La queimada
Por Antonio Salgado Pérez (Publicado en El Día el 13 de enero de 1987).
Dedicado a A Jacinto y Araceli
Si la queimada era conocida, fue el carismático y jubilado político Fraga quien la popularizó en toda España. Y dicho eco, por supuesto, llegó a nuestros litorales santacruceros.
Aprovechando estas fiestas de convivencia y fraternidad fuimos invitados a una de estas queimadas cuyo pórtico se presentaba sugestivo porque cuando se menciona esta típica bebida de la gastronomía gallega se le adorna con el reclamo de “sus llamas misteriosas y azules; bebida cálida y fuerte cuya base es el aguardiente del Ribero…”.
El característico barro gallego, embrión de tejas y ladrillos, es el material idóneo para quemar ese aguardiente que haría estallar en mil pedazos cualquier tipo de osado cristal. Y en aquel bote ocre bañado con el citado licor casero -producto del bagazo de la uva y del peculiar y ceremonioso dictamen del alquitarreiro, maestro antañón del alambique-, la pareja anfitriona va depositando trozos de manzana, de limón y luego rocía la mezcla con abundante azúcar. A continuación, el rito del fuego se inicia desde un rústico cucharón, también de barro, para luego prender a lo que más tarde se convertirá en queimada.
Cuando, intencionadamente, se apagan las luces y se aprecian en toda su esotérica intensidad aquellas llamas misteriosas y azules, alguien recuerda el capítulo de meigas, brujas y aquelarres norteños, que luego se torna en tranquilidad y en reconocimiento al mencionarse la reciente concesión del Premio Nacional de Literatura al orense Alfredo Conde y las tres condecoraciones centenarias a Castelao, Cuevillas y Valle-Inclán, sin olvidar el Premio Cervantes a Gonzalo Torrente Ballester, todos ellos gallegos, que enaltecieron en el pasado 86 las letras vernáculas.
Cuando aquellas débiles llamas parecían devorar la lámpara de cristal y producían un olor agradable y muy sui generis comprendimos que algo estaba ausente en aquel entorno pese al desvelo y al exquisito trato de los anfitriones. La tenebrosa marina de López Ruiz o el mar bravío, abierto y espectacular de Ruano, contrastaban con aquella Galicia de los ríos y las rías, de los helechos y los maizales, de los pinos oscuros y los eucaliptos de plata, de las manzanas gigantes, de los castaños con frutos espinosos como erizos, de los hórreos…
Cuando en torno a aquel bote de barro que encendían los rostros y se recordaba lo zafio y obsceno de aquel “desmadre a la americana” que la última noche del pasado año nos había brindado nuestra televisión en marcado contraste con aquel mañanero e inolvidable concierto de la Filarmónica de Viena bajo la batuta del inmarchitable Von Karajan; cuando, decíamos, surgían estos comentarios y observaciones, nuestra imaginación seguía volando por aquella Galicia femenina, de mujeres soñadoras, de meigas y poetisas, de vírgenes con nombres suaves y dulces: La Pastoriza, La Peregrina, La Señora de los Ojos Grandes…
Puede que esa Galicia femenina surgiese ante aquellos cuadros de Pedro de Guezala, con sus inefables magas, que ahora, CajaCanarias las ha revivido en almanaques con sabor a terruño, en los lienzos de los desaparecidos Francisco Borges Sala, Alfredo de Torres y Carlos Chevilly.
Entre cachivaches, pajaritas de papel, charla, jolgorio y risas, el aguardiente había consumido gran parte de su alcohol y nos brindaba un poso de color característico y definido. Había llegado la hora de libación. El cucharón iba depositando en pequeños vasitos de barro la bebida cálida no tan fuerte, sabrosa. Tras la degustación siguió asaltándonos la duda: ¿qué estaba ausente de aquella queimada, producida con tanto batido como con tanto celo y cariño? ¡Ya está! Estaba ausente el clima, la temperatura y el ambiente…
A pesar de estas forzosas ausencias por nuestra climatología isleña, resultó agradable, simpática y amena aquella velada sin esa Galicia de las nieblas, el orbayo, la humedad y las lluvias.
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