Matías, el barman

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en La Tarde el 8 de enero de 1967).
 
  
Narración galardonada en el “Certamen de Navidad de 1967” del periódico “La Tarde”, de Tenerife.
 
 
          Los chiquillos del periódico ponían los primeros gritos en aquella apacible mañana. Era víspera de Año Nuevo pero el clima era primaveral. En realidad no era de extrañar la límpida y tibia atmosfera de aquella localidad, ya que estaba como uno de los cuatro palacios primaverales junto con Nipón, Florida y Tahití.
 
          A medida que iban avanzando las horas se notaba una fiebre colectiva de entusiasmo, gestada en dobles sueldos, gratificaciones, convivencia intima con familiares y amigos. Jornada de franca algarabía, de espera en busca venturosa de las primeras horas de la madrugada, donde la sonrisa, la risa y la carcajada serían los síntomas de fuerzas contractivas, despertando el buen humor, creando nuevas energías y produciendo una evidente acción tónica sobre todas las funciones. Pero para Matías no habría sonrisas, risas ni carcajadas. 
 
          Matías era barman. Veintitrés botellas arriba, diecinueve al medio y catorce abajo: desde el verde esmeralda del licor cómplice al amarillo monástico del licor de la templanza, pasando por la clandestinidad incolora de las bebidas blancas y los suaves tonos amaderados de los bebestibles más nobles. Escoltaban la botellería una pareja de latas de aceitunas con uniforma de la Benemérita. 
 
          Matías tenía 26 años pero parecía un preuniversitario. Carácter resignado y parsimonioso; espigado, huesudo, transparente, de nariz afilada y barba de estilete, como las figuras del Greco. En el servicio militar había servido en el comedor de los oficiales y desde entonces se dio cuenta de que su trinchera sería un mostrador y su bandera la feroz y despiada clientela, que jamás perdería una batalla. Era el quinto hermano de una familia sin padre: tres hermanas, Carlos y él. Ellas no eran como los personajes del Greco, sino como las pródigas figuras de Rubens. Carlos era el único que no trabajaba; pero vivía y se divertía con migajas de los reducidos sueldos de los otros, pícara operación que realizaba su madre, por aquello de ser bien parecido y tener los ojos azules, fiel retrato de su Rodolfo, el marido que había muerto de hambre y miseria en tierras venezolanas, al creer que los bolívares aflorarían al taconear el pavimento.
 
          Mientras Matías limpiaba vasos y servía café con leche y tostadas, Carlos flirteaba con las sirvientas en el pequeño mercado del barrio. Pero aquello le traía sin cuidado; dejaba a un lado el egoísmo primitivo de pretender que los demás fuesen como él; en alguna ocasión le habían dicho que lo esencial en la vida no era alcanzar la victoria, sino enfrentarse digna y valientemente con la adversidad; que el colmo de la imbecilidad humana era bostezar sin tener sueño y el éxito de un hombre consistía en ser inteligente sin demostrarlo mucho; en ser luz en la sombra; en ser peldaño sabiéndose pedestal. Pero Matías basaba su vida en dos principios: cumplir con su trabajo y no enfadar a su patrón. Hoy no podía ir a almorzar a su casa ya que por la noche el trabajo sería agotador y ahora había necesidad de prepararlo todo meticulosamente. Se conformó con un abultado bocadillo de salchichón y buen vaso de cerveza, el pan de los alemanes, lubrificante para él.
 
          Al caer la tarde empezó a servir las primeras copas. Él sabía que de aquella manera determinadas personas iniciaban su fiesta particular; era el precalentamiento del personaje alegre y divertido y la válvula de escape para el cliente normal y sin afectación, que más tarde le despediría con palmetadas en los hombros, incontrolable sonrisa y extremado espíritu dadivoso, bebedores circunstanciales que quieren festejar una fecha y les falta iniciación y experiencia, sobrándoles timidez e inmutable seriedad.
 
          Al contacto con la luz artificial, los laureles de Indias tornaban sus verdes y perennes hojas en apiñados panes de oro; los bulevares ya empezaban a guiñar a un tiempo las mil pupilas de sus anuncios luminosos; los vehículos, sus luces de situación; los grandes edificios, su extraña obscuridad; el adoquinado, su opaco azabache. Se adivinaba el flamear del blanco pañuelo de las despedidas para decirle adiós a este año ye-yé, faldicorto, descocado y cosmonauta.
 
          —¡Feliz Año Nuevo!
 
          Matías seguía llenando copas de coñac, poniendo minúsculos icebergs en el producto escocés, limpiando continuamente aquel mostrador insaciable de alcohol, reflejando cara de circunstancias a aquellos rostros que ya empezaban a conseguir rojo semáforo.
 
          El cliente, feroz y diplomático, se torna en persona dicharachera, zumbona, río de palabras que no viene de montaña de sabiduría, frustrado Demóstenes con clavel rojo en la solapa, en traje carnavalesco de sonrisas, risas y carcajadas. Riendo no se puede pensar mal. El espíritu se siente más generoso.
 
