La grandeza de San Petersburgo y sus "Noches blancas"
Por Antonio Salgado Pérez (Publicado en El Día el 26 de noviembre de 2008).
Natacha, nuestra guía, tan mesurada como erudita, y desde un estratégico campanario, nos dijo: “Si Pedro I El Grande (1672-1725) siguiera vivo y contemplara, desde esta atalaya, su ciudad, es decir, San Petersburgo, aún la reconocería. Y es que este espacio geográfico es como la cara de las personas que, aún adultas, se vislumbra rasgos de su infancia”. “Lo que está claro”, matizó nuestra cicerone, “es que no le agradaría que hayamos construido puentes ya que siempre deseó que se circulara en embarcaciones”.
¿Qué tiene de ruso esta ciudad construida sobre las marismas del norte por ingenieros alemanes; diseñada por arquitectos italianos, con influencias holandesas; admirada por los artistas franceses y en cuya corte se habló durante largo tiempo la lengua de Voltaire? Nada.
Un pasado glorioso
¿Qué tiene San Petersburgo para que, de un tiempo a esta parte, se le siga considerando una de las ciudades más hermosa de Europa? Puede que textos convincentes nos expliquen, en parte, esta persuasiva interrogante al afirmar que a diferencia de otras capitales europeas, San Petersburgo existe en los mapas del mundo desde hace apenas trescientos años, pero su belleza hace tiempo es conocida en el mundo y con su pasado glorioso puede competir con otras urbes del Continente.
A menudo, los turistas observamos en San Petersburgo (con casi seis millones de habitantes) rasgos de otras ciudades del Viejo Continente. Sus malecones recuerdan a los de París; sus numerosos canales a Amsterdam. Por el número de puentes y la sensación de cercanía al mar se parece a Venecia; por las nieblas y el verdor de los parques, a Londres.
La perla del Báltico
Pese a la semejanza con otras ciudades, San Petersburgo, La perla del Báltico, es, como cada una de las nombradas, inconfundible. Anteriormente fue llamada Petrogrado -entre 1914-1924- y Leningrado -entre 1924-1991-. Su tamaño se planeó a escala sobrehumana. Todo se concibió a lo grande, siempre más grande, cada vez más grande. Y cada nuevo arquitecto debía ser más desmesurado que el anterior. Palacios y más palacios; plazas, columnatas, monumentos, estatuas y más estatuas; museos y más museos. Todo lo que Europa construía, diseñaba, pintaba y creaba, San Petersburgo lo quería y lo conseguía. Petrogrado, Leningrado, San Petersburgo y, más adelante, quién sabe, puede que se denomine “Putingrado” tras la llegada al poder de Vladimir Putin, que nació aquí, a orillas del Neva, lugares declarados Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.
La ciudad que creó Pedro I El Grande
Quien haya tenido la oportunidad de pasear en barco por el mencionado río Neva -140 kilómetros navegables-, que le otorga un sello muy especial a esta ciudad, comprobará y jamás olvidará la solemnidad de sus conjuntos arquitectónicos, la belleza peculiar de sus calles y casas; la grandeza imperial de una vasta operación urbanística; el encanto casi fantasmagórico de sus inolvidables “noches blancas”, que constituyen un auténtico fenómeno. Situada a idéntico paralelo que Oslo y Helsinki, San Petersburgo es la gran metrópoli más septentrional del universo. Emplazada en tal peculiar latitud, en la ciudad que creó Pedro I El Grande (al final, de tanto nombrarlo los guías, acaban llamándole, cariñosamente, “Pedrito”); en San Petersburgo, decíamos, se produce un hecho mágico: de finales de mayo a principio de julio, el sol prácticamente no se oculta. En lo más profundo de la noche, el astro rey desaparece a pocos grados bajo el horizonte, lo cual no basta para apagar la difusa luz del crepúsculo. Los días finales de junio duran dieciocho horas y las noches, pues eso, son casi blancas.
