El Aaiun. Un Parador de las mil y una noches

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en La Tarde el 22 de octubre de 1969).
 
 
Dedicatoria : A los tenientes Ortega, Rodríguez y Naranjo, exponentes de una España alegre, firme y consciente. 
 
 
I
 
 
          Los viajes aéreos a El Aaiun nacen en Tenerife. (¿Por qué no se han encontrado las mismas facilidades en el transporte marítimo?). En un Fokker se hace escala en Gando para seguir luego al Sahara Español, nuestra única provincia en el “Continente negro”, en “la finca y despensa de Europa”, en el “Continente del porvenir”, el África, inmensidad en reserva. De Gando a El Aaiun, treinta y cinco minutos. De salir directamente del Aeropuerto tinerfeño el contraste paisajístico resultaría más hiriente. Aún así, impresiona. Pero uno inmediatamente se familiariza con la pista de aterrizaje y con la solidad estructura metálica de aquel Aeropuerto marginada por las dunas y salpicado con pintorescos núcleos de camellos. Aeropuerto, estructura imperturbable a los vientos más huracanados. Las multicolores túnicas, los turbantes en caracol del saharaui mariposean cadenciosamente alrededor de las prendas militares, la moda más familiar y generalizada de los españoles allí afincados. El hassania es como un quejido, como un lamento; una especie de razo entrecortado, voz que se aviva y alegra cuando el taxista olvida su dialecto para ofrecernos, en castellano, su flamante automóvil. 
 
          —¡Bienvenidos al Aaiun! ¿Dónde desean que les lleve?
 
          —Al Parador, por favor.
 
          Los ojos del saharaui brillan como dos trozos de hulla. Es mirada penetrante, escrutadora, enmarcada en rostro que se nos antoja azul turquesa. Y nos cruza por la mente aquello de “más miedo que a una lancha de moros”, gestado por la codicia de los miseros de los desiertos, sin ley y quizá sin Dios, el esplendor de unas islas por entonces desafortunadas, fáciles de invadir a bordo de cárabos, esplendor de oro y hermosas mujeres blancas, presas de atracos de masas paupérrimas y brutales, cuando aún España no había implantado el “escudo de Canarias” …   
 
          —Ya hemos llegado. Ese es el Parador Nacional.
 
          —¿Ese?
 
          La sorpresa es mayúscula. Donde antaño campeaban vagabundos de la costa, desnudos, con taparrabos de piel y a lo más con una capa de pieles diversas, habitando hoyos rodeados de una pared de medio metro de alto, de algas secas, refugiados en las cuevas del acantilado, alimentándose de peces cogidos allá, en la orilla, surge ahora, como por encanto, un espléndido Parador con revestimiento exterior como calcado de la Torre del Oro sevillana, cuyo interior tiene el aspecto de harén oriental, cuajado de típicos tapices, de un sinnúmero de mullidos cojines, derroche de antiquísimos arcones y profusión de exóticas maderas decorativas, conjugándose el buen gusto, la lozanía, los jardines y una piscina para los proclives al sibaritismo.
 
          Dicen que el presupuesto de su reciente construcción alcanzó la respetable suma de cuarenta millones de pesetas. Y no nos extraña cuando la pensión completa está tasada en mil pesetas, aunque al amanecer tenga uno que pedir el agua de la ducha por teléfono…
 
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