Tamaimo, Altober, Florilán, pseudónimos de un extinto y excepcional periodista tinerfeño. José Alberto Santana Díaz

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en El Día el 19 de marzo de 2008).
 
 
          Hace algunas semanas, y con motivo del “Día del Casino de Tenerife”, me puse en contacto con mi admirado amigo José Alberto Santana Díaz porque él, tras haber sido miembro de dicha sociedad durante más de sesenta años, le correspondía recibir el título de “Socio Distinguido” y, que además, la Junta Directiva había decidido que fuera él el portavoz de su promoción. Estábamos muy ilusionados con su presencia y con su verso, pero aquella esperanza nos duró muy poco.
 
          «Mis pulmones me siguen traicionando. Me gustaría estar con todos ustedes pero, de momento, no puedo acudir a la cita. Disculpa, por favor, mi ausencia».
 
          Y disculpamos su ausencia en tan entrañable acto.
 
          Ahora que José Alberto acaba de nacer para la muerte tengo que confesar que siempre lo leí con cariño; dispuesto a sonreírme porque su prosa, cuajada de amenidad y gracejo, eran líneas a las que uno acudía para compensar la desazón que nos producían tantas columnas cáusticas e hirientes. Además, él prefería en sus artículos la claridad, el léxico sobrio y la construcción escueta de barroquismos.
 
          A Altober, dislocación silábica de su segundo nombre, le conocí en las postrimerías de la década de los 50 del pasado siglo, tecleando su Underwood en las añejas instalaciones de La Tarde, que dirigía el ínclito don Víctor Zurita, que junto a don Leoncio Rodríguez, y son palabras del propio José Alberto, eran unos galácticos en relación con los demás que vinieron después.  
 
          Allí, en La Tarde, crisol de un buen puñado de extraordinarios periodistas, Altober aún no confeccionaba sus popularísimas “Altoberadas” pero sí sus “Instantáneas”, donde con su humor sui generis empezaba a dejar vigencia de un estilo donde el escepticismo y la ironía constituían un tándem muy singular, imbuido en una antológica sinopsis, léase “cortos”.
 
          Luego, en El Día, también hilvanó unas crónicas viajeras, sin parangón por aquella época, que tituló A vista de guanche. Y las redactó cuando viajar no reunía, ni muchísimo menos, las facilidades de hoy. Dio la vuelta al mundo y todos “viajamos” con él. Fue una especie de Marco Polo tinerfeño. Sentía un especial devaneo por Nueva York, una ciudad muy atractiva, nos decía. Sería oportuno que alguien recopilara dichos artículos y los convirtiera en tomo, como atinadamente se hizo con el Pico de Águila de Alfonso García Ramos, o el Santa Cruz, la nuit de Paco Pimentel.
 
         Tamaimo, Altober y Florilán fueron seudónimos y mantos donde siempre ocultó su exquisita modestia y hoy son auténticos iconos de nuestro periodismo isleño, cuya futura orfandad nos proporcionará un vacío irrecuperable, de forma muy acentuada en las columnas de este periódico.
 
         A José Alberto, el olor a tinta impresa siempre le atrajo muchísimo. Por eso, un día, en plena calle Castillo, don Domingo Rodríguez, hermano de don Leoncio, le dijo. “Oye, por qué no fundamos un periódico deportivo; tú te pones de director y yo de administrador”. Así nació Jornada Deportiva. Su primer número salió a la calle el 20 de enero de 1953. José Alberto, por supuesto, fue el primer timonel de aquella nueva embarcación.
 
        Aunque tuvo predilección por el tenis, que practicó cultivando trofeos en el Real Club Náutico, el pugilismo, que ha sido nuestro “pecado freudiano”, fue otra manifestación del músculo que siempre llamó la atención a Altober. Y en su espacio Tonterías para reflexionar escribió, un día, este “corto”: “Se celebraba, en aquel tiempo, un combate de boxeo en el Tinguaro, en la calle del Sol -donde hoy está emplazado el Edificio Olympo-. El pugilista de aquí estaba recibiendo una tremenda paliza. Tenía los ojos cerrados de los golpes. 
 
          —Pégale, Juanito –le gritó alguien.
 
          — ¿No observa usted que no ve? –le dijo uno de al lado.
 
          —Pégale -insistió el aficionado-, aunque sea de memoria.”
 
          «No tome medicinas, vaya a casa y, cuando ría, estará curado», recomienda el doctor Enrique González en su libro La risa, la comprensión y otras tantas cosas buenas para la salud. Ahora hemos recordado la atinada y terapéutica frase cuando el pasado viernes, el día 14, en la cabecera de El Día se reflejaba el óbito de José Alberto. Y nos venía a la memoria porque la risa manifiesta nuestros sentimientos y señala nuestros comportamientos. Los que ríen son más flexibles, más comprensivos en sus relaciones. Y José Alberto, en sus columnas, nos resolvía mejor las dificultades de la vida.
 
          Personajes como Tamaimo, Altober y Florilán deberían permanecer siempre entre nosotros para enseñarnos a amar la vida porque esquivaban el malhumor, porque nunca comprendieron la envidia y a menudo se burlaban de la desmedida ambición humana.
 
          José Alberto nunca abandonó su habitual elegancia ni en su prosa ni en su vestimenta; educado y honesto; irónico, jamás polémico. Este lagunero, buen gastrónomo y fino catador de nuestros caldos, fue un gran observador de la realidad que nos rodea. Un humorista de voz tenue, con una vitola y personalidad propias que no necesitaba de estímulo alguno para crear ocurrencias y genialidades. 
 
          No fue ni trivial ni light. Nunca fue viejo sino mayor de edad. Por eso, hasta el último momento de su generosa vida, y sin faltar nunca a su cita diaria, nos deleitó con sus escritos, casi nunca superiores a un folio. 
 
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