El Moulin Rouge

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en La Tarde el 13 de agosto de 1975).
 
 
          Como vaya sin corbata no le dejan entrar. Desesperadamente sigue intentando mantener el clima de finales de siglo; tiene precios asequibles, aunque la competencia –que es feroz en este París- dicen que son “astronómicos”. Puede entrar con 1.500 pesetas y colocarse en primera fila o con 600 al rincón más apartado pero con visibilidad garantizada. En la entrada va incluida una consumición, desde el más modesto refresco hasta el champán de rancia cava.
 
          En la misma entrada, reproducciones de aquellos anticipos de posters; carteles con el sello inconfundible de Toulouse-Lautrec, que siempre se había descrito como “una cafetera: pequeño y con un gran pitorro”; aquel arruinado por el alcohol que tan maravillosamente interpretó en la pantalla José Ferrer, en cinta donde se revivía La Goulue, encarnación del desparpajo callejero parisino; La Melinite, fina, elegante y de sentimientos delicados, envueltas todas ellas en aquellos torbellinos de faldas y de plumas.
 
          ¿Qué queda de todo aquello en este Moulin Rouge que cada noche rebosa aquella especie de anfiteatro adornado con lona circense, donde un público cosmopolita no se cansa de aplaudir y mirar muy fijamente a aquellos esculturales cuerpos con total destape de ombligo para arriba…? 
 
          Pues queda un gigantesco espectáculo con más vestuario que calidad; con incrustaciones de tan estridentes como pesados números cosacos; sigue vivo el recuerdo de Maurice Chevalier, que vanamente intentan emularlo con sonrisa fingida,” canotier” sin gracia y voz en play-back; los hermanos Segura, en sensacional número de antipodismo, se llevan los más calurosos aplausos, así como el malabarista Bert Garden, de increíble cadencia y precisión, surgiendo la hilaridad con Eddie Windson, que realiza simpatiquísimo número de simple apoyo de un can orejudo y pachorrero, emergiendo de aquel amplio escenario una transparente piscina en cuyas aguas se zambulle una fémina en bikini mientras un avispado Flipper le hace salir y saludar en “cerokini”, que así denominan ahora a los nudistas de la Costa Azul, despidiéndose el ciclópeo espectáculo con guapísimas damiselas en columpios aéreos que sobrevuelan sobre calvas, crepados y pelambreras lanzando dadivosos y nostálgicos pajizos del desaparecido y aún querido chansonnier.
 
          El espectáculo ha durado algo más de dos horas. Un ejército de camareros –en número de prestidigitación fuera de programa- hacen desaparecer en un santiamén botellas, vasos, cubos de hielo y servicio. En el escenario una orquesta lanza bailables que nadie baila. En poco menos de quince minutos el Moulin Rouge se queda más desierto que Gobi. Y al salir uno sigue pensando en aquellas excepcionales individualidades de La Mistinguett, Maurice Chevalier, Josefina Baker, mientras con el rabillo del ojo remiramos los posters de Toulouse-Lautrec y en aquel lento deambular por Pigalle tropezamos irremediable con los sex-shops, saturados de atributos para el amor y las lánguidas miradas de las que siguen ejerciendo bajo las estrellas el oficio más viejo del mundo, que muestran la prodigalidad de sus pectorales anunciando velada y picaronamente la tarifa para el acceso a los mismos…
 
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