Don José Gerardo Martín Herrera (1900-1984). El médico de nuestra niñez
Por Antonio Salgado Pérez (Publicado en el Diario de Avisos el 4 de septiembre de 2023).
Aunque sabíamos de su irreversible dolencia, nuestra mirada se vidrió y humedeció cuando leímos su óbito.
Era don José Gerardo, sin apellidos ni más señas. Así le conocimos, le gozamos, le admiramos en los albores de la década de los 50 del pasado siglo: la del paralelo 38; la de la independencia de la India; cuando la ONU levantaba las sanciones contra el gobierno de Franco…
Era un patriarca y era un amigo. Y un médico que, a cada instante, protagonizaba el juramento de Hipócrates. Para nosotros, un médico de cabecera, de los que acudían al hogar, nos saludaba con una sonrisa, nos hablaba, nos recetaba y nos despedía con un semblante optimista, que era la mejor terapéutica para el dolor y para la incertidumbre. Luego se sonrojaba, casi se ruborizaba, cuando se le pedía la tarifa de su presencia y diagnóstico, que muchísimas veces no aceptó, evitándola con su paso cansino, de sabio distraído, siempre a la búsqueda de su viejo Ford y su leal José María, que atesoraba un rostro terso y juvenil tras un volante que aún no conocía ni los atascos ni el significado del vocablo ecología.
Fue una persona que por su edad y sabiduría ejerció notoria influencia moral sobre una colectividad. Un patriarca, de tez rosada, pelo rabiosamente cano y sedoso; de finos modales y pausados movimientos que convertía su consulta, sin proponérselo, en una especie de santuario muy peculiar, con una lámpara que sólo iluminaba una parte de su mesa de despacho, donde siempre había un reciente y refrescante vaso con zumo de naranja. Allí, a su consulta, entraba uno con una especial veneración y respeto, nunca miedo; porque don José Gerardo Martín Herrera, con aquella faz de tranquilidad, de paz y de felicidad, daba entrada a la confianza y jamás de temor, que se disipaba en quienes acudían a su habitáculo para curar aquel catarro, aquel brote febril, aquella respiración entrecortada, aquella pulmonía que, en dicha época –donde la penicilina era sinónimo de estraperlo- era diagnostico que escalofriaba a todos los estamentos sociales porque los antibióticos eran una lejana nebulosa y el bacilo de Koch una inquietante pesadilla.
Don José Gerardo convertía su cuarto de rayos X en sesión pedagógica porque cuando su rostro se encandilaba con las radiaciones de Roentgen nos iba narrando lo que veía. Y nos animaba. Y nos hacía participar en aquel acto que parecía siempre cortarnos como la respiración por un evidente miedo parvulario que, de entrada, y sin remediarlo, se apoderaba de nosotros al surgir la bata blanca del galeno. Pero el temor, insistimos, se iba consumiendo como una pavesa, sentenciado, aún más, por la sonora carcajada de su inseparable esposa, doña Isabel, tan menuda como activa y servicial.
Don José Gerardo, que había nacido en San Andrés y Sauces (La Palma) el 5 de noviembre de 1900, cursó toda la carrera de Medicina en La Sorbona de París. Terminada su fase parisina retornó a Madrid en 1928, donde entre junio y septiembre se examinó de toda la carrera de medicina para poder convalidar el titulo francés, que le acreditaba como miembro internista, tisiólogo y pediatra.
Ningún médico tuvo ni tendrá mejor sala de espera, porque él para evitarnos el triste murmullo de algún paciente hipocondriaco, invitaba a que esperásemos el turno en la sevillana y jacarandosa Plaza de los Patos, en aquella lejana época seguía aún sin éstos pero también sin las mutilaciones arquitectónicas que ahora pregonaba con pena y rabia.
Cuando fuimos a darle el último adiós al médico que guió nuestra niñez; cuando el sentimiento se acentuó al oír una homilía agradecida, tuvimos que repasar mentalmente el juramento de Hipócrates para darnos cuenta, de nuevo, que don José Gerardo Martín Herrera lo había cumplido de forma sabía y ejemplar… “Juro por Apolo, Esculapio, Hijea, Panacea y demás dioses y diosas puestos por testigos cumplir en cuanto pueda y sepa este mi juramento; consideraré ante todo a mi maestro en el arte como mis propios padres; partiendo con él mis bienes y socorriéndole si lo necesitare; trataré a sus hijos como hermanos y les ensañaré el arte desinteresadamente y sin ningún género de recompensa… Mi boca no dará a conocer lo que mis ojos hayan visto y lo que mis oídos hayan percibido… mi lengua callará los secretos que me sean confiados… si cumplo con fidelidad mi juramento séame concedido gozar felizmente mi vida y profesión, honrado siempre entre los hombres; y si lo quebranto y soy perjuro caiga sobre mí la suerte adversa”.
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