LA HUMILDAD Y PACIENCIA: la mirada de Dios

 
Por Gerardo Fuentes Pérez (Publicado en el Programa de la Semana Santa de Santa Cruz de Tenerife, en abril de 2023).
 
 
          No es mi intención tratar de establecer las diferencias iconográficas entre “El Señor de la humildad y Paciencia” y “El Señor del Gran Poder”, dos representaciones de Cristo que contienen el mismo mensaje teológico, pues ya muchos historiadores del Arte (Martínez de la Peña, Calero Ruiz, Castro Brunetto, Rodríguez Morales, etc.), eruditos, cronistas y aficionados lo han abordado expresando distintos pareces al respecto. Sin embargo, hay que reconocer que el valioso trabajo del doctor Martínez de la Peña, que lleva por título Iconografía cristiana y alquimia: el Señor de la Humildad y Paciencia (Homenaje al profesor Alfonso Trujillo, 1982), abrió las puertas al conocimiento e interés por este tema, multiplicándose rápidamente las publicaciones convertidas en libros, artículos, ponencias en congresos, jornadas y simposios. A partir de los grabados de la “Pasión” de Alberto Durero (1471-1528), que supo enriquecer  la amplia iconografía cristiana, se produjo una serie de versiones que gustó mucho tanto a escultores como pintores, acrecentando así la fuerza, el fervor y la escenografía del barroco, valores teatrales que encausan toda experiencia mística.
 
          La imagen que nos ocupa, que se venera en su retablo de la iglesia de Ntra. Sra. de la Concepción, curiosamente reúne en sí misma cuatro de los nombres que recibe, en general, esta figuración de Nuestro Señor: “Ecce Homo”, “La Cañita”, “Gran Poder” y “Humildad y Paciencia”. Los dos primeros responden a pasajes concretos del Evangelio (Y salió Jesús, llevando la corona de espinas y el manto de púrpura. Y Pilato les dijo: ¡He aquí el hombre!, es decir, “Ecce Homo”, Juan 19:5; Y tejiendo una corona de espinas, se la pusieron sobre su cabeza, y una caña en su mano derecha, Mateo, 27:29), y los otros dos forman parte de un contexto místico que va más allá de lo narrativo; vienen a ser explicaciones de contenidos escatológicos. En Canarias no son abundantes las representaciones de esta característica, pero es obligado mencionar, al menos, la reconocida imagen del Cristo de los Dolores (“Cristo de Tacoronte”, siglo XVII, atribuido a Domingo de Rioja), de enorme poder visual y artístico, inspirado en uno de los grabados del ya citado artista alemán, que recrea a Cristo en el Calvario, de pie junto a la cruz. En realidad, no se ajusta a ningún episodio de la Pasión, pues es imposible concebir a Nuestro Señor en esa condición después de haber sido clavado, mostrando los agujeros de las manos y los pies. En realidad, la imagen nos viene a recordar que después del sufrimiento (“Pasión”/”Crucifixión”) nos espera la resurrección, verdades que se encuentran y se entrelazan en una sola representación icónica. En este caso, no interesa tanto si la imagen santacrucera, una obra catalogada de taller foráneo perteneciente a la segunda mitad del siglo XVII, obedece estrictamente a un ejemplo concreto, pues en otros lugares,  parroquias y ambientes piadosos recibe el nombre del “Señor de los Afligidos”. La necesidad catequética acude a estos recursos compositivos para establecer una reflexión acerca de la Redención.  Aquí, la secuencia narrativa de los acontecimientos de la Pasión, ha quedado interrumpida para explicar el abandono de Dios a las puertas de la agonía. Incluso, la imagen de San Pedro arrodillado (“Lágrimas de San Pedro”), advierte, asimismo, esa incongruencia secuencial, perteneciendo al pasaje “Las negaciones de Pedro” (Lucas 22:61), momento en que Cristo pasa frente a él y lo mira inundando su corazón. Jamás olvidaría Pedro aquella mirada. Tradicionalmente, la Semana Santa canaria suele resolver esta escena en presencia de la imagen de Cristo “Preso o Maniatado”, contando con una pequeña columna sobre la que descansa el célebre gallo descrito en el Evangelio. Parece lo más propio, ya que manifiesta con más fidelidad el encuentro de Pedro con  Cristo después del proceso ante el Sumo Sacerdote. Uno de los ejemplos más bellos y de inmensa ternura es el que se encuentra en la iglesia de El Salvador de la capital palmera, obra de Fernando Estévez (1788-1854). Por tanto, nos parece inverosímil que la referida imagen de San Pedro, de autor desconocido y de fecha más tardía, se encuentre frente a Cristo que acaba de ser flagelado, coronado de espinas y con el cetro (caña) en sus manos. Los Evangelios no dicen nada de la existencia de Pedro en aquel triste acontecimiento, que tuvo un carácter más bien privado. Como los demás discípulos, huyó ante el “aparente desastre”. A partir de la escena del Huerto de Getsemaní, Cristo ya se vio solo hasta la Crucifixión. 
 
