La plumilla de Ormazábal

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en el Diario de Avisos el 21 de enero de 2001).
 
 
          Un amigo, erudito en artes plásticas, cuando visitamos determinadas exposiciones, no deja de recordarnos, de forma reiterada, que todo pintor debe tener una buena base de dibujo, técnica que tiene que dominar como el músico domina el solfeo, ya que, insiste, el dibujo es un instrumento que no debe ignorar un artista, ni de forma voluntaria ni por incapacidad.
 
          Y esa premisa, en positivo, la experimentamos recientemente cuando visitamos en el hotel Aguere, de La Laguna, la muestra de dibujos a plumillas de José María Ormazábal, siempre proclive a la creación artísticas, como nos lo demostró, en sus inicios, y junto a su padre, en aquella “época dorada del Súper 8”, con maestros tan emblemáticos como los hermanos Ríos, Casanova, Roberto Rodríguez, Siliuto, etcétera.
 
          Ahora, José María, con la experiencia que otorga la madurez, nos ha venido a demostrar, una vez más, la firmeza en sus trazos, la sensibilidad en sus temas, blandiendo a cada momento, en cada toque de plumilla, esa norma del dibujo, plasmando en sus variopintos cuadros la satisfacción propia que embarga al artista cuando se enfrenta al horizonte del impoluto papel que, para él, es pura terapia y placer aunque dejes los ojos en cada obra.
 
          Tenerife, cuna de grandes dibujantes a plumilla, como Crosa, Manolo Sánchez o Pascual González Regalado, entre otros, también conoció el magisterio de González Falcón, fuente en la que, desde hace muchos años, ha venido bebiendo Ormazábal que, como párvulo, sus profesores de dibujo le descubrieron innatas facultades para trazar sobre una superficie, con lápiz, pluma, carboncillo o cualquier utensilio capaz de dejar huella, la figura de una cosa copiada o inventada. 
 
          Ahora, en el romántico patio del Aguere, siempre lozano, José María, optimista, emprendedor, apuntalado por el gesto risueño de sus esposa, Puri, acaba de ratificar su arte en una extensa producción donde Tacoronte y La Laguna parecen ser sus localidades predilectas por la generosidad con que las trata, por el cariño que trasmite a su plumilla.
 
           De Tacoronte le ha embelesado su Cristo, la iglesia de Santa Catalina y El Pris, por mencionar las cotas y, en La Laguna, se ha detenido en algunos patios de su vega; en el Camino Largo, en el Palacio de Nava y en los alrededores de la plaza del Adelantado. Y no olvidó la iglesia y torre de la Concepción. Y perpetuó la memoria de aquel frondoso y malogrado drago del Seminario. Y visitó, y plasmó, con perfiles inconfundibles, rincones marineros del Puerto de la Cruz; y ese encanto icodense de la plaza de la Pila y, desde La Victoria, faltaría más, trazó la esbeltez del Teide. 
 
           Nosotros, como simples espectadores, tenemos que reconocer la voluntad y la valía artística de este personaje que tras sus vinculaciones profesionales con líneas aéreas, y cuando “aterriza”, aún le queda el tiempo suficiente para fomentar su espíritu y darle cabida a su hobby preferido, el dibujo a plumilla, creando incluso, y como en esta ocasión, y como han dicho los expertos, “su obra cumbre”, la hermosísima catedral de Burgos, cuadro de difícil ejecución dada las características del monumento pero que José María, enfrentándose a tan laborioso reto, no sólo lo ha superado sino que, en su consecución, ha demostrado ese don natural y creativo que atesora. 
 
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