Iglesias ortodoxas y taxis peculiares

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en Jornada el 29 de septiembre de 1989)
 
 
Vivencias griegas
 
 
          Es costumbre compartir el taxi en Atenas. Por eso, cuando uno llega al punto de destino, es corriente que en el vehículo se encuentren más pasajeros; que el taxista ha ido recogiendo en el trayecto. En la calle, el cliente requiere el servicio del taxi, el conductor para, le pregunta al presunto cliente y si éste “va de paso”, le recoge; de lo contrario, y casi sin decirle nada, arranca su coche y “si te he visto no me acuerdo”… Es cuestión de amoldarse a las circunstancias. Al principio nos fastidia que tengamos que compartir el taxi con otro pasajero; pero en las horas punta y cuando encontrar este medio de transporte es como encontrar un tesoro, no tenemos en cuenta que el vehículo se convierta en una especie de “time-sharing” en movimiento, como los “carros de puestos” venezolanos.
 
          La mayoría de los taxistas griegos son muy poco comunicativos con el pasaje. Pero cuando comprueban que somos españoles parecen explotar de júbilo: ¡Espanía, Espanía, good, very good! Así, poco más o menos dan rienda suelta a su peculiar fibra políglota. Pero aquella alegría puede ser la antesala de una “clavada”, porque, por ejemplo, cuando el taxista nos deja en las faldas de la Acrópolis, en un trayecto que el taxímetro marca trescientos dracmas, nos quiere cobrar mil… Y tras nuestra negativa, implora comprensión y generosidad porque tiene seis “bambinos qui alimentari”
 
          En algunos sectores de la capital, y debido a lo inclinado de ciertas calles, el ruido de los autobuses y camiones se hace tan insoportable como el sol y el calor que se puede padecer en la Acrópolis, donde no tiene uno donde resguardarse ante tanta antigüedad, ruinas y columnas desvencijadas. Descontamina el ambiente la proliferación de trolebuses; nos extasiamos en el Estadio Olímpico, hermoso en su marmórea desnudez, y contemplamos en la Plaza Omonia, animada y oriental, una escultura tan increíble como vanguardista, “El Viento”, donde el mármol se ha convertido en milhojas.
 
          Y ante tanto bullicio y decibelios, hay que buscar tranquilidad ambiental y de espíritu, que encontramos nada más traspasar los umbrales de las numerosísimas iglesias ortodoxas. Vamos a sentarnos en una de éstas.
 
          Antes de entrar, los fieles, de todas las clases sociales, beben en el cuenco de la mano de una fuentecilla situada a las puertas de la iglesia. Luego se refrescan el rostro, el cuello, y a continuación entran en el recinto, donde se reclinan, besan con fervor a determinados iconos y tras coger una vela, encienden ésta, la ponen junto a las otras, hacen la señal de la cruz, de derecha a izquierda, se arrodillan, rezan una pequeña oración y cuando finalizan, se van con el mismo recogimiento inicial.
 
          Durante la mañana, de un día laboral cualquiera, la entrada de fieles es constante. Estas iglesias son pequeñas, recoletas, sombrías, cuajadas de iconos, con apenas veinte sillas, donde muy pocas veces se nota la presencia del sacerdote, con la clásica y abundante barba, su vestido negro (raso) y sombrero, al igual que sus colegas rusos y yugoslavos.
 
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