Primera actuación de Los Sabandeños en el Casino de Tenerife
Por Antonio Salgado Pérez (Publicado en La Tarde el 2 de junio de 1973).
Uno no entiende mucho de isas, folías, malagueñas… Y es cosa que, como isleño, debería sonrojarnos. Y nos sonroja. Por eso, quizá, como defensa nos queda la esperanza de que bajo un manto que esconde la citada tara se encuentra algo que puede emocionarse, gozar, recrearse.
Nos ocurrió anoche. En aquel familiar y rectangular haz de luz, Los Sabandeños, que ya empezaron a incrementar nuestras limitadísimas inquietudes folklóricas hace ya algunos años, en aquel cuarto piso, en aquellos estudios de grabación que respondían por Publicidad Diana, que capitaneaba Cesar Fernández Trujillo y secundaba celosamente Paco Padrón, que sigo creyendo fue un pionero en eso de lanzar discos de artistas locales. Allí, entre micrófonos, cintas magnetofónicas, altavoces, auriculares, agujas de diamante y discos a porrillo, fuimos cautivados por aquel juvenil grupo, sin problemas culturales con Elfidio Alonso ni artísticos con Quique; fuimos atraídos por aquel grupo que cantaba, que cantaba CLARO, circunstancia que normalmente no habíamos captado en otras importantes parrandas y grupos folklóricos de la isla; de ahí, posiblemente, nuestra pasividad y desgana hacia lo vernáculo.
Sí; es lo que siempre nos ha atraído de Los Sabandeños: su claridad de voces. Creemos que fue Marcos Redondo quien en una ocasión atribuía sus éxitos a “que simplemente se me entendía todo lo que cantaba”. Anoche, en torno al formidable Alberto Cortez (¿no era su expresión de autentico entusiasmos y asombro?), Los Sabandeños, repetimos, nos volvieron a demostrar, entre otras muchas cosas, su diafanidad, su nitidez. Y uno debe confesar que ante aquellos “viejos y actualísimos” versos de Nijota, que recordaban al panzudo intermediario y al enjuto peón; ante aquella Tinerfeña, con un dúo excepcional; a uno, con toda franqueza, se le puso un fuerte nudo en la garganta, que creemos se irá desenredado cuando intentemos reflejar el entusiasmo que acaba de producirnos un conjunto que paseó, pasea y ¡vaya si seguirá paseando! Un emblema en el que todos hemos bordado con beneplácito la palabra orgullo.
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