El último adiós a un personaje entrañable, Manuel Arnay de Armas

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en El Día el 25 de junio de 1989).
 
 
          Más de un noray lloró en nuestros muelles. El último miércoles, en los albores del atardecer, se olía a yodo y a salitre en los alrededores de la capilla de San José. En aquella parroquia descansaban los restos mortales del Manuel Arnay de Armas; Arnay a secas. Toda nuestra escala social portuaria estaba allí, al lado del amigo, del compañero; estaba velando a quien en vida había dado una lección de cómo debe cultivarse la amistad, la bondad, la alegría de vivir…
 
          “No tome medicinas, vaya a su casa y, cuando ría, estará curado”, recomienda el doctor Enrique González en su libro La risa, la comprensión y otras tantas cosas buenas para la salud. Ahora recordábamos la atinada y terapéutica frase cuando la comitiva mortuoria enfilaba hacia la parcela donde se pierden todas las jerarquías. Y nos venía a la memoria porque la risa manifiesta nuestros sentimientos y señala nuestro comportamiento. Los que ríen son más flexibles, más comprensivos en sus relaciones interpersonales, resuelven mejor las dificultades diarias de la vida, tienen mejor salud y viven más…
 
          Arnay, alto, fuerte, vigoroso, era de las personas que deberían permanecer siempre entre nosotros para enseñarnos a amar la vida. Siempre con una sonrisa agradable y bondadosa. Siempre con un gesto amable, comunicativo, dialogante. Donde quiera que iba hacía como las abejas: recogía las cosas buenas. Y luego, con un carisma muy suis generis, con mucha elegancia y mejor estilo, adornaba sus charlas, sus conversaciones y sus sugerencias con unas ocurrencias, con unos “golpes” y con unas bromas de inconfundible e inigualable vitola.
 
          Arnay, cuya lealtad y competencia profesional también tuvo el sello de la exquisitez, protagonizó un “humor blanco” que todos, ahora, con desazón y con nostalgia, hemos rememorado.
 
          Alto, fuerte, vigoroso, de amplio mostacho, últimamente se hacía acompañar de un ciclópeo can:”Ladrar, no ladra; pero pisa…”. Con él, con Arnay, todo el mundo se encontraba cómodo, familiar y distendido. Siempre esquivó el malhumor, nunca comprendió la envidia y constantemente se burlaba de la desmedida ambición humana.
 
          No murió joven porque su vida fue intensa y fue féliz. Y, además, esparció ese formidable estado de ánimo; prodigó esa satisfacción, ese gusto y ese contento entre íntimos, familiares, amigos y compañeros.
 
          Más de un noray lloró en nuestros muelles. Y son metálicos. Hay que imaginar como ha podido repercutir este óbito en fibras más sensibles y agradecidas.
 
          Adiós, Arnay
 
 
- - - - - - - - - - - - - - -