El Pórtico de la Gloria
Por Antonio Salgado Pérez (Publicado en Jornada Deportiva el 13 de diciembre de 1987)
Vivencias gallegas
El botafumeiro, el primer ambientador de la historia.
¡Hablen más bajo; están ustedes en el tempo del Señor; más respeto por favor!
Estaba, evidentemente, enfadado. Era un muchacho espigado, de aspecto atlético, que lucía el siguiente brazal: Guardia de catedral.
Es muy difícil, por no decir imposible, obtener recogimiento y concentración en medio de aquel tropel de visitantes, la mayoría española, algunos sudamericanos, muy pocos turistas de otras lenguas. Entre las explicaciones de los guías, los lloros de los bebés, las peticiones de los niños y las conversaciones de los mayores, aquello se convierte en una masa muy sui generis. Son los modernos peregrinos, los que acuden sin orden ni control, aquellos de “donde va Vicente va la gente”. Son los que parecen confundir el Árbol de David con el maestro Mateo… Y eso, no.
La brújula espiritual de Europa se desvió hacía tierras gallegas desde que la estrella jacobea anunció el hallazgo del sepulcro olvidado. Los milagros obrados por intercesión del Santo Apóstol se extendieron por toda la “Cristiandad”, desde las doradas campiñas de Nápoles hasta la Escandinavia no había en Occidente más que una fe; excepto en algún núcleo de árabes en España y en Sicilia, según recoge Emilia Estévez en La historia del Apóstol.
Tras la mole barroca de la fachada del Obradoiro, de la catedral de Santiago de Compostela, se alza el gran conjunto del Pórtico de la Gloria, construido entre 1168 y 1180 “de una extraordinaria importancia escultórica, pero no de menor trascendencia arquitectónica”, como analiza Ibáñez Fantoni. Es ésta la obra más importante del maestro Mateo, que aglutinó en esta excepcional joya artística 135 figuras escultóricas, que bastan para prestigiar imperecederamente a Compostela ya que en opinión de Porter supone “el más acabado monumento de la escultura medieval” y según Street constituye “una de las mayores glorias del cristianismo”. Para Miguel de Unamuno, “esta maravilla icónica de España respira el arte y piedad medievales, la entera juventud del granito”.
Siempre hemos sentido una especial veneración y admiración por este Pórtico, por este poema en piedra, que hemos reverenciado con la lectura simultanea de los juicios más serios, veraces y documentados, preguntándonos como José María Castroviejo: ¿quién fue este genio del románico, que el pueblo identifica con el evangelista y cuya obra nos sigue dejando suspenso de asombro?
Poco se sabe del genio. Es posible que por eso la mayoría lo siga confundiendo con el mismísimo Árbol de David. Pero el artífice del Pórtico está en “su Pórtico”. Su efigie surge llena de humildad, arrodillada, orante hacia la imagen del Apóstol en el altar mayor: es el famoso maestro Mateo, inmortal autor de estos increíbles dinteles, tímpanos y arquivoltas. Familiarmente se le denomina “El Santo de los Coscorrones” (O Santo dos Croques), por tocar tradicionalmente en su cabeza las de quienes desean avispar su inteligencia. Los estudiantes, en la amarga época de los exámenes, suelen ser los más dados a esta devoción, aunque muchas madres e, incluso, abuelas buscan en el coscorrón trasmitir sabiduría a los suyos. Pero los más escépticos, mirando de soslayo aquellos movimientos, susurran el proverbio latino que dice aquello de “lo que Naturaleza no da, Salamanca no presta”. Los “romanos” de mi promoción cuartelera lo decían así: Quod natura non dat, Salmantica non prestat.
De entre las columnas que forman el parteluz, impresiona particularmente al viajero la central, la labra de mármol, en la que a lo largo de los siglos, las manos de miles de iluminados peregrinos dejaron la impronta de sus cinco dedos mientras rezaban al señor Santiago. Esta columna es la del famoso Árbol de David, también llamado de Jesé, donde, por desconocimiento, muchos visitantes se propinan el coscorrón, que los versados se lo dan exactamente detrás esta citada columna.
—Hablen más bajo; están ustedes en el tempo del Señor; más respeto, por favor.
¿Existen hoy los peregrinos? La Europa medieval anhelaba peregrinar a Compostela, que adquiría todo su esplendor y grandeza compitiendo con la cruzada de los Santos Lugares de Jerusalén y la Ciudad Eterna; hasta Dante en su Vita Nuova, explicaba: palmeros se llamaban los que hacían peregrinación a Tierra Santa, de donde solían traer palmas; romeros a los que peregrinaban a Roma; y peregrinos los que iban al Sepulcro de Santiago Zebedeo, en Galicia, porque aquel fue de todos los Apóstoles, el que más se alejó de su patria en la predicación del Evangelio.
En todas las ciudades de Europa había un lugar en donde se reunían cada año los que se aprestaban a emprender el Santo viaje; la investidura de la esclavina, de la escarcela y del bordón, emblemas de aquella cruzada espiritual lo celebraba el peregrino con solemnidad religiosa; recibiendo presentes de parientes y amigos que le abrazaban al despedirle en el crucero del pueblo. El sacerdote la daba la bendición antes de partir y una patente de religiosidad que le abría todas las puertas; con ella a lo largo del camino tendría derecho a la asistencia en todos los establecimientos durante la peregrinación.
Cuando estos peregrinos llegaban a la gran nave de la basílica santiaguesa traían, con sus expresiones de fe, todo el sudor de los campos que habían atravesado. Entonces se ponía en marcha el botafumeiro, primer renovador de aire, ambientador, spray y desodorante que existe en la historia. El botafumeiro distribuía humaradas de incienso de punta a punta de la nave para evitar el ahogo de aquellos hombres…
Hoy, sin botafumeiro –sólo empleado para determinadas sesiones- a estos peregrinos modernos, llamados visitantes, no les hace falta el citado artilugio porque la publicidad, la propaganda y la televisión les ha enseñado –con ciertos límites- a combatir el olor corporal… pero no les ha enseñado a guardar silencio en momentos de recogimiento y respeto. Por eso, hasta cierto punto, es lógica la fibra de ira de aquel fornido guardia de catedral:
—Hablen más bajo; están ustedes en el tempo del Señor; más respeto, por favor.
A Santiago de Compostela vinieron los primeros turistas que España conociera, y, como en toda agrupación turística del mundo, al socaire del ideal religioso apareció el del comercio, con sus primeros agentes de agencias viajeras de la historia de España, con los primeros negociantes en divisas. Es Santiago y su mito; es la otra historia de España, que un día esbozó de forma tan jocosa como seria Fernando Díaz-Plaja.
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