El último tango en París
Por Antonio Salgado Pérez (Publicado en La Tarde el 5 de octubre de 1974).
Lleva más de dos años en la cartelera de un cine de Leicester Square. Dicen eran las últimas semanas de proyección. No hay que creerlo. Era una sala de dimensiones liliputienses, casi una antesala familiar –como muchos cinematógrafos londinenses-, con espacio reducidísimos entre las filas de butacas en tobogán descendente. A la entrada, como estampa circense, un entorchado portero que exclamaba:
—¡Pasen, señores, pasen! Dentro de diez minutos comenzará la función. ¡Pasen, señores, pasen! Pronto, verán ustedes Last tango in Paris…
Lindas chinitas con cuerpecillos de porcelana y miradas de almendra servían de guías y acomodadoras que casi repudiaban la propina. Sentarse en aquellas butacas provistas de ceniceros era como hacerlo en una sala de conferencias de la O.N.U. Allí estaban ubicados los más diversos representantes de los cinco continentes. Y por sus apariencias y vestimentas, de todas las clases sociales.
(Siempre nos ha apasionado el séptimo arte. En lo que va de año, hemos tenido la oportunidad de extasiarnos aquí en Tenerife, con cintas como Gritos y susurros de Ingmar Bergman –mi amigo Chela nos brindó en estas mismas columnas una crítica antológica del film- o con Tiempos modernos de Charlie Chaplin, por mencionar el binomio más representativo que ahora aflora a nuestra mente. En la isla tenemos excelentes críticos cinematográficos. Con ellos he gozado leyendo lo que escribieron y escriben de lo poco destacable que por aquí se exhibe. Y por ellos ahora van a disculpar mi osadía al intentar verter mi opinión ante el impacto que me produjo la tan discutida Último tango en París).
La película nos infundió respeto; un profundo respeto. No creo que sea muy fácil volver a plasmar en una pantalla la desesperación sexual que Bertolucci tuvo la valentía de exponer con la colaboración de un Marlon Brando con carismática versatilidad y una Maria Schneider que constituye toda una revelación por su naturalidad, desenvoltura y expresividad y fotogenia.
Casi basta con oír la extraordinaria voz de Brando, que no es lo aflautada que oímos en su Bounty ni lo cavernosa que nos resultó en su inefable Padrino.
Para los españoles, con esto de la apertura, que consiste en algo así como mostrarnos algunos centímetros de más epidermis con visión autorizada, causa asombro y admiración la casi instantánea familiarización que se apodera de nosotros ante la presencia de una desnudez femenina mostrada casi en la totalidad de la cinta. Y aún más admiración el comprobar que, frente a todas aquellas escenas de incomparable erotismo, el variopinto espectador las digería con una ejemplar mesura, sin comentarios en solitario, sin frases en busca de la barata hilaridad ni con la aparición de esa carcajadita desviada y absurda que siempre denuncia falta de mentalización y subdesarrollo cultural.
Una de las escenas más logradas del film es el desgarrador monólogo que sostiene Brando junto al féretro de su esposa, torturándose aquel ante un suicidio que jamás se explicará aun conociendo la infidelidad de aquélla, así como la secuencia tan brutal como de perfectas reacciones que se produce en le primer encuentro entre aquellos amantes o en un final en que ella, hastiada y con pavor, le mata… “sin saber su nombre, de dónde venía ni adónde iba…”
La cámara, casi con magia desconocida, juega en esta cinta papel fundamentalísimo ya que consigue planos realmente impresionantes, sobre todo en las escenas más crudas y violentas del film, que están muy distantes de esa pornografía que cierto de ese público que se ha lanzado a Perpignan ha querido ver al contentarse sólo con imágenes, por limitaciones lingüísticas; versiones que pretenden mutilar lo artístico y estético, para convertirlo en algo chabacano y procaz que, repetimos, no vimos en esta película de Bertolucci, que con luz verde de la censura no ha tenido necesidad de emplear el hermetismo, la alegoría, el símbolo, la parábola, el doble sentido, la sugerencia o el guiño cómplice de otros realizadores encorsetados.
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