera también ha sido generosa con nuestras peñas y rocas, que incluso parecen minimizar al padre Teide, al que el artista aleja en el vacío como queriendo atenuar su sempiterno protagonismo. Idéntica paleta se ha detenido, con evidente ternura, en el quicio de esa puerta teñida de color esperanza, donde una anciana recoge la tibieza del sol mañanero, envuelta en una mota azabache de pliegues hiperrealistas.
 
          El artista, que también juguetea con el blanco, ha captado el estilo y la esbeltez de ese edificio extraño, diferente y bello, que posiblemente, muy pronto, sea pasto de la piqueta municipal.
 
- - - - - - - - - - - - - - -