En Las Teresitas, un domingo a las 8.

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en Jornada Deportiva el 17 de septiembre de 1987).
 
 
          Ahora he recordado la respuesta que hace sólo unos días escuché por boca de mi estimado amigo Juan Antonio Padrón Albornoz cuando le pregunté si sus vacaciones las iba a consumir fuera de la Isla.
 
          —No saldré de Tenerife. Aquí lo tenemos todo…
 
          Y las he recordado a raíz de llevar a cabo la sugerencia ha recomendación que a mi mujer a mí nos había hecho Ana María, una común amiga:
 
          —Tendrán que madrugar, pero vale la pena.
 
          Es “doloroso” madrugar un domingo cuando la jornada sabatina se ha prolongado sólo por obra y gracia de ese desvelo nocturno producido por el calor, por el bochorno, por la calima y por el sudor que empapa la almohada y nos hace dar vueltas de trompo sobre esa cama que ahora parece sauna. Pero, con disciplina miliar, madrugamos. Pero sin corneta mañanera. 
 
          —No saldré de Tenerife. Aquí lo tenemos todo…
 
          ¡Tienes toda la razón del mundo, Juan Antonio! Y ahora, mi mujer y yo, lo hemos comprobado el último domingo, a las ocho de la mañana, sobre la arena de Las Teresitas.
 
          A esa hora la arena es diferente. Ahora es una arena de agradable frescor, suave, como polvo, que nos transmite una sensación muy especial cuando, en aquella playa prácticamente desierta la hoyamos interpretando el papel de simples paseantes, mientras otros madrugadores, más preparados y atléticos, ponen a prueba sus sístoles y pulmones con el moderno jogging o el veterano footing, que todo, paseo, marcha o carrera, resulta altamente tonificante.
 
           El agua es transparente, de inmaculada limpieza. Y su quietud forma un descomunal espejo donde el sol, ahora difuminado por la calima, le ofrece un aspecto de insólito amanecer, que puede confundirse con un anticipado y precoz crepúsculo. Ahora, no sufrimos esa plaga actual, esa contaminación sonora que responde por ruido. No hay público, no hay masa humana, ni tampoco transistores de rock duro. Los chiringuitos aún dormitan y los motores de sus neveras y frigoríficos están en las últimas etapas de su sueño. Ahora, sin esos decibelios, se pueden oír los graznidos de las gaviotas en esa especie de charla que entablan con sus congéneres en la barra artificial de la playa, donde sus siluetas se enmarcan con una gran perfección en el horizonte. La espiral del tobogán acuático, ante tanto sosiego, parece contradecir el peligro de sus otros hermanos ubicados en otras latitudes turísticas. Y el mar, la mar, con aquellos atractivos aledaños, tiene algo de sensual e insinuante, que nos invita, que nos incita a la zambullida, donde la descontaminación y el olor a puro marisco son sensaciones que ahora se nos ofrecen como plato único y difícil de saborear en otros horarios.
 
          Inmersos en tanta tranquilidad hasta resulta soportable observar a aquella gente madura dándole pataditas a una pelota de goma. Y tras aquellos partidos de escasos minutos, el baño y, luego, el cafelito, el cortadito o el desayuno a base de chocolate y churros, que los hay así de prevenidos y sibaritas, con la ayuda de termos, similares y sombrillas.
 
          El mar, la mar, está “como un plato”, la brisa se intuye y la playa va perdiendo su carácter desértico. Se impone el regreso para no deteriorar las vivencias gozadas.
 
          Las Teresitas, despertando al día, y desde cualquiera de sus extremos, tiene un encanto, un reclamo especial con aquella montaña de Anaga y con San Andrés, que ahora presenta unos laureles de Indias de formidable frondosidad. Su comba, la comba de la playa, que diferencia mar, arena y flora, parece haber sido trazada con un compás de King Kong. No estamos en las Islas Seychelles, ni en las Fiji –con las que nuestra hija, Débora, tanto sueña después de haberse extasiado con la genial fotografía de Néstor Almendros en El lago azul- no estamos, decíamos, ni en las islas Hawaii. Estamos, ni más ni menos, que en Tenerife, que como bien ha apuntado mi buen amigo Juan Antonio Padrón Albornoz, “lo tiene todo”. Lo que ocurre es que hay que descubrirlo –¡gracias, Ana María! - y no obnubilarnos con postales foráneas y con viajes al extranjero para después pavonearnos de etiquetas internacionales y establecer esas comparaciones que siempre resultan, pues eso…
 
          Por cierto, y para terminar, ¿creen ustedes que una persona de la sensibilidad y del gusto de Manuel Hermoso Rojas podría prestarse en el futuro para mutilar este goce visual y este alivio estival santacrucero que responde por el cariñoso nombre de “Playa de las Teresitas”?
 
 
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