La Lotería Nacional. ¿Y si cayera el Gordo en la oficina?

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en el Diario de Avisos el 22 de diciembre de 1977).
 
 
          (¿Por qué estoy ahora desvelado; por qué no puedo pegar un ojo? ¡Ah, sí; ya lo intuyo! Pero yo no tendré la culpa de sus desganas y apatías; yo no seré culpable de sus escasas ilusiones; me cansé de llamarles a todos por teléfono; ¡me aburrí de…!)
 
          ¿Qué le ocurría a nuestro personaje; por qué se incorporó de la cama y empezó a hablar solo; por qué tenía clavado sus ojos en el techo de la habitación y mostraba vehemencia en sus ademanes; por qué aquel desvelo en la víspera del famoso sorteo de Navidad; por qué se consideraba inocente; qué clase de delito había cometido; de dónde procedía aquel complejo de reo sin rejas…?
 
          La historia es sencilla.
 
          Matías —que así se llama el personaje- cada año es el encargado de repartir los números de Lotería Nacional entre los casi trescientos empleados que tiene la empresa donde presta sus servicios. Tiene una lista enorme, interminable, como una anaconda de papel, porque cada empleado tiene sus familiares, sus amigos; aquéllos y éstos, otros compañeros con los que permuta Lotería. Y Matías, todos los años por estas fechas, padece un autentico barullo mental llamando a uno y otro, comprobando “si quieren lo del año pasado”. Dice “que pierde casi la razón” en interesarse si aquel que le falló la Navidad anterior volverá a hacerlo en ésta. De vértigo cuando aquel que ayer le dijo quinientas pesetas, hoy le dice mil y mañana mil doscientas porque le han surgido compromisos con un primo hermano… Piensa que la amistad tiene un límite. Y si otrora mantuvo el número y participación esperando la visita y ésta no acudió, él tenía que ingeniárselas como fuese, ya que un día antes del sorteo había que cuadrar Lotería con jugadores, a pesar de que el jefe siempre aceptaba el posible remanente, fuese la cantidad que fuese.
 
          Trece series de veinte mil pesetas cada una; doscientas sesenta mil pesetas iban jugando los citados empleados de la empresa. De salir lo eternamente soñado se canalizarían en manos de Matías ¡dos mil seiscientos millones de pesetas! Matías era el depositario, el repartidor, el que había llenado los recibos correspondientes; el que se había molestado en llamar a éste y a aquél; en advertirles “si querían más o menos”. Era auténtico servicio a la comunidad, al compañerismo, en el sentido más amplio de la palabra. Siempre se le veía gozar con la alegría ajena. Todos los años —con varias semanas de anticipación- se ponía en contacto con el jefe de la empresa, ya que éste, en Madrid, tenía un íntimo amigo que todos los años remitía las series pedidas, que paga en el acto y luego los empleados devolvían con la percepción del habitual doble sueldo de estas fechas. 
 
          “… ¡No tendré la culpa de sus desganas; jamás tendré que arrepentirme de no avisarles; me cansé de llamarles por teléfono! ¿Cuántas veces me dijeron que había salido, que llamara más tarde, que fue a desayunar y cosas por el estilo? Les pasé el recado a sus amigos y vecinos ¿Por qué no contestaron? ...”
 
          Y Matías seguía incorporado en la cama. No podía conciliar el sueño. 
 
          —¿Y si nos cayera el Gordo? —pensaba con una especialísima interrogante de desazón e incertidumbre.
 
          Y seguía preguntándose: "¿Me perdonaría aquel compañero que entre bromas y veras me dijo que le pusiera mil pesetas y no le hice caso, ya que observé más sorna que convicción en sus palabras? ¿Qué actitud adoptaría quien el pasado año, con sonrisita sardónica, me dijo le quitase de la lista —y lo separé de la misma- ya que ésta estaba “maldita” con tanto gafe que había en la oficina? ¿Y qué me pondría decir aquella viuda que durante los últimos diez años siempre ha venido jugando veinticinco pesetas? Pues me diría —entre otras cosas- que lo menos que pude hacer era llamarla para ver si jugaba un “poquito más”. Seguro que me espetaría: ¿qué clase de responsabilidad he contraído con estos dichosos décimos? ¿Qué forma humana cabría para paliar todas las marginaciones involuntarias que he producido…?"
 
          Matías siguió desvelado; con los ojos clavados en el techo; con un cúmulo de preguntas, reproches e ideas bullendo en su mente, presididas por aquella interrogante que martilleaba constantemente sus tímpanos: ¿y si cayera el Gordo en la oficina?
 
                                                                                                                                                Alonso de Baeza
 
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