El Monasterio de Piedra
Por Antonio Salgado Pérez (Publicado en El Día el 4 de noviembre de 1988)
Aquí el agua es patriarcal, femenina, virginal. Aquí el agua surge entre verdes, rojos y amarillos. Hemos dejado atrás, campos secos, duros; pastores y ovejas. Y pueblecitos, por ejemplo, con estos nombres: Almunia de doña Godina. Dicen los folletos turísticos que el Monasterio de Piedra es, sin duda alguna, uno de los parajes más atrayentes de todo el antiguo Reino de Aragón. Hace tiempo que su fama traspasó los límites regionales para convertirse en uno de los lugares más justamente conocidos del interior de España, singularmente favorecido por la proximidad a la tan frecuentada carretera de Madrid a Zaragoza, de la cual hay que desviarse en Calatayud –¡no pregunten, por favor, por quienes todos ustedes saben!–, en Ateca o en Alhama de Aragón, donde las torres, los castillos moriscos, el mudéjar, el alminar, el campanario, las cigüeñas y las aguas termales son, entre otros múltiples detalles, unas referencias casi constantes.
Dice Cristóbal Guitart que en el Monasterio de Piedra –que toma este nombre por su caudaloso río Piedra– hay algo más que cascadas y que, como en tantas ocasiones, el Arte y la Naturaleza se combinan para reforzar el atractivo lugar.
Luz, agua, vegetación, rocas, todo se armoniza para formar un conjunto único, ante cuya perfección cabe el recuerdo de las palabras de Campoamor, que escribió refiriéndose a Piedra:
Si del Arte es la octava maravilla,
del Arte natural es la primera.
Aquí, como en ningún otro sitio, se percibe el murmullo del agua, sus confidencias, su lenguaje, su espuma, sus chorros, su vitalidad. Y se le recuerda al visitante, en rústicos carteles, el sabio poema de Tagore:
Aunque un poco de mi agua
basta al sediento,
con qué alegría se la entrego toda.
Cascadas como cortinas, donde el verdor se festonea con el albo del líquido revoltoso, inquieto, que parece salir por cien mil bocas. El cuenco de la mano nos trae su frescura, su cristalino, su pureza. Se le abre a uno el apetito como se les cierra a los pájaros su intención de cantar. Prefieren oír este singular sonido que ha convertido esta zona en un bosque muy “suis géneris”. La constante humedad ha favorecido extraordinariamente la vegetación y el frondoso arbolado, lo cual –como sigue señalando Guitart Aparicio– ha provocado un manifiesto contraste entre este paraje y su entorno comarcal grave y serrano, arrojando una sonriente pincelada en el territorio y acentuando el atractivo inherente a lo inesperado.
Como su nombre indica, Piedra fue un monasterio de monjes que llegaron en los albores del siglo XII, teniendo que abandonarlo definitivamente en el ecuador del XIX por el Decreto de Desamortización, promulgado por el ministro Mendizábal que, y nunca mejor dicho, no dejó en dicho recinto “a títere con cabeza”, como hemos podido comprobar en los saqueados altares churrigerescos y platerescos, donde sus imágenes han sido decapitadas.
Tras una encomiable conservación del paisaje para las visitas turísticas, las dependencias monacales se han habilitado muy dignamente para hotel. Siendo sus corredores los dilatados claustros, mientras que las espaciosas celdas son en la actualidad las habitaciones, poseyendo el encanto de disponer cada una de ellas de su soleada galería individual abierta sobre el bosque y la huerta. Aún por estos corredores de inmaculada limpieza, se pide al cliente recogimiento conventual por medio de estos cartelitos entre habitación y habitación: “se suplica silencio”
Desde aquellas habitaciones/celdas, que desde lejos se asemejan a descomunales nichos, se oye, por supuesto, el borbotón, el lenguaje de aquel agua que, en románticas cascadas, recibe nombres tan sugerentes como los de Iris, La Caprichosa, de los fresnos, Baño de Diana, culminando en la llamada Cola de Caballo, de unos cincuenta metros de desnivel, en cuyo interior existe, y se puede visitar, como peculiar túnel del amor, una grandiosa caverna natural, con sus formaciones estalactíticas.
Cristóbal Guitart, buen guía con su prosa, de encomiable sinopsis, nos añade que en contraste con la violencia de las cascadas, el lago acertadamente llamado del Espejo, produce sensación de placidez, en tanto que el rojizo acantilado que lo domina, es conocido por Peña del Diablo, ligado ¡cómo no! a leyendas.
Cuando regresamos a Zaragoza y nos alejamos de aquel vergel, vuelven las sorpresas y los goces visuales cuando el autobús irrumpe por aquellas carreteras que, encerradas entre las abruptas sierras del Sistema Ibérico, adornan el itinerario con una sinfonía, como una tonalidad grisácea, dorada, damasco… Y no estamos en Las Cañadas del Teide
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