Montmartre

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en La Tarde el 6 de agosto de 1975).
 
 
 
 
          Antes de subir usted evacuar en uno de esos urinarios públicos –pissotiére- tan cantados por escritores y poetas, en este caso por el famoso y discutido novelista norteamericano Henry Miller, que decía: “A uno le gusta orinar al sol, en medio de seres humanos que nos miren y sonrían al vernos. Porque, aunque una mujer en cuclillas sobre un orinal de porcelana no sea precisamente una visión de ensueño ninguna persona de sentimiento negará que el espectáculo de un hombre, de pie frente a una canaleta de lata, mirando hacia delante, con una sonrisa satisfecha, fácil, vacía, con una expresión placeresca, reminiscente, demorada, no sea realmente algo bueno. Aliviar una vejiga es una de las grandes felicidades humanas…”.
 
          Ya quedan poquísimas pissotiéresen París. La moral de los poderes públicos se ensañó con ellas. Estos lugares se habían convertido en centro de “citas de hombres”; esos amantes del morado, de los sótanos y asiduos clientes del Narcisse
 
          Sí; antes de subir al Sacré Coeur, tarta jesuítica, pero geográficamente bien situada, tiene que depositar –si es partidario de la comodidad- medio franco en funicular de bolsillo para elevarse hacia ese Montmartre de literatura brillante, historia trágica y pintores geniales, donde en determinados bares hay hombres que buscan a hombres, hombres tras mujeres, mujeres a la caza de hombres y mujeres suspirando por mujeres…
 
          Y al doblar una de aquellas tortuosas calles, la place du Tertre, de inconfundible sabor; un mundo abigarrado de pintores, retratistas, siluetistas, bohemios, vagabundos y personajes del más puro exotismo, que harían las delicias de nuestro común amigo Francisco Pimentel, que con su inigualable prosa –y en su inminente viaje a este París serio y golfo- tendrá que proporcionarnos bellísimos retazos de este bullanguero, extraño y confidente Paris la nuit, donde legiones de africanos vociferan tallas, cueros, marfiles, ébanos, en grandes plásticos amarillos, que ante la presencia de los gendarmes de visera recogen con impresionante celeridad convirtiendo el prohibido e improvisado mostrador en inocente hatillo.
 
          Por 700 pesetas su más fiel retrato firmado por un dibujante japonés, yugoeslavo o colombiano; por mil pesetas una acuarela, un óleo o un gouache, que con el tiempo puede convertirse en un Utrillo o Picasso, excepcional binomio que salió de esta plaza, asaetada hoy por nubes de turistas, parasoles y camareros; invadidas por barras que se ven impotentes para despachar tanta papa frita y tanto “perro caliente”, que aquí, en París, con el simpar complemento de un crujiente y blanquísimo pan es uno de los más exquisitos bocados para el transeúnte con más inquietud artística que prisa. 
 
  
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