        “El año que se nos va deja un ajuar de pantalón vaquero, melenas y canciones protestas. La juventud actual me parece más limpia que la de hace algunos años. Más valiente y más capaz de reírse de su padre y de todas las instituciones paternalistas; tienen grandes lagunas en su formación humana y social, no por falta de talento, sino porque no han tenido donde fijarse. La mujer tiene participación efectiva en la vida social, política e intelectual del país. El sabor del plátano canario es el mejor del mundo. Vivimos en un palacio primaveral. Aquí no existe el problema negro. Aquí nos amamos los unos a los otros. Nuestros cercanos vecinos provinciales nos respetan costumbres, historia y tradiciones. La iluminación de nuestras calles calzadas y barrios deslumbran nuestros ojos. Hemos pagado respetuosamente el impuesto sobre vehículos; desconocemos socavones; nuestras viviendas tienen una superficie de ciento veinte metros cuadrados y hemos ido a las urnas porque consideramos que el absentismo sería, entre otras cosas, y cuando menos, una torpeza y un grave error de táctica…”
 
          —¡Feliz Año Nuevo!
 
          Faltaban pocos minutos para las doce. El bar estaba intransitable y el ambiente irrespirable. El patrón mostraba su palidez pero no podía disimular su alegría bajo la mascara de sus acentuadas ojeras. A cada momento introducía sus nervudas manos en la caja registradora para sacar los billetes color botella, la golosina de los económicamente débiles, que metía en sus inflados bolsillos con natural algarabía.
 
          —¡Feliz Año Nuevo!
 
          Nadie pidió las clásicas uvas. Cuando empezaron a oírse las campanadas, el patrón levantó una copa de champagne, los clientes se abrazaron efusivamente y Matías secó su perlado rostro. A lo lejos se oía el estruendo musical de las orquestas, el loco estallido de algunos cohetes y eróticas exclamaciones producidas por el tradicional y efímero apagón.
 
          “Más champagne, más sidra, más whisky, más ron…! ¡Música, maestro! Twist, rock-and-roll, yenka, hula-hoop, madison, bossa-nova, algún pasodoble, pocos tangos. A este paso, las futuras generaciones estarán dotadas de cerebros minúsculos y pabellones auditivos elefantinos, si es verdad que la función crea el órgano…Y Baco seguirá abriendo las puertas de Venus”.
 
          —¡Feliz Año Nuevo!
 
          El alcohol no da fuerzas. Produce el mismo efecto que el acicate de la espuela del jinete en el caballo: de momento le hace rendir esfuerzo, sumiéndole luego en mayor agotamiento. Se anulan los sentimientos de simpatía y deber. Y, paradójicamente, surgen espontáneas confesiones, sinceras divagaciones que hasta la fecha se encontraban enfrascadas.
 
          “Adiós 1967. Te digo adiós mientras te veo ir, con tu pantalón vaquero, con tu melena larga, enarbolando una bandera de puritanismo manchada de suciedad. ¿Quedarán detrás, definitivamente, esas bisagras humanas que rinden a cada paso la cerviz, obteniendo, a fuerza de reptar, la posición que no hubieran logrado jamás por méritos propios, estudios, lucha noble y sacrificio? ¿No seguirá temblando, en el fondo del anonimato, la indecisión, el titubeo, la desdichada practica de tirar la piedra y esconder la mano? ¿Borrón y cuenta nueva…? ¡Cuidado! Que podemos caer en las redes de la incautación de ejemplares periodísticos. ¿Se librará la mujer de la carga acumulada durante tantos siglos sobre su persona; objetos de salón, recluidas tras la ventana, metidas en la cocina, su misión: dar hijos al mundo y tejer ganchillo junto a la lumbre…? El sabor del plátano canario es le mejor del mundo, pero las islas rubias se inclinan ahora por los pepinos. Aquí no existe el problema racial, nunca existiría. ¿Quiere usted desarmar a este nuevo fariseo? Pregúntele: Bueno, ¿y usted casaría a su hijo con un negro…?”.
 
          “Adiós 1967, con tus lluvias, charcas, baches, goteras y remojones, con tus pretendidos traspasos de huesos y crematística cesión de futbolista; con esa corriente vulcanológica del Teide que amenazó los muros de la Basílica de Teror; con el mayor conjunto de disparates históricos, infundios y contrasentidos que nadie pudiera imaginar, todo ello ilustrado con barbas de profeta bíblico; con juegos demográficos ubicados en jorobas con intentos representativos; con inverosímiles impuestos sobre vehículos; con freno a las iniciativas privadas; con falta de alumbrado de aparcamientos, viviendas, escuelas y concejales; con el espanto que produce los pueblos equivocados estratégicamente almibarados en un conformismo de palabras, ausencia de patriotismo y demasiadas virtudes cristianas…”
 
          —¡Feliz Año Nuevo!
 
          Cuando el patrón decidió cerrar el bar eran las seis y media de la mañana. El local estaba vacío, las sillas revueltas y sobre los veladores transparentes testigos de una fiesta señalada.
 
          Cuando Matías salió a la calle pudo oír el débil rasguear de una guitarra coreada por un grupo de hombres con caras demacradas, pronunciadas ojeras y desabrochadas camisas; uno de ellos, con ojos de persiana, le gritó:
 
          —¡Feliz Año Nuevo!
 
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