El teleférico. Por 180 pesetas se conquista "El techo del mundo"
Por Antonio Salgado Pérez (Publicado en La Tarde el 31 de mayo de 1972)
La retama está en flor. Ha comenzado el prodigioso trabajo de las laboriosas abejas. El azul del cielo, único. Tanta claridad daña los ojos. Algunos desearían ver muflones. Otras se preguntan si la reproducción de los mismos ha tenido signo positivo. Mientras el coche profana una atmosfera límpida, allá a lo lejos, en el perfil de la ladera del Teide, unos hilos, unas torres, dos dedales en movimiento. Es nuestro objetivo: el teleférico.
Si; vivimos en la época de la indolencia. Del asiento del vehículo, a la cabina. Nada de madrugones, proyecto de ascensión a pie ni voluminosas mochilas a la espalda. Subir en el teleférico es como hacerlo en el ascensor de la Torre Eiffel. Claro, con sus variantes. En vez de hormigón y romántico río, incipiente repoblación forestal y borbotones de espeluznantes masas lávicas.
Ciento ochenta pesetas cuesta la aventura. Mucha gente del país, que pone la nota y el ruido bullanguero; escasos turistas, que emiten como único sonido el de sus tomavistas. En la ascensión -que dura aproximadamente nueve minutos- el amable cabinista me informa que el trayecto será de 2.490, a una velocidad de cuatro a cinco metros por segundo. La cabina, con capacidad para unas treinta y tres personas, hace normalmente veinte viajes diarios y, en épocas turísticas, hasta treinta. El servicio comienza a las nueve de la mañana y termina a las cuatro de la tarde, siendo el ultimo descenso a las cinco. Hasta la fecha, gracias a Dios, no ha ocurrido nada allá arriba, nos dice con contagioso optimismo el empleado, dirigiendo sus pupilas al pilón de azúcar teidetano.
Surge de entre aquella variopinta masa la pregunta de rigor:
—Oiga, ¿y si esto se averiase?
—No ocurriría nada, absolutamente nada. Verán. En caso de un corte de fluido, de una rotura de cable, quedaríamos sencillamente suspendidos, colgados.
Nos cruzamos con la cabina descendente. Los clásicos saludos, las sonrisas, el jolgorio de todos aquellos Pérez de Tudela mecanizados, sin mochilas, piolets, ni concentrados jugos de limón.
Algunos notan el cambio de presión en sus oídos; otros sacan disimuladamente el aliviante coñac o el tonificante whisky. Son rutinarias medidas de prudencia. Pero el optimismo, la confianza, es el mejor remedio contra el posible complejo de altura.
La cabina descarga a mujeres, hombres, niños, muchos niños, que empiezan a corretear con desbordante alegría por aquellos pedregosos parajes como sabiéndose conquistadores del mayor techo español.
Aún no hay semáforo. Pero sí carteles indicativos: Cráter distancia 600 metros, Desnivel 160 metros, Yacimiento de azufre…
Eso, azufre, su inconfundible y penetrante olor es lo primero que se percibe antes de descubrir auténticas fumarolas, que resoplan y bufan, que lanzan a presión por diminutas aberturas lo que durante siglos ha permanecido, por fortuna, dormido…
De arriba, del mismísimo cráter, ya vuelven los ufanos expedicionarios. Como souvenirs gratuitos la mayoría portan bellísimas piedras de azufre cristalizado. Y uno recordó las cuevas del Drach. Y pensó qué sería de las mismas si no estuviese terminantemente prohibido la obtención de estalacmitas y estalactitas, que con un poco de osadía podrían arrancarse del incomparable lugar.
Era interesante la impresión de los foráneos. He aquí, en síntesis, lo que nos dijo un matrimonio francés: La roca, el humo, la variedad de colores, de forma especial en el cráter. El calor que queda siempre en la tierra. Es un paraje inédito para nosotros porque hasta la fecha habíamos visto volcanes con mucha vegetación.
Un alemán nos indicó: Lo más impresionante, la visión de las otras islas. Mirar hacia las faldas de esta montaña es como contemplar una estampa de Berlín a finales de la Segunda Guerra Mundial. ¿Sabe? Me he mareado un poco en el cráter. Yo creo que estuve demasiado tiempo comprobando las emanaciones de azufre.
A la intemperie, el sol quemaba; a la sombra, el fresco reinante había que combatirlo. ¡Mantenga limpia la ciudad! Sí, pero también mantenga limpio el Teide. Que este cimero punto de la geografía nacional sea ejemplo de limpieza y exponente del civismo de sus visitantes.
El descenso tiene algo de montaña rusa. Las sólidas torres metálicas dan plena seguridad. Si en tiempo ventoso se cierra el servicio es que se quiere evitar el desagradable bandazo a los ocupantes. Allí, casi enterrado en la ladera, un Sagrado Corazón da pie a la meditación.
Hemos conquistado en poco menos de una hora el techo de España. El triunfo fácil nunca satisface.
Cuando nos alejábamos de nuestro máximo símbolo insular, allí arriba, de su característico y descomunal pezón, unas tenues humaradas verticales convertían el insólito paraje en campo de apaches, sioux, cherokees…
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