Redescubriendo su propia historia
En verano, los petersburgueños salen a la calle como plantas ávidas de luz, para deleitarse tomando un baño de sol; pasean por sus innumerables muelles hasta bien entrada la noche, con un botellín o una lata de cerveza -¿quién dijo vodka?- en la mano, para esperar a que se levanten, uno tras otro, los puentes sobre el Neva. La navegación fluvial se reactiva, la vida se acelera. De día, y nos consta, se deambula por las calles abarrotadas de gente, de turistas que brotan de los cruceros surtos en el río que desemboca en el Golfo de Finlandia, ávidos de comprobar que, tras el período comunista, los rusos redescubrieron su propia historia y recuperaron los fastos de sus zares y sus zarinas.
Pero Natacha, mesurada y erudita, nos explica: “El invierno es muy diferente en San Petersburgo. Anochece a las 15 horas; el termómetro desciende a veces, los días de ventisca, hasta los 30 grados bajo cero; las aceras cubiertas de hielo son resbaladizas y peligrosas y los habitantes ponen mala cara esperando días mejores”. “Sin embargo”, termina diciéndonos, “la estación presenta sus ventajas: no hay colas en los museos y el blanco que lo cubre todo evoca los sueños de la Rusia eterna…”
La banalización de El Ermitage
Pero ahora, en pleno mes de junio, con interminables colas, “noches blancas” y sin un ápice de nieve, hemos tenido la oportunidad de visitar El Ermitage, polifacético y universal, tesoro de la cultura y custodio de obras maestras del mundo entero. En su recinto, como especifica su director Mijail Piotrovski, se puede ver de todo lo que ha sido creado por la humanidad durante la larga historia en distintas regiones de la tierra: las obras magistrales de pintura de los maestros europeos Leonardo da Vinci, Rembrandt, Rubens, Poussin; impresionistas, Cézanne, Van Gogh, Matisse y Picasso; el oro de los escitas y griegos; los iconos bizantinos y rusos; los bronces musulmanes y los retratos escultóricos romanos; las lujosas mayólicas italianas y las delicadas porcelanas chinas. Este museo de nombre foráneo Ermitage, que significaba en la época de Catalina II (1729-1796) refugio del ermitaño, rincón de retiro, es desde hace tiempo uno de los mayores museos del universo y el principal de Rusia, un monumento de su cultura y símbolo de su participación en la mundial. Pero allí, en El Ermitage, y en contra de lo que aconsejaba el herreño Matías Díaz Padrón, conservador del Museo del Prado, “no se puede escuchar una pintura, oír en silencio lo que te dice un trazo, un color, un objeto”, porque como explicaba el ciado premio Canarias 2008, “han banalizado algunos museos hasta convertirlos en plazas públicas”. Y es que lo importante no es la cantidad de público que entra en un museo, sino que los que lo hagan entiendan que no acuden precisamente a una romería.
Instalaciones hidrotécnicas únicas en su género
San Petersburgo, la capital norteña, está rodeada, como con un preciosos collar, por núcleos suburbanos donde se encuentran las antiguas residencias reales. En primer lugar hay que recordar Peterhof, la residencia palaciega preferida de Pedro I El Grande, que lleva su nombre.
Merecida fama se ha granjeado Peterhof mayormente gracias a sus fuentes, instalaciones hidrotécnicas únicas dentro de su género y, al mismo tiempo, exponentes del arte monumental decorativo, que crean una especial sensación de júbilo de la naturaleza y de apoteosis del elemento acuático.
El canario más universal en ciencia y tecnología
Y también, en San Petersburgo, y entre otros edificios emblemáticos, se encuentra la catedral de San Isaac, donde a un ilustre tinerfeño, nacido en el puerto de la Cruz, Agustín de Betancourt y Molina, se le menciona con un énfasis que, inevitablemente, embarga al isleño que oye sus pasadas hazañas y logros en tierras tan lejanas. Por todo ello, eruditos en la materia, entre ellos nuestro querido amigo Francisco Santos Miñón, afirman que el portuense “es el canario más universal en ciencia y tecnología”, al que aquí, en San Petersburgo, también siguen recordando en un busto ubicado en una recoleta plaza, al lado del canal Fontanka, a espaldas de un centro de ingeniería superior. De vez en cuando, un autobús se para por estos aledaños, sale de este un grupo de turistas isleños y a uno de ellos se le oye exclamar: “¡Vamos a ver al “ranillero” famoso!”
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