El huerto lírico del poeta Juan Marrero

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en El Día el 28 de octubre de 1995).
 
 
          La velada nos resultó emotiva y entrañable. El Huerto lírico canario, de Juan Marrero González, nos había reunido en el floral escenario del Circulo de Amistad, cada vez más luminosos y acogedor, donde desde la mesa presidencial, autor, rapsodas, presentador e invitado musical, serían los encargados de ofrecernos una sesión impregnada de sensibilidad, de creatividad poética, donde las musas parecían revolotear por aquel salón de modélica acústica, corroborada por la numerosa concurrencia. 
 
          El catedrático Manuel Pérez Rodríguez, de verbo desenfadado y coloquial, de generosa naturalidad y espontaneidad, nos fue describiendo, con rasgos certeros, la personalidad de aquel fino enólogo, de entusiasta y sensible pluma, poeta legible, que ahora, a través de casi doscientas páginas, nos brinda “hojarascas arrancadas del árbol de mi vida por las últimas brisas otoñales, hojas aún gozosamente vivas…”
 
          Pero este libro, como bien apunta el erudito prologuista Ernesto J. Gil López, no se reduce exclusivamente -como puede interpretarse por su ecológico título- a ese fragante ramillete de poemas que evocan tantos y tan diversos aromas y formas de la naturaleza. Hay, además, una serie de textos destinados a destacar aspectos íntimamente ligados a la isla de Tenerife y a sus habitantes, de manera que el lector hallará aquí tanto el poema centrado en la admiración del ámbito físico de los rincones tinerfeños, como aquellos otros evocadores de las costumbres insulares, de sus tesoros históricos y de su acervo antropológico. 
 
          Y una selección de esos textos fueron leídos por dos queridos rapsodas: Teresa Afonso y Miguel Melián. Teresa, siempre tímida y enternecedora, con exquisito turbamiento, nos emocionó a todos con aquel sonetillo del terruño Siete rosas las dijiste, que el autor había dedicado al inolvidable huarachero Diego García Cabrera, el abuelo de mis hijos, como enfatizó Teresa, que vio orlada su actuación con los suaves matices pianísticos del inmarchitable maestro Lambea. Y Miguel Melián, cálido, vibrante, gestual y con su proverbial vocalización, se volcó, de una manera muy especial y sentida, en el poema Frente a un luctuoso bar, que Juan Marrero hilvanó tras el óbito del irrepetible Juan Antonio Padrón Albornoz. 
 
          Fue, insistimos, una velada emotiva, entrañable, relajante, donde se enriqueció el espíritu y se apaciguaron las diástoles y sístoles de nuestros colectivos vértigos laborales.
 
Y se despertó juglar 
 
          Tras dicha velada, este simple espectador de las alegrías de la vida y los gozos de un buen vivir, volvió a entusiasmarse, de forma muy sui generis, con este huerto lírico, cuya portada nos presenta una acuarela del ínclito Bonnín y, en su interior, otras del infatigable Dimas Coello. 
 
          Y nos volvimos a entusiasmar porque de ese huerto lírico, con similitud al bullicioso y ubérrimo mercadillo de Tacoronte de sábados y domingos, Juan Marrero González dedica su creatividad e imaginación poética a la lechuga, “un tesoro esmeraldino de ternura”; a la berenjena, “fruto del morado más subido”; al pepino, “justa mezcla de dulzura y aspereza”; a la zanahoria, “que la tierra esconde y mima en su corteza”; a la papa, “que has sido de los míos fe y contento”; al melón, “en su cobre diamantino”; a la col, “olvidada en la esquina de un bancal”; a la beterrada, “que enrojece con su sangre la ensalada”; al pimiento, “es la llama de la cáustica pasión”; al berro, “que bendice desde Agulo hasta Alajeró los hogares con las sopas más sabrosas”; al perejil, “alma y flor del pedregal”; al tomillo, “un proyecto de pequeño bosquecillo”; a la calabaza, “fruto orondo de carne sonrosada”; a la cebolla, “pan de fuego a flor de tierra”; al tomate, “hematíe que sangró la Madre Tierra”; al ajo, “vehemencia por el vino apaciguada", ...
 
          En fin, Juan Marrero González, reputado químico que un día se despertó juglar, cuando quedó “liberado del atenazante y acaparador agobio de números y fórmulas”, nos ofrece este calidoscópico poemario que, justo es pregonarlo, contó con los generosos mecenazgos del Cabildo de Tenerife, CajaCanarias y los ayuntamientos de Santa Cruz, Los Realejos -su pueblo natal- y la Orotava.
 
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