Flash de París. Notre Dame

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en La Tarde el 6 de agosto de 1975).
 
 
          Hoy, amigo, visitante, antes de llegar a la Puerta de Orleans –si viene por avión desde Orly-, ya ha recorrido muchos kilómetros de banlieue, alrededores que forman la aglomeración parisina. Sobrepasa ésta los diez millones de habitantes y las previsiones oficiales, que confían en una nunca cumplida política de descentralización, esperan limitar el ritmo del crecimiento de la capital para llegar a los trece millones en el año dos mil.
 
          Se lamentaba Victor Hugo: “nuestros padres nos dieron un París, de piedra; a nuestros hijos le daremos un París de yeso…”
 
          Pero aún ahí, en la isla de la Cité, se divisa Notre Dame, el monumento pétreo más añejo y característico de París, que no fue siempre el lugar de devoción que quieren hacer creer los cartelitos que recomiendan recogimiento a los turistas: “la Catedral no es un museo; es una iglesia, consagrada al culto católico. Rogamos a los turistas que guarden…”, ya que en la Edad Media se celebraban en este recinto unas fiestas que nada tenían que envidiar a los cuentos de Bocaccio, como bien apunta Ramón Chao en su extraordinario tomo Guía secreta de París, un libro actualísimo que recomendamos como primera medida a todos aquel que quiera darse una vueltecita por este París serio y golfo.
 
          Llegar a los pies de Notre Dame y llevarse inexplicable desilusión es todo uno. Se han descuidado de forma alarmante, los jardines y céspedes aledaños; en los bancos de la mastodóntica e insípida plaza, una incesante Babel de abultadas mochilas; de un lado para otro, tomando posiciones y ángulos las más costosas cámaras en manos casi siempre inexpertas; las pelambreras más descuidades y extravagantes; desnudos torsos masculinos en busca del bronceado, al lado de un Sena con aspecto de cloaca al aire libre, sin olores pero cuajado de inmundicia, donde una caña de pescar es ironía que no se admitiría bajo aquellos famosos puentes; furtivos ósculos de parejas desmadejadas; borreguiles carreras de los supeditados a una excursión o itinerario organizado; cantos lastimeros de hippies con uñas verdes y con una botella de vino en el suelo, que aquí es el símbolo del clochard; legiones que parecen sacadas del celuloide de Jesucristo Superstar. 
 
          Allá dentro, bajo aquellas austeras bóvedas, impregnados de gótico, asistimos a la santa misa, donde el acólito, mano en alto, como interpretando nuestro Cara al sol bañado por los colores del arco iris del vidrio de rosetones, recibe del sacerdote el saludo más amable, cariñoso y simpático que hemos visto, mientras con el rabillo del ojo observamos a una familia numerosa levantando la vista hacia el lugar del triforio donde el índice del paterfamiliae señala el habitáculo de Quasimodo. 
 
 
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