El baile

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en Aire Libre el 29 de junio de 1961).
 
 
 
          —¿Baila, señorita? ¿Me permite este baile?
 
          Fórmulas protocolarias para obtener el binomio rítmico.
 
          —Lo siento, en otra ocasión. Estoy comprometida. No me gustan los tangos; cuando interpreten un twist, sí. Llevo bailando ocho piezas seguidas y hace mucho calor. En otra ocasión.
 
          Frases que esquivan la petición del aspirante. Palabras que sonrojan al tímido e incipiente y que parecen llenar de impavidez y denuedo al avezado. El primero ahoga el fracaso encendiendo nerviosamente un pitillo. El avezado seguirá jugando a la suerte, no se arredrará ante el primer obstáculo.
 
          —¿Me permite este baile?
 
          —Vamos.
 
          Oprime el cigarrillo en el cenicero, esboza sonrisa de satisfacción, secunda a su pareja, ella gira sobre sí misma, él levanta sus brazos… ¿Cómo empezar la conversación? ¡Ah, sí!
 
          —Esta noche el baile ha sido un éxito.
 
          —Sí, hay mucha gente.
 
          En la pista los novios permanecen mudos, los casados muestran lasitud y las parejas que suman el siglo se esfuerzan en combinar sus pies con el ritmo que inunda la sala.
 
          —¿Estudias?
 
          —Sí.
 
          —¿Qué?
 
          —Ahora estoy haciendo el Servicio Social, ¿y tú?
 
          —Me falta un año para Peritaje Industrial.
 
          Miradas frías, húmedas, aleladas, indiferentes, trasnochadas… Cuellos surcados con abalorios enmarcados en salientes clavículas.
 
          —El inventor del twist debió ser un puritano.
 
          —No comprendo.
 
          —El twist es aislamiento, lejanía, movimiento de “apaga colillas”.
 
          —Me voy.
 
          —¿Por qué?
 
          —Estoy cansada.
 
          El rumbo es ahora fijo. No hay obstáculos. Se impone el regreso en fila sioux. Atmosfera decorada con cabellos lisos, revueltos, veletas de suave brisa. La orquesta ha impuesto un descanso en el ritmo. Se acabó la batahola. 
 
          El centro de la pista es ubicación altamente codiciada. La estrechez es asfixiante, pero no hay queja. Es planeta de conformidad absoluta, terreno de chiticalla, del halago y zalamería sin palabras.
 
          En los bordes de la pista, más holgura, sitio de los casados, lugar donde los émulos de Fred Astaire y Ginger Rogers se hacen admirar. 
 
          En las mesas, en las sillas, en la barra del bar campea a sus anchas el país del criticastro.
 
                  “Nunca se ha sabido pintar”.
 
                   “Parece una Moby Dick”.
 
                    “Con tanta grasa en la cara parece que va a cruzar el Canal de la Mancha”.
 
          La pareja ha llegado a su destino.
 
          —Gracias, señorita.
 
          —No hay de qué.
 
          Sobre una de las mesas colindantes, otra joven, de mirada penetrante y resignada en la espera, se parapeta detrás de los mudos y vacíos testigos causantes del jolgorio.
 
           —¿Baila, señorita?
 
          —Mi marido ha ido al bar.
 
          —Perdón.
 
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