Relatos de Santa Cruz, siglos XVIII y XIX (XIII). Relato de Dumont D'Urville

 
Por José Manuel Ledesma Alonso (Publicado en El Día el 28 de enero de 2024)
 
 
RELATOS  DE  SANTA  CRUZ, SIGLOS  XVIII  Y  XIX  (XIII)
 
 Viaje pintoresco alrededor del Mundo
 
Por Jules Sébastien César Dumont D´Urville*
 
 
Grabado de Sainson dibujante de la expedición
 
Grabado de Sainson, dibujante de la expedición
 
 
          "El 7 de septiembre de 1826, El Astrolabio doblaba la punta de Anaga, dejando a la derecha tres grandes rocas salientes y al cabo de una hora teníamos a la vista la bahía de Santa Cruz, dispuesta en forma de un semicírculo en la que había 12 navíos de línea fondeados. La corbeta tiró el cañonazo de costumbre y apareció un barquichuelo con cinco hombres que nos condujeron al sitio establecido para nosotros.
 
          Mientras esto ocurría, me ocupé de examinar la situación de la ciudad, situada en una hondonada al pie de una pendiente pronunciada en la que sus casas forman una línea uniforme, interrumpida únicamente por algunos campanarios y miradores. Detrás hay un conjunto de masas basálticas que forman una especie de murallas, cuyos flancos están enteramente desnudos de vegetación por lo que causan un calor muy vivo y sofocante. 
 
          Entramos en Santa Cruz por una puerta de madera. La ciudad nos pareció grande y agradable, pues sus calles, rectas, anchas y ventiladas, tienen aceras adoquinadas con piedras redondas y desiguales (callados) y orilladas por baldosas de lava.
 
Puerta de entrada a la ciudad desde el Muelle
 
Puerta de entrada a la ciudad desde el muelle
 
 
           Las casas presentan un aspecto agradable pues generalmente disponen de un amplio patio, rodeado de columnatas que sostienen las galerías que sirven a un tiempo de vestíbulo y de almacén. En el centro existe una cisterna que recibe las aguas pluviales que luego se hacen filtrar en pequeños estanques de una piedra porosa, sostenida por algunos ornamentos de un gusto arabesco y rodeada de plantas acuáticas (destiladera).
 
          La escalera, situada en uno de los laterales del patio, conduce al segundo piso del edificio, donde se encuentran los aposentos con largas vigas de tea en los techos, presentando un aspecto triste a causa de su grandeza; sin embargo, en ellos existe una frescura que el ardor del clima hace verdaderamente deseable. Las paredes, enyesada muy sencillamente, están adornadas con cuadros devotos, miserables dibujos y espejos de pequeñas dimensiones.
 
          En la plaza que se encuentra a corta distancia del desembarcadero, llamó nuestra atención una fuente (La Pila) que sólo mana agua durante el verano, en horas periódicas. Esta fuente, cuyo pilón construido con lava negra, está alimentada por una corriente de agua que llega a la ciudad a través de varios kilómetros de conductos de madera (atarjeas) instalados entre valles y barrancos, unidos sucesivamente uno a otro y sostenidos por andamios.
 
         Aquí se encuentra la estatua de Nuestra Señora de La Candelaria se eleva sobre un obelisco de mármol blanco que tiene en cada uno de los cuatro ángulos los cuatro últimos reyes de la nación Guanche que gobernaban antiguamente en la isla de Tenerife, todos tienen las sienes ceñidas de laurel, elevando hacia el cielo el hueso de un muslo humano. Una inscripción escrita en su base atribuye a la intervención de la Virgen María la destrucción de aquel pueblo labrador y guerrero. 
 
          En esta misma plaza, la más bella sin duda de las tres que hay en Santa Cruz, se ejecutan grandes maniobras militares de la guarnición y de la milicia. 
 
          Las iglesias que visité son espaciosas, pero de mal gusto; sus columnas y capillas están llenas de exvotos, cuadros medianos y una ridícula profusión de dorados. Las bóvedas y obras de escultura están ennegrecidas por el humo de los trozos de cirio que arden a millares en todos los altares de las sagradas imágenes. Las tumbas, con sus losas cubiertas de epitafios, exhalan un hedor pestilente, merced a la costumbre existente de sepultar allí los muertos.
 
          Los españoles suelen pasear con una capa de paño (manta) que llevan indistintamente tanto en verano como en invierno. Las calles están muy concurridas por sacerdotes, ermitaños y frailes que a cada paso son detenidos por los devotos que vienen a besar su hábito. Los comerciantes que quieren obtener la sagrada protección de Nuestra Señora de La Candelaria ofrecen pequeñas dádivas a los reverendos padres.
 
          En Santa Cruz hay un inquisidor, pero el celo del Santo Oficio está limitado por los usos comerciales, de suerte que se reduce a prohibir las obras perniciosas y filosóficas. En las iglesias se exponen los carteles de los libros prohibidos que forman un catálogo para satisfacer los ánimos de los amantes de la novedad.
 
          Las mujeres ricas no llevan sombrero redondo, pues suelen ir por la sombra y el tejido de su manto es generalmente de seda o de muselina adornada de largos encajes. Su paso es lento y su actitud flemática. Ocultan su rostro por medio de un abanico y nunca lo vuelven por cumplimiento alguno. Generalmente son morenas y no muy gordas, su nariz es aguileña, su boca grande, pero con muy buena dentadura, sus ojos vivos y las cejas negras. 
 
          Los mendigos que pululan por las calles de Santa Cruz, unen su desvergüenza y atrevimiento a la desidia y el abandono. A cada paso se ven niños andrajosos que salen al encuentro del pasajero pidiéndole un cuartillo.
 
          En la alta sociedad de la ciudad se da muy buena acogida a los extranjeros. Como los periódicos y noticias de Europa siempre llegan con retraso, los recién desembarcados son importunados con incesantes preguntas.
 
          La mayor parte de las noticias que he recogido se las tengo que agradecer a muchas personas que honran ciertamente los nombres de su familia y las distinciones de que están revestidas pues los tinerfeños nos han ofrecido con gran placer su territorio para que podamos investigar y estudiar sus producciones, antigüedades, etc.  
 
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Dumont Durville
 
 
* Jules Sébastien César Dumont D´Urville, (Francia 1790-1842).
 
          Inició su carrera en la Marina a los 17 años, como grumete del L´Aquilon y, dos años más tarde, era alférez de navío. Mientras navegaba, estudiaba ciencias naturales, lenguas clásicas y modernas. 
 
          En 1820, en uno de sus viajes por las Islas Cicladas (Grecia) se enteró de que un campesino había encontrado una figura. Al considerar que podría ser “la Venus de Milo”, la compró para llevarla al Museo del Louvre.
 
         En Santa Cruz de Tenerife estuvo por primera vez en 1822, como segundo oficial de la corbeta La Coquille, durante el viaje científico de circunnavegación dirigido por Louis-Isidore Duperrey. 
 
          En 1826 llegaría de nuevo al puerto tinerfeño, al mando de El Astrolabio, nombre con el que había rebautizado a La Coquille, en honor a La Pérousse, cuyos restos del naufragio se encontraron en Vanikoro (Polinesia), donde se levantaría un monumento en memoria de los malogrados navegantes. 
 
          En 1840 descubriría la Península Antártica, bautizándola “Tierra Adelaida”, en honor a su esposa. 
 
          La Sociedad Geográfica de París le otorgaría la Medalla de Oro.
 
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