Don Conrado Rodríguez López

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en La Tarde el 12 de noviembre de 1976).
 
 
          Era de los que daban y escondían la mano bajo un manto de exquisita modestia. Procuraba, por todos los medios, ocultar el bien que hacía, imitando al Nilo, que disimula sus fuentes.
 
          Pertenecía a esa casta de los confiados y laboriosos, de los emprendedores y activos, todos ellos íntimos amigos de la buena suerte, tronco común de unas ramas genealógicas bajo el signo de la capacidad y la competencia.
Don Conrado Rodríguez López era, copiando textualmente lapidaria síntesis, visible e invisible, rotundo y anónimo, enérgico y bondadoso.
 
          Allá, en aquella isla tan llorada como abandonada, en aquellas tierras resecas que podrán regarse con tanto lloro lejano, don Álvaro y don Conrado, un tándem casi de leyenda, comprendieron que un labrador de pie es mucho más alto que un cortesano de rodillas y que aquellos pedregales y acantilados podrían tornarse en fertilidad y refugio.
 
          Y la isla de La Gomera, que aliándose con el más puro azar, la teníamos a cuarenta y ocho horas de épica travesía marítima desde la capital, fue cambiando su tez ocre por semblante de esperanza; por núcleos esmeraldas que albergaban otro binomio que ojalá no pase al recuerdo: plátano y tomate, sinónimo de ingresos y divisas, de puestos de trabajo, jornales y sustento seguro.
 
          Ahora, después de 18 años, don Conrado ha ido a abrazar a su hermano, con quien compartió tanta marejada a la altura de la Montaña Roja. Le habrá recordado aquella época sin luz, sin teléfono, sólo telegramas; “plumas” en el añorado Tapahuga; pescante en Hermigua; la “jilajila”; los asientos a base de entrecruzados brazos para llegar a la playa, tras luchar con denuedo con el “jalio”, incordio del atraque, con un Sancho II, con un San Juan Nepomuceno que convertían sus inexpugnables cuadernas en peculiares sinfonías marineras.
 
          Recordarán, sí, aquella Tecina intelectual, festiva, musical y castrense, con camellos transportando las ínclitas cargas de los Ramón Gil-Roldán, Crosita, Carmelo Cabral, García-Escámez…
 
          Don Conrado tuvo una vida entera para aprender a morir. Y La Parca le visitó en el lecho, sin dolores, como una brisa, aunque él hubiese preferido exhalar el último suspiro de pie, ya que fue todo un pionero en enseñarnos la terapéutica del andar, que prodigó y lució hasta días antes de su óbito, con aquella elegante erguidez y pulcritud que dejaba inconfundible fragancia: pasos enérgicos, de imperturbable cadencia, que se tornaban vacilantes y nerviosos cuando observaban a una juventud desgreñada y abúlica, con andares de meandros, visiones que siempre afectaron su espíritu tan conservador como cristiano, no precisamente de los de golpes de pecho, comunión social ni de libros con cantos dorados, sino esos de visitas diarias y solitarias a la “Morenita”, con la que platicaba todos los atardeceres en nuestra Villa Mariana para retornar luego a una de sus acendradas pasiones, el hogar; la otra pasión fue el trabajo, el esfuerzo y la constancia, trilogía que con encomiable perseverancia nos explicó a todos los que tuvimos la oportunidad de oír su ejemplarizante verbo.
 
          Era, repetimos, de los que daban y escondían la mano bajo un manto de exquisita modestia.
 
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