¿Por qué Federico Chopin no vino a curarse a Vilaflor?
Por Antonio Salgado Pérez (Publicado en El Día el 19 de abril de 2003).
Estamos cruzando, entre túneles vegetales y zonas sinuosas, los más bellos paisajes de Mallorca, adornados de almendros, algarrobos, encinas, árboles frutales y, sobre todo, de pinos, de retorcidas y fantásticas formas. Y llegamos al pueblo de Valldemossa, donde sus casas, entre característicos bancales, parecen haber escogido para sus fachadas el color ocre. Desde lejos son como de corcho, como de portal de Belén y, de cerca, sus puertas y sus ventanas están pintadas con el “verde canario”. Sus calles parecen ancladas en el pasado; conservan el gusto por lo antiguo; tienen cierta similitud con las de Santillana de Mar, allá en Cantabria. Están primorosamente cuidadas y muchas de sus fachadas se adornan con plantas. Y en sus vías, recoletas e impolutas, invadidas de silentes turistas, se observa la devoción y orgullo de sus apenas mil quinientos habitantes plasmado en pequeños azulejos, donde se reflejan, en cada rincón, el fervor por la santa de Valldemossa: “Santa Catalina Thomas pregau per nosaltres”.
En los concurridos restaurantes al aire libre, como plato, una original teja, que alberga hogazas de pan, lonchas de jamón, tomate y otras frugales viandas. Y en la multitud de souvenirs, el licor Absenta Tunel, con el que “la mirada se vuelve cálida, el color bulle y la mano es conducida por un ángel…”
Y allí, vetusta, austera y gélida, la Cartuja, a la que se accede por una desvencijada puerta, que parece pertenecer a un descuidado establo. El personal, aterido, a pesar de las estufas estratégicamente ubicadas, no deja de sonreír al visitante en esta mañana de primavera, no primaveral. Oteamos, con detenimiento, con pausa, “a nuestro aire”, sin las prisas de las habituales excursiones de grupos, las celdas de los cartujos; de aquellos personajes que solo tomaban comida una vez al día. Gracias a este severo y sano régimen alimenticio era proverbial la longevidad de los monjes que comían solos, en sus celdas. Vamos a transcribir su famosa dieta: vegetales -que ellos cultivaban en sus respectivos y colindantes huertos-, lacticinios y pescado. Un poco de pan y vino mezclado con agua. Nunca comían carne, también los cartujos fueron boticarios. Y recomendaban a los vecinos del pueblo, entre otras múltiples pócimas, la Triaca magna, cuyos principales componentes eran el opio y las víboras, que empleaban como eficaz antídoto para las mordeduras de animales venenosos. Aún se conserva, como bien cultural, dicha botica, que constituye, con sus orzas, albarelos, retortas y morteros, otro atractivo de la Cartuja.
En 1836, la Ley de Desamortización, sobre los bienes eclesiásticos, conllevó la exclaustración de estos monjes y el cierre del convento, que luego, a excepción de la sacristía y la iglesia, fue subastado y adjudicado a “nueve familias pudientes de la época”, que convirtieron las celdas en cotizados recintos para solaz, recreo y descanso. En una de esas celdas, provista de un ubérrimo huerto-jardín y de un mirador con vistas de ensueño del pueblo, estuvo Frédéric Chopin. Aún se conservan los dos pianos que utilizó, el que tuvo que alquilar en Mallorca y el que, con evidente retraso, le vino de París, “en este país diabólico en lo concerniente al Correo”. En estos teclados, ahora resguardados con plástico, siempre hay una ofrenda floral: espigas, roas, magnolias… Se oyen, muy suave, sus Preludios, Polonesas y Mazurcas y, en cada rincón de aquella celda -que no tiene nada de carcelaria- que habitó, varias partituras originales, extensa documentación ad hoc, varias leyendas: “Tocando el piano, las manos de Chopin hicieron oír maravillosamente las más esplendorosas armonías y las mas patéticas expresiones del alama, prodigados por su genio en sus obras inmortales”.
En realidad, y no deja de ser ironía, la fama de la Cartuja de Valldemossa -edificada en el siglo XIV, como residencia de los reyes de Mallorca- más que el propio edificio o a la vida de los mencionados monjes que la habitaron, su fama se debe, decíamos, especialmente a ilustres personajes que moraron entre sus viejos muros, como fueron Jovellanos, el archiduque de Austria Luis Salvador de Habsburgo, Azorín, Rubén Darío, Miguel de Unamuno, Santiago Rusiñol y, por encima de todos ellos, insistimos, el genial músico polaco, que por entonces tenía 28 años, y su enamorada George Sand, léase Aurora Dupin, de 34 abriles, que habitaron en la Cartuja desde el mes de diciembre de 1838 al de febrero del siguiente año.
Los lugareños ponen por las nubes a estos dos personajes que, después de todo, son el origen de su palpable prosperidad económica traducida en una generosa corriente turística. Es suficiente leer unas páginas de Un invierno en Mallorca, de George Sand, para constatar que los amores y los cigarros de la célebre escritora fueron muy mal vistos en su época. Algunos textos están llenos de desprecio hacia los mallorquines, quienes saborean ahora la “dulce venganza”, como han puntualizado algunos críticos. Aseguran los más viejos del lugar, ratificado ahora por incisivos cicerones, que sus amigos de París recomendaron a Aurora Dupin la isla de Mallorca para que el joven Chopin se repusiera de su tuberculosis. Si tenemos en cuenta que Valldemossa es el pueblo más alto de Mallorca y que, en época invernal aquí tiemblan hasta los esquimales, no se comprende, ahora, tan descabellada recomendación, ya que Federico Chopin estuvo a punto de morirse ante tanta gelidez ambiental. ¿Quién demonios engañó a la famosa pareja para enviarla a una isla, que como Mallorca, tiene tantas bellezas paisajísticas como temperaturas extremas en época invernal? Nosotros, por ejemplo, en la última primavera, hemos tenido que emplear abrigo, bufanda y guantes para defendernos de este pelete balear.
Por todo ello, entre bromas y veras, y con la mayor sinceridad, esta interrogante, ¿por qué, por ejemplo, no vino Federico Chopin a curarse a Vilaflor? Aquí en el pueblo más alto de España, donde todos los pulmones se curaban -y se siguen curando-, no solo se hubiese repuesto totalmente el gran maestro de su tuberculosis sino que, ahora, tendríamos en tan bello lugar el atractivo, el gancho turístico, del que viene aprovechándose, y de qué manera, Valldemossa, o sea, el reclamo del binomio formado por el músico y la escritora.
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