En la jubilación de un compañero

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en El Día el 18 de septiembre de 1984).
 
 
          ¿Por qué les seguimos llamando jubilados? El diccionario es cruel con el verbo: eximir de servicio, por ancianidad o imposibilidad física, a un empleado, señalándole pensión vitalicia; dispensar a alguien del cumplimiento de un servicio que tenía encomendado, en atención de su edad o decrepitud…
 
          Decrepitud es sinónimo de ultima decadencia, de persona muy vieja, que “suele tener muy faltas las potencias”. Francisco Marrero Ramos no encaja con el apelativo de jubilado. Pero hace unos días entró a la oficina como lo había hecho en los últimos cuarenta años y salió con el citado y digno título. Unos ojos enrojecidos, unas lágrimas, un pañuelo… “Me queda una hora. Quiero despedirme como entré; despacio y sin hacer mucho ruido”. Aquella recortada figura, monolítica, sensible, de fácil sonrisa, no podía ahora gestar ésta a pesar del estimulo de los que ya no le verían sobre sus libros contables y confeccionando asientos para fríos e insaciables ordenadores.
 
         ¿Qué debe sentir un hombre cuando entró de adolescente en la empresa y un buen día el calendario le hace salir con el membrete de anunciada senectud? Pues debe sentir eso tan socorrido que responde por nostalgia. Y gratitud, como en este caso ya que “mi prosperidad se la debo a la empresa. Luché y la logré. Ahora voy a terminar de disfrutarla con el sedimento del esfuerzo realizado”.
 
          Francisco Marrero, antes de entrar en Unelco –donde hasta hace unos días desempeñaba al cargo de jefe de Contabilidad en las oficinas centrales de Santa Cruz-, y cuando sólo contaba con doce años ya empezó a trabajar en La Laguna, su ciudad natal, “de la que siempre he estado enamorado”; comenzó a ganarse el pan tras la barra del bar de Avelino Acosta, en la plaza del Doctor Rivera, “al tiempo que atendía un surtidor de gasolina que formaba parte del mismo negocio”.
 
          Por aquel tiempo, su padre ya estaba vinculado a Unelco, cuando esta empresa iniciaba el tendido eléctrico en la ciudad “de legendarias virtudes que pregonan las cúpulas de las altas torres denegridas y los troncos rugosos de los dragos seculares” como dijera aquel otro amante de La Laguna, Leoncio Rodríguez, director de “La Prensa”.
 
          Aquel padre pionero luego pasó a cobrador de recibos e incorporó en la incipiente industria a tres de sus hijos, Nicolás, Francisco y Julio, éste, como aquellos personajes de caballerías, murió con las botas puestas.
 
          Eran tiempos donde el personal de contratación visitaba los pueblos aledaños para captar nuevos abonados y evitarle a estos penosos desplazamientos. La Laguna empezó a crecer; y Santa Cruz. Las máquinas seguían siendo las mismas. Ya, por supuesto, resultaban insuficientes. Y comenzaron los apagones. “La gente se quejaba pero muchas veces no tenía razón. Los apagones son inevitables, se producen en todos los sitios del mundo. Había que tener calma y paciencia”, la energía se producía y distribuía desde aquellas obsoletas y desvencijadas instalaciones de la Avenida de José Antonio de Santa Cruz, donde la erguidez de una familiar chimenea que ya sólo es recuerdo, no podía mantener similar firmeza en el consumo de energía pese al celo y la laboriosidad de Gustavo Bradstetter, Fernando Lecuona y García-Puelles, Robert Reynaud, José García, Manuel Martínez y tantos otros órganos volitivos que día y noche lucharon contra las tinieblas de una isla que iba alargando sus tentáculos pacifistas a todos sus límites. “Siempre, en aquellos albores, estuvimos luchando con la falta de espacio. Recuerdo que en los días de lluvia y cuando los abonados venían a pagar sus recibos sufrían la intemperie y las inevitables mojaduras en la placita de Julio Cervera, absorbida luego por el Instituto Oceanográfico”.
 
         Y entre asiento contable y balances, la música, que Francisco Marrero empezó a cultivar desde temprana edad en la Academia de la Banda Municipal de La Laguna, donde desde el primer momento se vio atraído por el trombón y la trompa de armonía y donde “pasé momentos muy entrañables en la antigua de Banda de la Fe, ya desaparecida y que dirigió Enrique Olivera; en la Banda del Patronato de Música, bajo los liderazgos de Francisco Rodríguez y Antonio González Ferrera, y las Bandas Militares de Santa Cruz y Gerona, de José Moya y Ramón Aznar, respectivamente”.
 
          “Sí, en efecto, momentos muy felices, aunque mi mayor satisfacción fue el haber sido secretario durante doce años del Orfeón La Paz, al que pertenezco desde hace cuarenta”.
 
          ¿Por qué seguir llamando jubilados a estos personajes sólo sentenciados laboralmente por el calendario y no por el espíritu, que aún se mantiene inhiesto y en perfecta guardia? Ya se han terminado para Francisco Marrero, para el compañero los números, las anotaciones presurosas, los cálculos y la procesión interminable de cuentas, pero lo espera una trilogía menos exigente pero más sinfónica y relajante: la música, la lectura y la pesca.
 
          “Me queda una hora. Quiero despedirme como entré despacio y sin hacer mucho ruido”. Tras la frase, unos ojos enrojecidos, unas lágrimas y un pañuelo. Menos mal que su corazón no le traicionó.
 
 
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