Aún con olor a quemado...
Por Antonio Salgado Pérez (Publicado en Jornada Deportiva el 8 de octubre de 1984).
Hay silencio, sólo roto por una débil brisa; al atardecer, y desde cualquier punto de la tragedia, aún hoy surge el escalofrío por la dantesca visión que, absurdamente, y dentro de su morbosidad, tiene un encanto muy especial. Ya no hay rescoldos en los calcinados montes de La Gomera. Ahora hay una impenetrable soledad por aquellas carreteras que serpentean laderas de vértigo donde los coches “sólo surgen cuando viene el ferry” …
Aún huele a quemado. ¿Dónde están los pajarillos? ¿Dónde se metieron los conejos? El coche va despacio pero deprisa las palpitaciones. Y no hay llamas devoradoras de políticos, estudiantes y vecinos. Ya todo pasó pero ahora permanece el recuerdo de un ramaje con brazalete de luto. Aquello ahora es un desierto negro, increíble, lleno de interrogantes, mudo testigo de la posible maldad de los hombres que trajeron “bolas de fuego” ante la presencia basáltica y totémica de Agando que, imperturbable, parece mirar no sé si con ira u orgullo el exterminio ambiental.
No ha habido lava ni erupciones pero ha causado en la superficie una descomunal quemadura de no sé cuántos grados; superficie de la que, ojalá, sin necesidad de dolorosos injertos, surjan pronto las yemas de antaño y el verdor esmeralda de hace sólo unos días, antes de que surgieran en el espacio lentas y ciclópeas panzas vertiendo millones de litros de un salitre lejano , sin fijarse en la calma chicha septembrina de la cercana Playa de Santiago, en aquel Sur siempre olvidado por determinados localismos norteños.
Y ante aquel panorama de ciencia ficción brota el lacónico verbo del nativo, que ya no se manifiesta ni con rabia, ni con remordimiento ni con pena, sino con una infinita resignación, entre modélica, cruel y practica:
—Si no hubiera muerto el gobernador no nos habrían hecho caso…
En aquellos acantilados de mareo y entre aquella sacrificada orografía seguirá el silbo gomero como el mejor medio de comunicación y comprensión. Ellos, los gomeros, nuestros hermanos isleños, siguen pensando que nada ha cambiado. Ahora sólo tienen de menos unas ramitas, unos pajarillos, unos conejos…
Aún con olor a quemado nos alejamos de lo que fue infierno y tumba. Entre trocha y trocha, un cartelito que se nos antoja con una sonrisa mefistofélica, diabólica y perversa: “Respete la Naturaleza. Gracias”.
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