Ya no molestará
Por Antonio Salgado Pérez (Publicado en La Tarde el 9 de septiembre de 1968)
Para los amantes de zambullirse en la espumosa comba de “Las Teresitas” era bache inevitable. Era herida en el asfalto que dejaba al descubierto entrañas de callaos y arena. Los del volante se lo sabían de memoria. Punto muerto, primera, despacito, traqueteo, vaivenes y de nuevo la normalidad, orillada por ásperos paisajes de chabolas y campo de futbol, único en el mundo que se permite el lujo de bañarse con yodo de vez en cuando.
Era suplicio para avanzadas gestantes motorizadas; era reactivador de digestiones, martirio para pasajeros de bajo techo.
Constituyó para nosotros como un símbolo. Pero símbolo negativo. Prototipo de la indolencia, de la inercia y de la abulia. Desde que la barranquera cortó el asfalto –y esto ocurrió en los primeros días de verano-el socavón de marras se venía riendo a mandíbula batiente de los futuros bañistas que después de tragar el salitroso polvo que nos brinda la entrada de San Andrés, después de perder de vista la fortaleza semiderruida, tenían forzosamente que enfrentarse con él, haciendo crujir ejes, probando muelles metálicos y dejándose besar fuertemente por las arabescas figuras de los neumáticos.
Era todo un espectáculo para esos respetables “lobos de mar”, resignados al empacho de jubilación, que bajo los más frondosos laureles de Indias que se encuentran en toda la isla, venían día tras día,.. las más inverosímiles maniobras automovilísticas de las que querían lucir el bikini más ligero, el bañador más ajustado y el “James Bond” más colorista, de los que más tarde dejarían características huellas de latas de melocotón y sardinas porque eso de mantener limpia la playa, que es de todos, resulta slogan improcedente cuando no existen recipientes que obliguen a mantener la regla.
Y aquellos “lobos de mar”, estatuarios, impertérritos pero observadores, posiblemente no llegarían a comprender como a aquella mordida en la carretera no se le había devuelto su bocado, cuando allá, a sólo trescientos metros, panzudas gabarras vomitaban toneladas de piedras y tierras, que iban depositándose en futuro e invisible malecón, especie de isla de San Borondón cuando la Naturaleza tenga el capricho de ofrecer desproporcionadas bajamares.
Hemos hablado en pretérito. El presente no tiene repulsa cuando visto el caso y comprobado los hechos, un par de nombres y un par de cubos han paliado, en pocas horas, brecha que sufrimos durante meses veraniegos. Brecha tan descomunal como modesta, ya que jamás gozó de una “carta al Director”. Socavón que nos ha hecho comprender que personas responsables no son demócratas de la playa, sino lideres de las piscinas de azulejos y soláriums privados, que prefieren el desinfectante cloro a las olas de encaje; olas que por un milagro poético Rafel Alberti las definió con estas doce palabras:
"De pronto el mar suelta un caballo blanco… y se queda dormido".
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