Explicación, génesis, lamento y ruego de la Plaza del Príncipe

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en el Diario de Avisos el 31 de diciembre de 1977).
 
 
          ¿Saben ustedes lo que es una plaza? ¿No lo saben? Intentaré explicarles. Las plazas son esos sitios generalmente con bancos, generalmente con plantas, que sirven para descansar; para recrear la vista y para obtener en medio de las ciudades y de los pueblos un poco de relax, que falta nos hace. Las plazas han de ser rincones de descanso, pulmón del caminante, sosiego de jubilados y de niños, que se reencuentran con la naturaleza. Parcelas para reposo del espíritu e incluso para rondar al amor y a la ilusión. Debe ser la sala de estar de la ciudad; el balcón florido de quienes viven en patios interiores y en esas ciclópeas, verticales y cada vez más asfixiantes colmenas de cemento y hierro. Los pueblos y las ciudades han de cuidar sus plazas porque son lugares que el nativo y el visitante aprecia y agradece. Alguien podría pensar que las obras de ornato de una ciudad, sus fuentes públicas, sus estatuas, sus jardines, sus parterres, sus alamedas, sus árboles, sus plazas son obras de lujo, obras más de la suntuosidad que de la necesidad casi puramente biológica que al hombre le hace falta para vivir y, sobre todo, para convivir. Sin embargo, una ciudad sin piedras, sin plazas o rincones históricos es una ciudad sin memoria, sin temple ni carácter. Las plazas son como inmensos espejos donde los extraños miran para saber cómo es el pueblo. Por eso, díganme las plazas, las fuentes, los jardines que tienen un pueblo; díganme cómo están y les diré, por ejemplo, cómo son las autoridades municipales.
 
          Les habla la Plaza del Príncipe. ¿les digo mi edad? Bueno, les diré que me bautizaron a mitad del pasado siglo y que vine al mundo casi, casi por imposición de tipo social, ya que por aquel entonces los doce mil habitantes que poblaban Santa Cruz se hacinaban en la Alameda de la Marina y abarrotaban aquel bellísimo paseo de árboles y jardines, de esplendido alumbrado, que respondía por la Concordia.
 
          Fui la mimada, la gran mimada de aquel entonces; la que surgió ¡no lo olviden, queridos paisanos! por aportación personal de unos “chicharreros” patriotas y ejemplares, que deseaban un mayor lugar de reunión y esparcimiento, más decoroso y más digno, y sobre todo, mejor situado.
 
          Me ruboriza decirlo pero había nacido para ser hermosa, de elegante aspecto y de máxima atención; piropeada por los forasteros; la predilecta del vecindario. En fin, “la más romántica de España”, como me bautizó ínclito visitante. ¡Dios mío, en el fondo que responsabilidad la mía…!
 
          Acepté mi real vocablo por la coincidencia en aquellos días del nacimiento del Príncipe de Asturias, luego Alfonso XII. Más tarde fui denominada Alameda de la Libertad, con la que nadie me conocería en el futuro.
 
          Se esmeraron en adornar mis contornos. Me colocaron bellísimos jarrones de mármol; afiligranadas verjas; majestuosas y palaciegas escalinatas. De la lejana Cuba me trajeron lo que luego serían frondosos laureles de indias. Pidieron a Génova dos bonitas estatuas de mármol para rematar las dos pilastras de la puerta principal. Y de Londres vendría una fuente de hierro para proporcionarme aún más lozanía y frescor, ahora convertida en templete que para mí tiene reminiscencias del lejano Oriente. ¡Qué coquetería la mía! ¡Qué sacrificio el de aquellos hombres para acicalarme y ponerme guapa y presentable; qué espíritu de lucha el de aquellos tinerfeños, que desde el principio se enfrentaron a irrisorios presupuestos municipales, paliados, unas veces, por la generosidad de los vecinos más pudientes, y otras, por comisiones, obras benéficas y hasta recaudando fondos de una importante tienda instalada en mis entretelas! Para qué nombrar el ramillete de amantes que me flirtearon y cortejaron, con qué veneración y respeto habían convertido la vieja huerta de los frailes franciscanos en lo que era yo, bellísimo lugar que dignificaba el panorama de nuestra ciudad. Fui sí, y disculpen la inmodestia, bellísima, mimada y cortejada.
 
