En la cima del Casino de Tenerife

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en La Tarde el 29 de enero de 1977).
 
 
          Así acaba uno con la cabeza a pájaros y la voz ronca. Demasiados decibelios a cargo del disc-jockey para amenizar una cena, donde el consomé de Oporto, el vol-au-vent de langostinos y el cordón blue -trilogía de excelente presencia y paladar- se hacían casi intragables a pesar del vino rosado, puro caldo en un ambiente que pide a gritos aire acondicionado, que podría fácilmente amortizarse con esas 950 pesetas per cápita y menú, entrada aparte, de 300, con factura de otro grill, con lleno completo desde un día antes, coyuntura que podría explicar fielmente nuestra actual y galopante crisis económica… 
 
          En la cima de nuestro vetusto Casino, se acaba de inaugurar Terraza, una sala de fiestas -y sin redundancia- por todo lo alto, con sillería ambiental, fuente luminosa, artesanado de vigas, techo inconcluso, con una vista panorámica indiscriminada, desde la esbelta y elegante torre del Cabildo hasta la empinada luminosidad del Barrio de la Alegría, con pantalla frontal de un Atlántico apaciguado, obnubilado con el desconcertante parpadeo de las luces de interrogatorio policiaco que se descuelgan de un techo que pide mayor altura para los sentenciados de claustrofobia y para aquella jovencitas de bailes acrobáticos que no podían estirar brazos por temor al encontronazo, encargadas de inaugurar la pista tras los compases del Concierto de Aranjuez, ahora sometido a plumas blancas, pelucas azabaches, tangas, dedales en los liliputienses pectorales, marabúes, cantidad que nos hace olvidar calidad, donde se anuncian lunares volantes y baile español y sale a relucir algo hibrido, con artistas que se concentran sólo para un ángulo de la superpoblada sala y con una invitada estelar que se apena por el abandono de una apresurada orquesta, que se perdió el espectáculo de una cubanita que tras recordarnos los vocablos de guagua y barriga, se sentó frente al micrófono para descansar su avanzada gestación entonando unas canciones de cuna que ¡cómo no! aletargaron a una masa ávida de hacer la digestión con la vibración de las notas más oportunas y acordes, donde más que un presentador hizo falta un domador de látigo oral para frenar la zaragatería y el guirigay de un buen sector de público que coadyuvó martirizar aún más de un vodevil sin comicidad, prosa ni música. 
 
          A pesar de las mencionadas alternativas –hasta cierto punto lógicas en determinadas inauguraciones- todos, absolutamente todos, coincidían en que limando asperezas de iniciación podíamos estar en los umbrales de la esperada “sala para las noches capitalinas”, sin necesidad de soportar autopistas sin báculos de luz rumbo a las tierras portuenses, siempre y cuando se sepa aprovechar lo céntrico y distinguido en aras de ofrecer espectáculos a la par. 
 
 
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