El agua en Santa Cruz: Los lavaderos y los baños públicos
Por José Manuel Ledesma Alonso (Publicado en El Día el 21 de marzo de 2021).
Durante los primeros siglos de la Villa de Santa Cruz, las vecinas que no disponían de pozos o aljibes en sus casas -que eran la mayoría- tenían que ir a lavar la ropa a los barrancos, reteniendo el agua con un dique hecho de piedras, tierra, hierba y juncos. Allí, utilizando una piedra colocada en forma inclinada, frotaban la ropa con jabón azul, aclarándola luego con añil, en el agua que previamente habían dejado estancada. En los veranos, el Ayuntamiento les permitía utilizar una dula de agua en el Valle del Bufadero -Agua de las Lavanderas-, desde las cuatro de la tarde del sábado hasta la misma hora del lunes.
Aunque a partir de 1706 las vecinas dispusieron de una fuente pública donde surtirse de agua, la costumbre de lavar la ropa en los barrancos continuó siendo una práctica habitual hasta que en 1820, la deficiente salubridad prohibiría lavar la ropa en los barrancos, planteándose como alternativa la edificación de un lavadero público; por ello, en 1835, el Ayuntamiento acordó pedirle al gobernador civil la mitad del impuesto sobre vinos y licores para poder aplicarlos a su construcción, formándose una comisión que redactó el plano de la instalación.
La Junta del Agua aconsejó que se hiciese junto al barranco de Almeyda, lugar donde llegaban las atarjeas que traían las aguas del Monte Aguirre, en terrenos situados en el extremo norte de la ciudad, propiedad de Secundina Grandy Giraud.
La escritura pública de compraventa del solar se firmó el 4 de abril de 1839, comenzando las obras de inmediato. Aunque su construcción se paralizó al año siguiente por la escasez de madera, en enero de 1842 la Junta del Agua entregaba el edificio al Ayuntamiento, abriéndose al público en el mes de marzo del citado año.
El inmueble, de planta cuadrada, conformado por cuatro crujías, poseía 60 piedras de lavar adosadas a la pared -15 por crujía-. Las citadas piedras eran de losa chasnera, con borde biselado y hendiduras transversales. En el patio interior se construyó un depósito permanente de agua, cuyo techo se aprovechó para instalar el tendedero.
El Ayuntamiento aprobó el reglamento para su uso, y la tarifa de precios, en los que cada lavandera tenía que abonar cuatro cuartos por utilizar la pila, en los que estaba incluido el agua que utilizaban. Como también estas mujeres se encargaban de lavar la ropa de los barcos surtos en el Puerto, se les entregó copia de la tarifa a los cónsules extranjeros, evitando de esta manera que le cobraran precios abusivos.
Para evitar problemas en la explotación del servicio, y con el fin de engrosar los escasos ingresos municipales, el Ayuntamiento optó por arrendarlo a particulares, mediante subasta. Las rentas se dedicaron a mejorar y reparar las atarjeas, y a pagar al médico y al maestro de primeras letras.
A principios del siglo XX, ante las denuncias por el mal estado de la instalación, donde habia restricciones de agua, falta de mantenimiento e higiene, el Lavadero sería clausurado, pasando a utilizarse para fines tan dispares como almacén, cuadra de sementales, cocinas económicas, etc.
Algunas de las lavanderas tuvieron que retornar a las charcas del barranco, aunque ya muchas viviendas de la ciudad estaban dotadas de agua corriente, procedente del depósito situado en el barrio Salamanca.
Los Lavaderos constituían el punto de encuentro, al que las mujeres solían acudir cargadas con la ropa sucia, y no regresaban a sus casas hasta llevarla limpia y seca. Constituye un gran vestigio etnográfico, pues era el auténtico mentidero de la ciudad, donde estas mujeres se manifestaban con total libertad, tal como eran en realidad, pues a la vez que fumaban, cantaban, o contaban chistes verdes, iban transmitiendo las noticias, cotilleos y chismes que ocurrían en el vecindario.
A la sombra de esta popular y concurrida instalación, situada detrás del Hotel Mencey, entre la Rambla y el barranco de Almeyda, fue creciendo un nuevo barrio de viviendas unifamiliares, construidas bajo el denominador común de la autoconstrucción, en las que hoy viven unas 300 personas. Sus primeros habitantes procedían de las islas no capitalinas que llegaron a la capital en busca de un puesto de trabajo en las obras de ampliación del Puerto.
En 1931 al barrio se le denomino Los Lavaderos, y se le dotó de una escuela unitaria, aprovechando parte de las instalaciones que ya estaban en deshuso. El local que se utilizaba como Escuela hoy conforma la capilla y el salón social. También posee una plaza pública en la que se levanta un precioso monumento dedicado a las Lavanderas.
Los Lavaderos en la actualidad
Hoy, los Lavaderos son de propiedad municipal, se encuentra en buen estado de conservación y conforman un ejemplo de arquitectura industrial, única en Canarias. En 1982, la Asociación Canaria de Amigos del Arte, los reconvirtió en centro cultural y sala de exposiciones, conservando parte de su configuración original.
Los baños públicos
En el lado izquierdo de la calle por la que se entraba y se salía del puerto de Santa Cruz -El Boquete-, y adosada al triple arco de entrada a la Alameda de la Marina, haciendo esquina con la rambla Sol y Ortega (avenida de Anaga), se encontraba una pequeña edificación que albergaba la Celaduría de Puerto Franco, encargada de inspeccionar las mercancías que entraban del Puerto, y las oficinas del fielato de Consumos.
En la otra esquina de la citada rambla Sol y Ortega, el comerciante y consignatario sevillano José Ruiz de Arteaga, levantó un edificio de dos plantas en 1867, según los planos de José Tarquis de Soria, delineante de Obras Públicas, que constituiría una novedad en la arquitectura insular, al tener su cimentación sobre columnas de hierro fundido, sumergidas en la mar. Las paredes eran de ladrillo cocido y la techumbre tenía forma de azotea. Dichos pilares fueron traídos de la fundición Pérez Hermanos, de Sevilla, de la que José Ruiz Arteaga era su representante en las Islas Canarias.
En la planta superior del edificio, al nivel de la calle, Ruiz Arteaga abrió unos almacenes dedicados a proveer de efectos navales a los buques, comercio que prestaría un gran servicio a la navegación pues en ellos se podía encontrar todo lo necesario para aparejar y reparar un barco, mientras que en la planta situada por debajo de la rasante de la calle, en una hermosa galería que daba a la playa de la Alameda, instalaría la casa de Baños de Ruiz.
Salón de Baños y Almacenes de Ruiz (1893)
La casa de baños Las Delicias, como también se le conocía, estaba dotada de veintisiete cuartitos; unos destinados a baños de tina, y otros a baños de mar. Los de tina tenían bañeras de mármol, con llaves para agua fría y caliente a fin de que los usuarios regularan la temperatura a su voluntad. En 1881, el precio de los baños era de una peseta.
El citado establecimiento de salud, único en su género en el Archipiélago, representaría un lujo inusitado para esta época, pues poseía comodidad y un esmerado aseo. Después de estar funcionando casi 70 años, el 7 de agosto de 1936, el Ayuntamiento decidió demoler el edificio por considerarlo “un peligro para la salud pública”, indemnizando a los herederos con 90.000 pesetas.
En el solar resultante, se ubicarían unos jardines que le darían prestancia a la entrada y salida del Puerto, entonces por la plaza de España.
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