El Aaiun. Té, azúcar y sándalo
Por Antonio Salgado Pérez (Publicado en La Tarde el 24 de octubre de 1969).
Dedicatoria: Al Ejército español, que sacó de las tinieblas y desolación a un pueblo indefenso.
y III
El Aaiun parece haber sido obra de un arquitecto con hobby granjero. La mayoría de sus edificaciones están rematadas por “medios huevos”, dando la impresión en bandeja los productos de gigantescas gallináceas. Pero esas formas exóticas, curiosamente geométricas tiene doble justificación: climatológica y de necesidad. Allí donde la sed es eterna compañera, el alisio refresca la costa, pero hay otro aire caliente, el irifi, que levanta remolinos de polvo, encontrando duro e impenetrable adversario en las citadas cúpulas, cuyo interior cumple el papel de frigorífico; estructura nacida por pura necesidad, por la absoluta carencia de madera para la formación de tradicionales techumbres, sustituyéndose por el adobe, mezcla de cal, arenilla y paja. El turismo, que va tomando carta de naturaleza en estos interesantes parajes, hallados frecuentemente con el feliz descubrimiento del vuelo charter, encuentra en estos rincones planos y ángulos de excepción en sus cámaras fotográficas para ufanarse luego en países de escarcha, copos de nieve y bufandas.
Visitar, adentrarse, posarse y recostarse en una jaima, tienda que sirve de habitación a los saharauis, es singular espectáculo que ningún visitante debe perderse. Envueltos en atmosfera de sándalo, embrujo persa de fragancia inconfundible, que parece transportarnos en volanderas alfombras de faquires, el saharaui empequeñece las “cinco del té inglés”, que resulta demasiado protocolario y serio, para convertirlo en espectacular rito, donde el té, que procede de China, y los pilones de azúcar, oriundos de Francia, sufren tres inevitables etapas: amarga, semidulce y dulce, libándose en liliputienses recipientes en medio de tranquilidad oriental y sosiego de claustro, términos desconocidos en urbes con problemas de tráfico, embotellamientos tumultuosos.
Allí cada uno va a lo suyo. No se conciben relaciones íntimas entre la población militar y civil con el elemento indígena, apegado entrañablemente a sus vernáculas tradiciones, listo en los cambalaches y chaus chaus, donde las mujeres acarrean a sus recién nacidos a la espalda, envueltas en interminables túnicas y velos, que solo descubren unos ojos brillantes y negros como la hulla, observándose casos de poligamia, señalándonos a “un notable” con récord en esposas: 35… nadie supo darnos el número exacto de hijos. Cuando son repudiadas, quedan en libertad para contraer nuevas nupcias, teniendo que aportar el beneficiario, a cambio, un camello, o algo por el estilo…
El Gobierno español ha querido combatir estas ancestrales costumbres; han querido desechar aquellas escenas de indígenas hambrientos, a los cuales un coruscante chusco de horno de campaña producía empacho; ha querido dotar de casas a estos seres acostumbrados a la vida nómada, que al verse encerrados entre cuatro paredes de mampostería han vuelto a sus destartaladas jaimas para introducir, a reglón seguido, sus rebaños em las moradas de hormigón armado…
A la puesta del sol, estén donde estén, los indígenas hincan sus rodillas en tierra y comienzan sus rezos y oraciones con el habitual movimiento de brazos arriba y abajo. Sobrecoge por su sencillez, por su pureza, el cementerio saharaui, sin ostentaciones, exento de lápidas, solo con hitos, con pequeños montoncitos de piedras, como clamando que la inmortalidad solo conviene a ellas, como haciéndose eco de lo absurdo que resulta perfumar a un muerto.
Es un pueblo sin prisas, con familiaridad, con eso tan difícil de alcanzar que responde por dialogo. No son amantes del sacrificio corporal. “Aquí -nos dijeron- todos son comerciantes pero ninguno trabaja”, un contrasentido que se comprende mejor dándose una vuelta por el zoco, zona comercial donde, a simple vista, solo se expenden tapices, alfombras, cojines y teteras.
Allí, al igual que en Tan Tan, Villa Cisneros o Cabo Juby, las más importantes poblaciones del Sahara español, todas bajo tutela hispana, ellos son felices. Y por encima de todo saben que una vigilancia sin opresión, seria y consciente, bien cimentada, les viene asegurando lo que siempre han anhelado: paz. Que con té y azúcar sabe mejor.
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