          Pero los años me han traicionado con los pliegues de unas arrugas de olvidos e incomprensiones. Ya no me inmutan los compases dominicales de la Banda Municipal, que otrora servía para congregar a un pueblo simple, llano, burgués, atento, muy atento, y enamorado de la música, sin transistores japoneses ni escandalosas disputas futbolísticas. Me han convertido en un solar árido y abandonado que sólo sirve de escenario para los Carnavales; para la tradicional matinal fregolina, que con sus multitudinarias actuaciones me hacen pasto de pisadas y empujones, sin piedad, sobre mi suelo, que antes era alfombra de flores. No me quejo que en mis aledaños hayan proliferado filatélicos, numismáticos, cabinas telefónicas; puestos de golosinas, revistas, periódicos y libros; anaqueles de bebidas, refrescos y taperíos, aunque siempre he anhelado la compañía pétrea, escultural y cercana del autor de los Cantos Canarios, que definitivamente me han negado.
 
          Será cuestión de preguntar a los siete bustos ubicados en los testeros del frontispicio del Museo Municipal, hombres preclaros que nos legaron el ejemplo de sus vidas plenas de inteligencia, humanitarismo y dignidad.
 
                    Dígame, Viera y Clavijo, ¿cómo me han mantenido tan abandonada en medio de la ciudad; por qué me han convertido en un escaparate de la desidia y de los silencios de nuestros días?
 
                  Don Ángel Guimerá, ¿podría explicarme qué es lo que han hecho de mis jardines y de mi frondosidad, no cree que esta capital de nuestros días y amores ha demostrado tener algo así como una vocación de suicidio; que parece como que cada generación destruyese el legado de la anterior?
 
                Ruego una opinión, Bethencourt Molina, pero es que ha cundido el pánico y el miedo, la huida y la veloz carrera y que, con los ingresos en la Casa de Socorro, precedidos de grandes bocinazos, me han dejado sola y a la intemperie; ¿por qué le han robado a Santa Cruz este lugar de descanso?
 
                Usted, señor Villalba Hervás, ¿por qué me han torturado con podas que fueron calificadas de “asesinas”? ¿por qué aseguran ahora que mi templete es un monstruo que da a la Plaza un aire de pueblo de tercera clase?
 
                Sáqueme de dudas, Antonio de Viana, ¿cree que me convertirán algún día en un gran edificio de aparcamientos; es que en realidad no tengo ningún valor monumental ni histórico; es que sólo sirvo para que los travestis se diviertan en Carnavales y los feriantes me dominen en mayo?
 
                Trate de explicarme, Juan de Iriarte, ¿por qué secaron, tiraron y destruyeron el amigo más querido de mi infancia: el laurel centenario que nos acarició a todos con sus sombras verdes y grises, cuyo muñón acaba de servir como tumba de navajazos mortales y de testigo mudo de violaciones de doncellas, escándalos de música barata y de ensordecedores ruidos de barracas de feria?
 
                 No quiero molestar su atención, querido Teobaldo Power, pero dígame: ¿qué ha sido de aquel salón arbolado y noble donde nuestros antepasados platicaban y dialogaban? ¿Cuándo volverán a jugar los niños con el polvillo de oro que entraba con el sol por las rendijas de aquellos altos ramajes? 
 
          Yo, vieja, cansada y olvidada Plaza del Príncipe, para acabar mis modestas explicaciones, recuerdos, génesis y lamentos les sugiero una pequeña solución a mis actuales males: 
 
         Devuélvanme, por favor, mi estilo y forma original; no me sometan a concursos de ideas ni remodelaciones foráneas para mi embellecimiento; resuciten mi aire romántico, limpiándole de estos disparates que tanto me han estropeado. No vuelvan a mencionar ese proyecto de puente para unirme con la planta alta del Museo Municipal de Bellas Artes. Les suplico la dignidad de antaño. Y si no lo recuerdan acudan, por favor, a mis testimonios gráficos; estudien mis antecedentes para definir mi futuro. 
 
          Se lo ruego, paisanos.
 
 
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