El análisis clínico

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en Jornada Deportiva el 27 de octubre de 1987)
 
 
          De forma verbal, o por escrito, ésta suele ser la prosa: “La hora de extracción de sangre por parte del laboratorio será a partir de las siete de la mañana. Venga en ayunas. Y traiga una muestra de orina, de unos 150 a 200 cc.”.
 
          A esta hora, evidentemente, es difícil lucir una sonrisa. Pero congratula observar que haya quien la muestre. Esto se agradece cuando la portadora, por ejemplo, es la A.T.S. que nos pinchará y nos demandará, con su reír levemente, la micción.
 
          El pinchazo puede gestar un pequeño guiño de dolor, un rostro congestionado, preocupado o, simplemente, la tranquilidad como escudo, que puede ser puro espejismo. Luego, el algodón, el pausado corte de manga en solitario, obligado pórtico para lograr la coagulación. Un par de días después, el resultado…
 
          (Una pequeña reflexión me ha llevado a ver la vida como un bulto de contrastes: no puede haber felicidad sin antes haber conocido la tristeza; no puede disfrutarse el manjar cuando no se conoce el hambre; no se aprecia el oro cuando no se conoce la pobreza; no hay luz sin sombra; nadie sabe el precio de la salud sino cuando la pierde…).
 
          El doctor extiende el resultado del análisis. Con el rabillo del ojo vemos esta especie de crucigrama: hemograma, fórmula leucocitaria, velocidad de sedimentación, índice de Katz, sedimento, pruebas reumáticas, determinaciones bioquímicas… Aquello, salvando las distancias, nos parece el panel de mando de un Boeing, que se complica aún más con los hematocritos, basófilos, urobilinógeno, protrombina, etc., etc. 
 
         Surge un rictus de aprobación. El galeno nos mira, nos sonríe y exclama: ¡Estupendo!
 
         Celebramos un bautizo, un cumpleaños, una boda, una onomástica. Celebramos, incluso, una quiniela, un décimo, una primitiva de sólo cinco guarismos. Sin embargo, apenas le hacemos caso al análisis completo, redondo, estupendo, ese que, para más énfasis, hace exclamar al medico amigo: ¡chico, estás como un toro!
 
          ¿Y por qué esa indiferencia; por qué esa marginación; por qué mostrarnos desdén, ese atisbo de desprecio o algo tan imposible de tasar como es la salud? Estamos vulgarizándo lo auténticamente trascendental. 
 
          Inmersos en un mundo de irritabilidad, de angustias y de ansiedad; cuando nos rodea la pena, el desconsuelo, el vértigo, la desilusión o la apatía; cuando las enfermedades siguen azotándonos y cubriendo de cruces y de esquelas, campos y páginas; cuando la ambición profesional desproporcionada incrementa colesterol e intenta encandilarnos con sus signos externos; cuando sabemos que todos tenemos un boleto para esa tómbola que responde por óbito, pues eso, apenas nos inmutamos cuando nos dice que estamos como robles.
 
          Nos quejamos de casi todo. “¡Hola, qué tal, cómo te va; qué se cuenta! No me hables, chico; mucho trabajar”. Y ahora, con este paro ambiental, el que trabaja debería hacerlo de rodillas, como dando gracias.
 
          Nos quejamos de casi todo. Y casi nunca agradecemos la salud. No la tenemos en cuenta porque, posiblemente, la derrochamos. Es algo que parece muy complementario. ¡Qué lástima! ¿Es que ya nos hemos olvidado de quién ocupaba el primer lugar en aquello de salud, dinero y amor?
 
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