          La Iglesia ha recurrido a estas composiciones, no tanto para respetar  correlativamente cada uno de los sucesos que conforman la llamada Semana Mayor, sino más bien como un medio que permita llegar a la profundidad del misterio redentor. Siempre y cuando esas composiciones respondan a una correcta ortodoxia y no desvirtúen en absoluto el contenido evangélico, no parece peligroso que se entrecrucen situaciones y personajes para configurar episodios que nos ayuden a alcanzar el arrepentimiento y el perdón; encontrarnos ante la persona de Cristo que, flagelado, ultrajado y humillado, con infinita paciencia sigue esperándonos a pesar de nuestra conducta. Sigue sentado, no por falta de fuerzas, sino por amor. Es el trono del amor. La humildad, que procede del término latino “humus” (tierra), es lo que está debajo de nuestros pies, lo más bajo, lo inadvertido y casi oculto, pero no deja de ser fundamento esencial del caminar por la vida, pues sobre el “humus” nos apoyamos, se afianzan nuestros pies y nos sentimos seguros. 
 
          El hombre, apartado de Dios,  ha desplegado estrategias para defenderse, como la negación, la eliminación, el control, la utilización de recursos a su favor, la muerte de la vida, el desafío, la idealización, de modo que todo lo convierte en una empresa productiva.  Y si queremos volver la mirada a Dios, a su Hijo, es necesario ejercitar la HUMILDAD y la PACIENCIA; no en actitud de resignación o de remedio, como un imposible de lograr, sino como exégesis en la que reconocemos nuestra propia pequeñez, nuestras limitaciones y debilidades para mantener una relación personal con Dios, permitiendo a su vez, reconocer el valor del hombre, del prójimo. La humildad requiere un “vaciarse” de uno mismo para poder comprender toda la dimensión que supone cumplir la voluntad de Dios. Por eso, San Pedro permanece arrodillado en actitud de respeto, humildad y adoración; la intensa mirada de Jesús fue señal de perdón. Tal y como afirma el profeta Isaías (35:3), fortaleced las manos débiles, asegurad las rodillas vacilantes, nuestra actitud debe ser la fortaleza de la humildad, una humildad firme, no convencional, que nos ayude a mirar hacia nuestro interior, a descubrir toda nuestra situación de pecado, oscuridades, pero también nuestras capacidades para mantener un compromiso con la verdad, la justicia y la caridad. Por eso San Pedro cae de rodillas reconociendo su debilidad y presunción. Él reconoce que solo el Señor es capaz de comprenderle y perdonarle. Ahora bien, junto a la humildad camina la paciencia, virtud que hunde sus raíces en la totalidad de la verdad cristiana. Dios es soberano y está bajo su control toda la historia humana: Paciente y misericordioso es el Señor, lento a la ira y rico en clemencia. Bueno es el Señor con todos, su ternura se derrama sobre todas las criaturas (Salmo 145). San Pablo exhorta una y otra vez la necesidad de la paciencia, sobre todo cuando un cristiano tiene queja en contra de otro; es preferible sufrir pérdidas antes que perjudicar la autoridad de la Iglesia. La representación del “Señor de la humildad y Paciencia” nos recuerda en estos momentos que el hombre debe abandonar su cultura egocéntrica actual, donde la paciencia ha perdido considerablemente su verdadero significado; en Él, estos dos términos cobran su verdadero sentido y profundidad humana y teológica. 
 
          El Lunes Santo, al atardecer, la procesión del Señor y San Pedro, discurre por las calles del antiguo Santa Cruz no solo para cumplir con la tradición, con la puesta en escena de la Semana Santa, con la Liturgia, sino también para indicar que el hombre no está solo, que vale la pena seguir creyendo, pues como afirma Loreto Moya (PUCV), Dios está con nosotros sufriendo, llorando, cuidando, investigando, trabajando y dándonos esperanza. La fe es seguir aun cuando la noche está oscura pero sabemos que el Dios de la Vida, de la Resurrección no nos abandona. Que no sólo se reduzca a una procesión más, a una contemplación artística y estética más, a un cumplir con la tradición, sino que el “paso”, el conjunto de ambas imágenes, la del Señor y San Pedro, sean realidades vitales. 
 
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BIBLIOGRAFÍA
 
DELGADO CAMPOS, Sebastián M.: Semana Santa en Santa Cruz de Tenerife. La procesión del Miércoles Santo. Periódico EL DIA (abril, 2001).
 
JEREMIAS, Joachim: Teología del nuevo Testamento, Salamanca, Ed. Sígueme, 1985.
 
MARTÍNEZ DE LA PEÑA, Domingo:  Iconografía cristiana y alquimia: el Señor de la Humildad y Paciencia. Homenaje al profesor Alfonso Trujillo, La Laguna, 1982.
 
TARQUIS, Miguel: Semana Santa en Tenerife, Santa Cruz de Tenerife, 1960 (1960).
 
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