Margarita se llama mi amor

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en El Día el 2 de junio de 1990)
 
 
 
 
          Algo muy especial, muy entrañable, muy profundo de tener esa bandera para que aún nos emocione y siga erizando nuestra piel. Va a resultarnos difícil, muy difícil, poder olvidarnos de lo que para nosotros, simples veteranos de las Milicias Universitarias, constituyeron los recientes actos celebrados con motivo del “Día de las Fuerzas Armadas”.
 
          Hacía casi veinticinco años que no nos habíamos puesto de nuevo en la seria y elegante posición de firmes. Y fue ahí, muy cerquita, enfrente del palacio de la Capitanía, donde nos esperaba un alto y esbelto mástil y, en su cúspide, el flameante símbolo de la patria que, con legítimo orgullo, nos tocó custodiar compartiendo turnos de guardia doblando al personal militar durante el tiempo inmediatamente anterior al arriado. En aquella posición de firmes, con el pecho muy bien expandido, la mirada fija, al frente; los pies atornillados al suelo y los puños planchando el pantalón, nuestros diástoles y sístoles se dispararon, aún no sabemos si por la emoción del momento o por nuestro inesperado protagonismo ante aquella masa de espectadores que ya pululaban por las inmediaciones de la Plaza de Weyler, siempre hermosa y luminosa.
 
         A pesar de las corbatas vimos muchos nudos en las gargantas de aquellos antiguos miembros de la Instrucción Preliminar Superior (I.P.S.) donde nombres como los de Pedro Pérez Andreu, Juan Arencibia, etcétera ya son parte de la historia de dicha institución castrense. Con esas marchas militares que todavía nos humedecen las miradas y nos sobrecogen el ánimo, presenciamos el solemne arriado, presidido por el Capitán General de la Zona Militar de Canarias, Teniente General Ángel Santos Bobo, que tras recibir la enseña nacional, y en gesto que le honra, entregó ésta a nuestro presidente, Luis Torrentó Capdevilla, que jamás olvidará tal detalle y deferencia. Una actitud emocionante y cariñosa que por su generosa espontaneidad caló y calará muy hondo en todos los compañeros que tuvimos la gratísima oportunidad de presenciar y gozar en su justa medida la disposición de ánimo castrense,
 
          Al día siguiente, en el acuartelamiento de Los Rodeos, y mientras el capellán nos ofrecía una misa de parpadeo, nuestros oídos volvían a percibir los trinos de los pájaros; nuestras miradas se recreaban con la vegetación ambiental y nuestro olfato volvía a familiarizarse con los pinos y los eucaliptos colindantes, aquellos enhiestos y mudos testigos de nuestras pretéritas incursiones en el campo de la topografía, el tiro y la táctica; arbolado que nos vio, sin tantas canas y con mucho más pelo, con nuestro pesado  mosquetón, con la escalofriante bayoneta y las azabaches trinchas; arbolado que nos vio, en fin, interpretando nuestras “lloronas militares” cuando ya habíamos sido vacunados con la antitífica y la antivariólica y nos apaciguaban sexualmente con el bromuro. Embutidos con el clásico “mono”, calzando alpargatas y luciendo aquel gorro de inquietante borlita roja, hasta estábamos orgullosos que nos señalaran como “chusqueros” y como “malditos”… Ahora, muchos años después –¡para que contarlos!– el inefable e inevitable Lorenzo Rodríguez Rojas exclamaba con la misma entonación y con los mismos decibelios de antaño: ¡Compañía… fir… mes! Y un compañero, con abundantes redondeces reñidas con el gimnasio, preguntaba con no disimulada perplejidad: ¿Ah, pero esto va en serio…?
 
          Donde hubo siempre queda. La derecha, la izquierda, la media vuelta y el descanso nos salió de perlas. Muchos compañeros volvían a brindarnos la marcialidad y la elegancia de sus tiempos mozos; tiempos de novatadas benevolentes e indulgentes; la carpeta, el esparadrapo encima del bigote, el manteo… ahora en aquella amplia Plaza de Armas, nos disponíamos a renovar –nuestro Capitán General prefiere el verbo revivir– el juramento de la Bandera, que iba a producirnos otro gran impacto en nuestro ánimo.
 
          ¿Hay algo más emocionante, más precioso y más estimulante para un antiguo miembro de la I.P.S. que oír los sones de esa inmarchitable e inconfundible marcha militar que responde por Heroína? ¿Existe algún otro acto que convulsiones más nuestros fenómenos viscerales? Cuando aquella banda de música perfectamente conjuntada y afinada por el comandante Jesús Valverde –¡enhorabuena, director!–; con aquellos sones que mezclaban la Heroína con “Los Generales” y la “Marcha de la Corona”, que volvían a erizarnos con “La muerte no es el final” o con el brillantísimo broche final del Himno Nacional, a nosotros, simples veteranos de las Milicias Universitarias, se nos proporcionaba la impagable oportunidad de volver a revivir –de acuerdo, mi general– aquellas escenas que un día lejano también nos hicieron vibrar de emoción y, por la especial responsabilidad de antaño, ponernos extremadamente nerviosos “por si perdíamos el paso y nos olvidábamos de cuadrarnos y besar la Bandera”
 
          Después, la atinadísimas palabras del Capitán General, que nos habló de honestidad, de lealtad, de cariño, de valores espirituales, de ética, de honradez. Palabras llenas de contenido; vocablos que para nosotros tenían un profundo mensaje de sinceridad y de ejemplaridad, binomio que, precisamente, días antes habíamos visto reflejado en estas mismas columnas de EL DIA, cuando se afirmaba, entre otros conceptos, que “los partidos políticos y sus líderes más representativos se han enzarzado en una loca carrera de desprestigio. Aquella que se deriva de un sistema democrático que ellos mismos han viciado con sus prácticas. Frente a ellos, los tres Ejércitos, el de Tierra, la Armada y la Fuerza Aérea, ofrecen el espectáculo de una enorme seriedad nacional. Las FAS se muestran enteras, disciplinadas, legales a cualquier Gobierno, siempre que sea constitucional. Ofrecen la imagen de una impecable conducta profesional. Están unidas, no dispersas. Afrontan los retos de la modernidad. Y los hacen estoicamente. Sin alharacas. Sin exigencias. Sin imposiciones…”
 
          Repetimos: enfrente de Capitanía General, el primer impacto emocional; el segundo, en Los Rodeos. Fueron, para todos nosotros, dos jornadas inolvidables. Procuraremos seguir interpretando nuestro lema: En la paz, ciudadanos; en la guerra, soldados. Cuando ahora, acompañados de nuestras esposas, de nuestros hijos y familiares dejábamos atrás el Campamento de Los Rodeos y nos despedíamos del familiar monolito –donde al entrar teníamos que colgar “eso”– entre aquellos cimbreantes pinos y eucaliptus seguían los ecos de los que habíamos cantado, y muy emocionados, entre el juramento y el vistoso desfile:
 
Margarita se llama mi amor,
Margarita Rodríguez Garcés,
una chica, chica, chica, pum,
del calibre 186,
¡86!
 
 
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