¡¡Pobre Acrópolis!!

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en El Día el 3 de septiembre de 1989)
 
 
Vivencias griegas 
 
 
          Desde las alturas, Atenas nos resulta muy familiar. Su mar y, sobre todo, sus colindantes montañas, tienen un enorme parecido, por ejemplo, con Los Campitos. Nos llama poderosamente la atención su dispersión, la ausencia de colmenalismo en sus edificios. Sus cuatro millones de habitantes parecen estar perfectamente diseminados en sus cuatrocientos y pico kilómetros cuadrados. Nada más bajarnos del avión y conectar con el pueblo griego nos damos cuenta que sus rasgos, sus ademanes y, de forma muy especial, su cadencia y entonación verbal, tiene, igualmente, muchas similitudes con nosotros, isleños como ellos, aunque puedan presumir de cuatrocientas islas de las más diversas formas y estilos.
 
          Aquellas miradas de hulla, aquellos cabellos rizados, aquellos poblados bigotes son los que a diario podemos ver, por ejemplo, en Cabo Llanos o en el Toscal. Cuando habla, el griego no solo lo hace gesticulando mucho sino que pasa de la sonrisa al rostro malhumorado. Pero el rictus de la contrariedad es sólo momentáneo. Ellos, los griegos, tienen en su diccionario particular un vocablo mágico, amistad, que prodigan a cada instante. Aseguran que aquí, en Atenas, no existe el paro laboral. Que sólo se puede trabajar, o bien por la mañana o bien por la tarde, pero solo desempeñando una sola actividad “para dejarle el paso libre a los otros”.
 
          La siesta, de cinco a siete de la tarde, es tan típica como en España. Y por las noches, de forma más acentuada en verano, la gente “se tira de sus casas”, para pasear, para cenar en los múltiples chiringuitos que existen en El Pireo; a charlar y conversar en los bares; a reunirse con los familiares, todo ello en aras, repetimos, de fomentar, cultivar y conservar esa palabra mágica de la pregonada amistad.
 
          El multitudinario turismo, siempre con la guardia alta por aquello de las “clavadas”, que se prodigan en los restaurantes, con predilección en aquellos cuya especialidad son los pescados y mariscos, al turista, decíamos, se le ve por todas partes, especialmente por las noches. Porque como nos apunta Enric Balasch, “el verdadero espectáculo de los barrios más característicos de Atenas se produce al caer la noche”. La circulación cesa, las tabernas abren sus puertas, las orquestinas tocan con sus buzukis, alguien arranca a cantar una melodía triste, y unos metros mas allá, un hombre danza un alegre sirtaki con el movimiento que popularizó e inmortalizó en las pantallas Anthony Quinn en aquel inolvidable “Zorba, el griego”. Corre el vino de retsina, las discotecas con sus músicas recién llegadas llegadas desde Estados Unidos rompen el silencio bullicioso de la tradición, restaurantes al aire libre y miles de turistas cenando a la luz de las velas...
 
          Cinco millones de estos turistas son los que anualmente visitan la Acrópolis, que ha sido el centro de atracción de conquistadores y viajeros a lo largo de cinco mil años. Las entradas y salidas de esta maravilla en ruinas es un puro martirio. Entre pinos y olivos, cuyas débiles sombras se agradecen muchísimo, luchando frente a una cuesta rabiosamente empinada de mármol y piedra, intentamos llegar a la cúspide. No hay que olvidar que Acrópolis significa simplemente “lugar alto” y se le dio este nombre por ocupar un montículo en lo alto de la colina, que tiene 270 metros de largo por 156 de ancho y cubre una superficie de cuatro hectáreas a unos 156 metros de altura.
 
          Antes de llegar a sus monumentos nos sorprende que algunos vendedores de “souvenirs” cambien cigarrillos americanos por postales; y que otros, como “gancho”, se valgan de dos hermosísimos gatos de Angora para atraer al turista, mientras un poco más allá, y “fumando como carreteros”, las inevitables gitanas, con sus mantelerías caladas, desplegándolas como airosas banderas olímpicas antes los contrariados rostros de aquel público tan resignado como indulgente.
 
          ¡Pobre Acrópolis! Actualmente su principal enemigo ya no son la guerras ni los saqueos, si la pátina de óxido que se forma sobre el blanco mármol, que ha perdido todo su brillo. El ácido sulfúrico del escape de los coches y la lluvia contribuyen a esta hecatombe progresiva e implacable.
 
          ¡Pobre Acrópolis! A pesar de los esfuerzos realizados por la UNESCO y el dinero invertido en la investigación –tres  mil millones de pesetas se recaudan al año–, aún no se ha encontrado un método de protección.
 
          ¡Pobre Acrópolis! Por todos estos motivos que nos sigue recordando Balasch, los edificios solo se pueden contemplar desde fuera, pues las vibraciones de las pisadas de los visitantes podrían terminar con ellos al no poder garantizar su solidez. ¿Qué suerte le espera al Partenón, el mejor templo dórico de la antigüedad? ¿Seguiremos cegando con nuestros flashes a las Cariátides, que han encerrado ahora en herméticas vitrinas? ¿Cuál es el futuro de estos monumentos tan antiguos como avasallados por las aglomeraciones cotidianas?
 
          El viejo Georgio, el fotógrafo del Acrópolis, podría despejarnos algunas de estas interrogantes. Georgio, curtido y tostado por el sol, sigue siendo fiel a la cámara de fuelle y al pajarito.
 
          “Estas fotografías en blanco y negro siempre le durarán mas que las sofisticadas de color”, nos confiesa.
 
         Y luego, con cierto remordimiento y ante nuestra curiosidad por lo que le rodea, tuerce su rostro hacia aquellas ruinas, que son su sustento diario, y casi nos susurra:
 
          “Algún día todo esto terminará por venirse abajo. El método más sencillo de supervivencia sería no dejar entrar a nadie…”
 
 
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